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Frank Cordell

Nueva York, Manhattan

10 de septiembre de 2011

Aquella mañana, como algunas otras, se me ocurrió salir a caminar antes de ir a la tienda. La decisión de ponerme en forma y bajar peso la tomé cuando los botones de mis camisas empezaron a saltar. Para ser sinceros, cuando empezaron a saltar delante de una mujer que fue a la tienda. Entró buscando un regalo para una amiga y durante el tiempo que estuvo allí me miró un par de veces de una manera que me hizo pensar que coqueteaba. Fue cuando saltó el botón y no supe qué hacer, si recogerlo o encoger el estómago para esconder la piel, cuando surgió la conversación.

—Temo que tendré que desechar esta camisa —dije, avergonzado, abotonándome la chaqueta.

—¡Ni lo pienses! Eso se soluciona con hilo y aguja. Si los tuvieras pegaría el botón ahora mismo —me animó, tuteándome.

—No… ¡qué dice! Gracias, de todos modos ya es una camisa muy usada.

—Por favor, no me trates de usted. Mi nombre es Angelina —dijo ella—. ¿Y el tuyo?

—Frank Cordell.

—Mira, Frank, no sé qué llevar, mi amiga no es una mujer vieja, pero le encantan los objetos raros y antiguos, su casa es moderna, ella desea algo que contraste, preferiblemente de tonos oscuros.

—¿Una antigüedad en tonos oscuros?

Pensé que la gente estaba cada día peor. Una pieza antigua se compra por su valor histórico, no por su color. Pero sin decir nada fui directamente a un estante donde había dos jarrones de palo rosa.

—Son una belleza, un trabajo precioso…

—Son de Pakistán, del siglo XVIII. Se venden juntos, pues son un juego, las inscripciones empiezan en uno y terminan en el otro.

—Lo siento, no puedo llevar los dos… saldría demasiado costoso.

—¿Tu amiga entiende de antigüedades?

—No, a ella le encantaría cualquier objeto de aspecto antiguo.

—Entonces es posible que te hayas equivocado de tienda. Aquí únicamente encontrarás antigüedades auténticas. La mayoría con su sello de calidad y certificado de origen. Algunos clientes suelen venir con expertos para autenticar la pieza que les interesa.

—De todos modos fue un gusto dar con esta tienda, tienes cosas preciosas, tal vez algún día me anime a comprar algo para mí.

Me miró y una vez más sonrió, de la forma en la que uno sabe que es más que una simple sonrisa. Sentí que empezaba a recuperar mi autoestima.

Cuando ese día llegué a casa deseché la camisa sin botón. Y me arrepentí de no haber sido más… agresivo. Pero así soy con las mujeres y no creo que cambie. A partir de entonces empecé a preocuparme por conservar un peso adecuado.