Frank Cordell, coleccionista
Nueva York, Manhattan
Aprendí que cuando un amigo dice: «Tienes una esposa maravillosa» es mejor ponerse en guardia. Pero yo era un tipo confiado. Creía en la amistad y, antes que nada, creía en mi mujer, Huguette. Más que amistad, Spiros me inspiraba una especie de simpatía irrevocable; después caí en cuenta de que no solo a mí. El hombre tenía un don de gentes que lo hacía destacarse entre una multitud; eso, y la fortuna que lo respaldaba, lo hacía muy apreciado por todos. Pero ¿cómo podía imaginar que Spiros se sintiera atraído por Huguette? Y no porque mi mujer no fuese hermosa. Lo era, aunque no del modo clásico o estandarizado de los concursos de belleza. Ella poseía algo que, pensaba, yo era el único que podía captarlo. Estuve equivocado. Un día apareció Spiros Dionisius en mi tienda de antigüedades y quedó fascinado por lo que veían sus ojos, especialmente por Huguette, que por casualidad estaba allí. Siempre he pensado que todo en la vida ocurre de manera casual y las coincidencias me parecen conspirativas.
Fue una especie de amor a primera vista. Hablo de Spiros y de mí. No en el sentido sexual, sino de la absoluta empatía que surgió entre nosotros. Escuchaba con atención desmesurada cada una de mis explicaciones acerca de los objetos que le mostraba, y yo a él cuando hablaba de sus barcos, de su emporio financiero y de su hermoso yate, uno de los más grandes y lujosos del mundo. Me trataba como a uno de sus iguales, a pesar de que yo no era más que un simple vendedor de antiguallas, propietario de una tienda en la Sexta avenida —nunca pude complacer a Huguette de encontrar un local en la Quinta; lo bueno es que el Central Park nos quedaba a pocas calles—. En Spiros había conseguido más que un cliente, un amigo. Nos invitaba a sus reuniones y nos presentaba gente a la que nunca hubiéramos tenido acceso. Contactos importantes que se convirtieron en buenos clientes. Y a todas las reuniones iba con Huguette. Podría decir sin equivocarme que todo lo que gané en mis ventas gracias a las amistades de Spiros lo gastó Huguette en un vestuario que envidiaría cualquier mujer de la alta sociedad neoyorquina. Si ya ella gastaba demasiado en el gimnasio y masajes —porque según decía, tenía tendencia a engordar—, con el pretexto de las reuniones a las que nos hicimos asiduos la situación se tornó insostenible.
Yo pensaba que merecía eso y mucho más, por haberse fijado en un hombre como yo. Huguette tenía unas piernas que dejaban sin aliento, de muslos redondeados y con buen tono muscular; sus curvas, que nunca me parecieron excesivas, en los sitios correctos y los ojos color miel más expresivos que yo hubiera visto. Su sentido del humor algo irónico, por momentos chocaba con su rostro de facciones delicadas, pero todo lo malo de ella lo olvidaba cuando la veía frente a mí, desnuda, mostrando unos pechos naturales enormes con su cara de niña y su sonrisa traviesa. Huguette me volvía loco y yo, tonto de mí, pensaba que la hacía feliz, porque ella siempre lo decía. Confiaba en mi mujer y no estaba preparado para una traición.
Pero ¿por qué con Spiros? ¿Acaso él no tenía ya suficiente con lo que la vida le otorgaba sin haber hecho mayor esfuerzo? Podía darse el lujo de tener a la mujer más bella del mundo con hacer tronar los dedos. Sin embargo escogió a Huguette. O ella lo escogió a él. Ya no sé qué pensar. Solo recuerdo nuestra última conversación. Confieso que yo no quería hablarle pero fue tanta su insistencia que por un momento pensé que era posible que se hubiese arrepentido. Craso error.
—Frank, amigo, perdóname, pero quiero que sepas que nunca tuve la intención de enamorarme de Huguette. Las cosas suceden así… el amor no tiene límites. No puedo vivir sin ella, no la quiero para una aventura, deseo hacerla mi esposa, si me lo permites.
Recuerdo que todo lo que tenía atragantado y que había pensado soltárselo, se quedó ahí, en mi garganta. Prácticamente el hombre pedía la mano de mi mujer y lo hacía con tanta gracia y simpatía que casi me hacía sentir satisfecho. Pero cuando imaginé el cuerpo desnudo de Huguette a su lado, mi brazo derecho no se puso de acuerdo con mi cerebro y echó la razón por la borda. Le lancé un puñetazo que los tomó tan desprevenidos que ni siquiera su guardaespaldas pudo evitarlo. Cuando su matón sujetó mis brazos a la espalda ya el mal estaba hecho. No intenté soltarme aunque soy un hombre corpulento y en esas circunstancias estoy seguro de que hubiese podido hacerlo.
