Frank Cordell
Manhattan, Nueva York
10 de septiembre de 2011
La mañana en cuestión vestí una sudadera y zapatos de goma y salí a trotar muy temprano. Mis pies me llevaban por un lado mientras mi mente vagaba por otro, cuando me detuve frente a un local que semejaba a una tienda de baratijas, situado en Ludlow Street, en el Barrio Chino. Fue un impulso. Llamó mi atención una vidriera llena hasta el tope de artilugios con genuina apariencia de haber sido usados y, tal vez sea una obsesión, siento atracción por todo lo que tenga aspecto antiguo, quizá porque hay toda una historia detrás, o quién sabe por qué.
Situado debajo de un edificio que Huguette habría calificado de horrendo, con fachada de color ladrillo, cruzado por esas también espantosas escaleras de incendio de color plomizo, nada indicaba que aquel fuera un buen lugar, pero fiel a mis instintos empujé la puerta haciendo sonar una campanilla.
El hombre delgado detrás del mostrador no tenía apariencia asiática. Tampoco la tienda. Dejó que paseara a mi antojo entre un par de islas de estantes mientras mi vista escaneaba todo lo que se exhibía en ellos. Un poco defraudado por la poca calidad de los productos en los que se mezclaban chucherías recién fabricadas, cajas de cerillas, ceniceros de aluminio, linternas, paquetes de agujas, en un colorido casual y descuidado, iba ya hacia a la salida cuando el hombre del mostrador se dignó dirigirme la palabra, tal vez en una estrategia de ventas ensayada.
—¿Busca algo en especial?
—No. Solo pasé a curiosear, gracias.
—¿Le interesan las cosas viejas? —preguntó con un claro acento de Europa del Este. Tal vez ruso, o polaco.
—¿Cosas usadas? —recalqué. Evité decir «antiguas».
—Sí, usted me entiende. En el cajón de la esquina hay algunos objetos que podrían gustarle. —Miró hacia un rincón levemente iluminado por la luz matinal que entraba a través de la vidriera.
Más por complacerle que por curiosidad, fui hacia allá y vi un amasijo de cosas, efectivamente, viejas. Revolví buscando algo que llamase mi atención y encontré un camafeo que parecía interesante, lo abrí y vi una pequeña foto: un hombre elegante sentado vestido de traje, sombrero blanco y bastón. Se podía apreciar a pesar de ser ya solo un vestigio. Pero no me interesaba, así que dejé el camafeo y estaba por retirarme cuando sentí al ruso a mi lado.
—Espere —dijo, mientras buscaba en el fondo del cajón—, mire.
Un reloj miniatura de extraña apariencia, tan pequeño que parecía de juguete. Lo puso en la palma de mi mano y me miró con su amplia sonrisa de dientes disparejos.
Examiné la pieza. No era un reloj de bolsillo, sino uno que podría haber estado sobre la consola de cualquier casa si tuviese el tamaño apropiado. Intenté darle cuerda pero la ruedecilla no giraba, no quise insistir por temor a estropearlo.
—Interesante. Pero no funciona —dije.
—Es muy viejo. Pero es muy raro. Nunca vi algo semejante, lo trajo una señora hace tiempo, puede ser muy valioso.
Era evidente que el hombre tenía interés en venderlo, pensé que tal vez tuviese razón, parecía una auténtica pieza antigua. Yo me había enamorado de la miniatura y no quería demostrarlo.
—Pero no funciona.
—Pero ¿qué quería usted?, es muy viejo. Muy viejo. —Al hombre parecía encantarle el calificativo. Y a mí, el reloj.
Hice el gesto de dejarlo en el cajón.
—¿Cuánto cuesta? —pregunté con desgana.
—Puede llevárselo por trescientos dólares.
—Doscientos.
—Doscientos cincuenta y asunto arreglado.
—Deberé mandarlo a reparar…
—Si no fuese por eso no se lo vendería a ese precio —dijo él en tono decidido—. Se lleva un reloj antiguo y muy bonito.
Lo introdujo en una pequeña bolsa de papel y me lo entregó.
Salí de allí sintiendo que mi corazón latía con fuerza. Estaba seguro de haber hecho una de las mejores transacciones en varios años. Crucé la calle para tomar un taxi, quería llegar cuanto antes a casa para examinar con detenimiento mi adquisición. Miré la tienda desde la acera de enfrente y no pude visualizar el interior, una camioneta se había detenido en la puerta. Arriba, sobre la fachada de color ladrillo, un adorno de cemento con el rostro de una medusa me miraba con sus órbitas vacías. Un adorno curioso, en medio de tanta fealdad.
Apenas vi que se acercaba un yellow cab, estiré la mano. Un rato después estaba en casa. Fui a mi mesa de trabajo y puse el diminuto reloj sobre una superficie limpia y blanca. Admiré la pieza, no concebía que alguien hubiese podido elaborar un trabajo tan delicado, ¿de qué época sería? Lo puse bajo el microscopio digital y apareció en pantalla en una resolución en la que pude observar con detenimiento el exterior. En la base se podía leer: «Stuttgart 1562». Con el corazón en la boca lancé un suspiro. Tenía uno de los primeros relojes de cuerda fabricados en Alemania. Una antigüedad a la que podía sacarle mucho provecho y ¡había regateado por una cantidad ridícula! ¿De dónde la obtendría el ruso de la tienda? No era importante pero sentí curiosidad… Tal vez algún día volviese a visitarlo.
Me preparé para abrirlo. Seleccioné entre mis herramientas el abre-caja más pequeño pero no pude usarlo. Busqué en el juego de destornilladores giratorios el del tamaño más aproximado y con cierta dificultad pude encontrar una muesca en el reloj que dudo mucho hubiera podido hallar sin los implementos digitales que usaba. El interior del diminuto reloj era asombroso. Examiné parte por parte y todo parecía estar correcto. De pronto noté algo parecido a una aguja por lo fino que era, una pieza que no encajaba con el resto. La extraje con la pinza y la examiné bajo el microscopio. Tenía poco menos de un centímetro de largo y lo sorprendente es que era hueca. En la pantalla se veía con claridad que, además de hueca, parecía contener algo.
Con un punzón finísimo logré extraer lo que había en su interior y mi sorpresa fue mayúscula al ver en la pantalla que se trataba de un pedazo extraordinariamente diminuto de papel. Me detuve un buen rato para calmarme, estaba transpirando, no tanto por el esfuerzo como por la emoción que me embargaba. El papel parecía bien conservado a pesar de los casi quinientos años que debía de llevar dentro. Ahora, expuesto al ambiente, no sabía cuánto más podría durar. El problema consistía en que al estar tantos años enrollado era difícil aplanarlo. Sentía las manos pegadas a los guantes de látex. Usé la pinza y con mucho cuidado pude colocar encima del diminuto pliego un pequeño vidrio.
Τέλος του κόσμου χρυσό Pizarro
50 μέτρα δυτικά
πέτρινο κρεβάτι
Giulio Clovio
1539
Fue lo que apareció en la pantalla. Mis conocimientos adquiridos a lo largo de años de comerciar con artículos de todas partes del mundo indicaban que era griego. ¿Qué podría ser tan importante como para ocultarlo en un sitio tan extraño y diminuto? ¿Y cómo podía figurar allí un «documento» con fecha anterior a su fabricación? Giulio Clovio había sido uno de los miniaturistas más famosos de la historia. Ya quisiera yo tener algunas de sus Biblias, o Libros de Horas. Sin duda las palabras escritas y lo que en apariencia era una fecha tenían un significado especial, podría ser alguna obra de arte oculta, no conocida, o un mensaje secreto que enviaría a alguna persona, pero quedó secuestrado en ese diminuto reloj. ¿Cómo llegaría a manos del ruso? Cogí el teléfono.
—Erasmus, llegaré un poco tarde hoy.
—Muy bien, Frank. Apenas son las diez.
—Te voy a enviar una imagen con unas palabras en griego, por favor, dime qué significan.
—Ok, Frank. Espero la imagen.
—Espera, no cuelgues.
La envié al correo electrónico de la tienda y esperé. Poco después tenía una respuesta:
Final del mundial oro Pizarro
50 metros poniente
piedra cama
Giulio Clovio
1539
—¿Qué significa? No lo entiendo —dije por el teléfono.
—Yo tampoco. Lo traduje literalmente, Frank. ¿De dónde salió eso?
—Después te explico, Erasmus, una curiosidad… Luego hablamos.
Me sentía demasiado eufórico para pensar con claridad. No tenía dudas de que el miniaturista del siglo XVI Giulio Clovio era el autor de la microscópica nota, lo que no acertaba a comprender era el motivo para esconderla en un lugar tan extraño. ¿Iría dirigida a alguien en particular? Al oír la traducción de boca de Erasmus me arrepentí de haberle preguntado. Era claro que se refería a algo relacionado con el oro de Pizarro, el conquistador. No había otro significado. Ya vería cómo disimular con Erasmus, por el momento era mejor que mantuviera la nota en secreto. La pasé al pendrive, como todo lo que deseo preservar. Ya una vez perdí datos valiosos en el ordenador y aprendí que nunca se sabe cuándo va a fallar.