—Eres una mierda —espeté casi escupiendo su rostro.
Spiros miró a su guardaespaldas. Este me soltó y salió de la pieza. Spiros se acomodó el cuello de la camisa y se frotó la barbilla con suavidad.
—Sé que lo merezco, Frank, eso y mucho más. Pégame, si eso te hace sentir mejor, amigo, no temas.
Abrió ligeramente los brazos y esperó.
Pero no quise darle gusto. Estuvo bien golpear a alguien que podía defenderse, pero pegar a un hombre que espera a que uno lo haga…, para esas lides no estaba yo. Me conformé con ver el hilo de sangre que empezaba a salir por la comisura izquierda de sus labios.
—¡Cómo pudiste!, eres un desgraciado… —mascullé.
—Supón, Frank, que yo la dejase en tus manos. ¿Aceptarías a una mujer que no te ama? Ella te lo dijo. No te ama, amigo —dijo él limpiando sus labios con un pañuelo impoluto.
—¿Y crees que a ti sí? Cometes un error, Spiros, pero en fin… es cosa de ustedes.
—¿Acaso crees que no me ama, Frank? —preguntó él, sorprendido—. ¿Por qué lo dices? ¿Es que sabes algo? No podría soportarlo.
De pronto sentí lástima de él. Soy un imbécil, lo sé. Hasta sentí ganas de consolarlo. Pero quise vengarme.
—Solo déjame en paz, no quiero volver a saber nada de ustedes.
Él hizo el ademán de abrazarme pero yo retrocedí un paso. Está bien ser imbécil pero hasta ahí, no más. Spiros dio media vuelta y salió del salón con la cabeza gacha. De inmediato entró Erasmus, el guardaespaldas, y me tendió la mano.
—Señor Cordell, fue un gusto haberlo conocido. Usted sabe, órdenes son órdenes. —Deslizó en mi mano una tarjeta.
Yo no reaccionaba todavía, así que le di la mano de manera automática y quedé mirando la tarjeta como si formase parte de la línea de la vida de mi mano. Erasmus no era el prototipo de guardaespaldas que cualquiera tendría en mente. Se mimetizaba entre la gente que acompañaba a Spiros y al principio pensé que eran amigos. Y conmigo había sido siempre muy amable.
Poco tiempo después llegó la demanda de divorcio y de manera casi milagrosa un buen día estuve divorciado y sin compromiso.
Fueron meses absolutamente desastrosos. Perdí las ganas de vivir. Me emborraché hasta quedar como un guiñapo, y cuando no lo hacía no podía dormir. Tenía a Huguette metida en el alma. En esos días de oprobio en los que había dejado de pensar en mí, lo único que deseaba era hablar con alguien y contarle mis penas. Fue cuando caí en cuenta de que durante todo el tiempo que estuve con Huguette había dejado de cultivar amistades. ¡Qué necesarias eran en esos momentos!
Desde que hablé con el maldito de Spiros no había vuelto a usar la misma chaqueta. No sé exactamente el motivo, pero le cogí fobia. Esa mañana en especial estaba decidido a acabar con todo, y empecé a juntar las cosas que me recordaban a Huguette, tomé la chaqueta y la puse en el montón. De manera automática revisé los bolsillos, no fuera que por un arranque de locura tirase algún documento importante o… Cuando mi mano sintió la cartulina de la tarjeta me vino a la mente Erasmus, el guardaespaldas.
Era una conexión con Huguette. Necesitaba urgentemente saber de ella. Es irónico pero, a pesar de que sufriría y no encajaba con mi determinación de zanjar el asunto para siempre, ansiaba enterarme qué sucedía con ella.
De Huguette y su marido no había sabido más, excepto por las noticias que de vez en cuando aparecían en los diarios. Se habían casado, Huguette tenía lo que tanto quiso: dinero y poder, y supongo que Spiros estaba verdaderamente enamorado de ella porque sus correrías tras las mujeres dejaron de ser objeto de publicidad. Pero yo quería saber más, cómo, por qué, cuándo empezó… cosas que solo a un ser que quiere olvidar un amor se le ocurre indagar.
Marqué el número que aparecía en la tarjeta y tras un breve tono reconocí la voz del guardaespaldas.
—¿Dígame?
—Erasmus, soy Frank Cordell.
—Señor Cordell… ¿Cómo se encuentra?