El ruso que me vendió el reloj debía saber su procedencia, deduje, pero tenía temor de preguntarle, no fuera que cobrase interés por la miniatura… aunque si la había vendido era porque no tenía la menor idea de su valor.
Antes de ir a mi galería pasé por allí. La campanilla de la puerta volvió a sonar y una mujer de unos sesenta descuidados años me miró.
—¿En qué puedo servirle?
—Buenos días. ¿Se encuentra el señor que estaba hoy, temprano?
—¿Se refiere a Kruno?
—No sé su nombre…
—No puede ser otro. ¡Krunoslav! —llamó.
Miré al techo armándome de paciencia.
—Dime, mujer —dijo Kruno atravesando unas cortinas de cuentas de madera—. No aceptamos devoluciones de cosas usadas —afirmó con énfasis al verme.
—No he venido a devolverle nada, señor Krunoslav. Solo tenía curiosidad por saber cómo obtuvo el pequeño reloj que compré temprano.
—¿Por qué?
—Pues verá… soy coleccionista de relojes, tengo muchos de todas clases, inclusive los primeros relojes Mikey Mouse que salieron al mercado —dije, para restar importancia a la pieza—. Me gusta guardarlos con la leyenda de sus procedencias, un historial, usted me entiende.
—Yo recibo cosas dispares, como podrá ver. Presto dinero a cambio de objetos, y ese reloj llevaba aquí más de noventa días. Tenía que recuperar mi capital, por eso lo puse en venta. Su procedencia no la sé, pero puedo darle el nombre de la persona que lo trajo, también tengo su teléfono. Aunque dudo que le sirva de algo. A mí nunca me contestó.
Buscó en un cuaderno señalando con el dedo hasta dar con él.
—Aquí está —dijo, despegando la vista del cuaderno para mirarme. Hizo unas anotaciones en un papel y me lo entregó—. Tenga, su nombre y el teléfono.
—Muchas gracias por el contacto, señor Krunoslav —dije, y salí del local. No pude esperar y marqué en el móvil.
El teléfono repicó tres veces.
—¿Diga? —respondió una voz cálida de mujer.
—¿Señora Krista Schneider?
—Ella habla.
—Me llamo Frank Cordell, acabo de comprar un reloj en miniatura que usted dejó en la tienda del señor Krunoslav…
—¿Él le mandó llamarme? Por favor, dígale que la próxima semana iré por el reloj —me interrumpió.
—No se trata de eso. Soy coleccionista de relojes y lo compré. Solo quería saber su procedencia, si usted la sabe, y cualquier cosa que pueda decirme; es para mi uso personal, acostumbro tener mis relojes clasificados. ¿Podría recibirme?
—No lo sé, señor…
—Frank Cordell.
—Mire, Frank, no le puedo decir nada, no lo sé.
—Podría pagarle por la información.
El silencio al otro lado me indicó que lo estaba pensando.
—Deseo recuperar el reloj.
—Señora Schneider, lo siento, pero no tengo intenciones de venderlo. Solo deseo hablar con usted para saber su procedencia. Podría ir a verla hoy mismo.
—Prefiero ir yo a verlo a usted. Pero no podrá ser hoy, lo siento. Mañana.
—¿Qué le parece si nos encontramos en la Trinity Church en el 86 de la Broadway? La conoce, supongo.
—Por supuesto que la conozco. Tardaré un poco en llegar. A las tres de la tarde, ¿le parece?
—¿Cómo la reconoceré?
—Llevaré una gorra de lana amarilla. ¿Y usted?
—Soy alto y fornido, con el pelo cortado al rape.
—Qué bien. Gordo como la mitad de los neoyorquinos. Dígame al menos de qué color es la camisa que llevará puesta.
Me sentí pillado en falta. Mamá siempre decía que yo era robusto, pero pensé que fornido se escucharía mejor.
—Llevaré una chaqueta de aviador de cuero marrón, con el frente y la espalda rojos.
—Está bien. Ahí lo veré. Espere dentro de la iglesia.
Si una cosa tengo clara es que las mujeres sea de la clase que sean, nos llevan una delantera en cuanto a velocidad mental. La tal Krista, si es que ese era su verdadero nombre, me había resultado simpática, sentía verdadera curiosidad por conocerla.