Supongo que notó la ansiedad en mi voz.
—No muy bien, Erasmus, como comprenderás.
—Lo entiendo, señor. Y lo lamento.
—¿Cómo está ella?
—Hasta hace un mes supe que estaba bien, señor Cordell, ya no trabajo para el señor Dionisius.
—¿Y eso?
—Cosas que pasan. No quería seguir fuera de los Estados Unidos, tengo a mi madre aquí y está enferma. Por el momento estoy desempleado, pero mi expatrón fue generoso conmigo.
—Ya sé qué tan generoso puede ser.
—Lo siento. Siento mucho todo lo que ocurrió, sepa usted que puede contar conmigo para lo que necesite.
—¿Puedes venir? Necesito hablar con alguien.
—Por supuesto, señor. Ahora mismo salgo para allá. Está usted en su casa, supongo.
—Sí. Te espero, Erasmus. Y… gracias.
La sola posibilidad de saber algo de la relación entre ese par de desgraciados supuso para mí una especie de venganza. Y es que los hombres enamorados somos masoquistas. Las mujeres suelen ser más prácticas. Mi madre fue abandonada por mi padre y no recuerdo haberla visto emborrachándose. Siguió trabajando y asumió todos los gastos de la casa, incluyendo los de mi educación. Tal vez si yo hubiera tenido un hijo…
Proseguí la tarea de recoger todo lo que era de Huguette y pensaba seriamente en quemarlo en la chimenea con contradictorios sentimientos, mientras esperaba que llegase Erasmus para seguir alimentando mi desdicha.
Cuando escuché el timbre del intercomunicador yo iba por la mitad de una botella de whisky y trataba de mantenerme de pie frente a la chimenea mientras veía quemarse una pila de papeles, fotos y ropa.
—Sube, Erasmus —dije al verlo reflejado en la pequeña pantalla del interfono. Apreté el botón y él entró al edificio. Poco después estaba frente a la puerta del loft.
—Buenas tardes, señor Cordell.
—Buenas, Erasmus, pasa… ¿Quieres un trago?
—Gracias, lo mismo que usted, señor Cordell —respondió él con la rigidez de costumbre.
—Erasmus… ya no trabajas para Spiros. Y yo no soy tu jefe, así que por favor, no me trates de usted.
—Como digas, Frank.
—¿Sabes qué fue lo que me atrajo de Huguette? —pregunté sin irme por las ramas. Al fin tenía a alguien que me escuchara.
—Su simpatía, supongo, la señora Huguette era muy amable.
—No vengas con cuentos, Erasmus. Ambos sabemos qué tan amable podía ser Huguette. No. Fue su belleza animal, lo confieso. Los hombres no cejamos en nuestro empeño hasta llevar a la mujer a la cama. Y una vez que pensamos que la hemos domado caemos en cuenta de que fuimos domados por ella. ¿Me sigues?
—Bueno… Frank, no siempre es así. Sucede que también hay amores románticos, un poco más espirituales, hasta los hay platónicos.
Lo miré mientras me preguntaba cómo un hombretón como él podía expresarse de esa manera.
—Me expresé mal, Erasmus. Yo me enamoré de Huguette, no solo de su cuerpo, también amé su forma de ser, su manera de reír, sus tonterías de niña mimada, sus caprichos… —Me estiré en el sillón y vi que Erasmus acomodaba los restos en la chimenea con las antiguas pinzas de hierro que Huguette me hiciera comprar con tanta insistencia.
—Lo sé, Frank. Eso se notaba, tal vez ella solo esté deslumbrada por la riqueza del señor Spiros. Quizá más adelante regrese, ¡quién entiende a las mujeres!
—No la podría aceptar. Hoy tomé la decisión de reabrir la tienda. No puedo seguir así. ¿Crees que Spiros la quiere de verdad? —pregunté de improviso.
—Me parece que sí, Frank, él dejó sus costumbres… Hacía fiestas muy seguido, terminaban en verdaderas bacanales. Desde que está con la señora Huguette no las vi más. Al menos hasta hace un mes. Parece que está tomando su matrimonio más en serio que los dos anteriores.
—¿A qué te dedicas ahora, Erasmus?
—Por el momento estoy descansando, acompaño a mi madre, es anciana y está delicada.
—Ser guardaespaldas no te permitiría cuidarla. Es un empleo a tiempo completo. ¿No te gustaría trabajar conmigo?
—¿En su tienda?
—Claro. Sé que hablas varios idiomas, conoces mundo, tienes buena presencia, la clientela se sentirá a gusto contigo.
—Podríamos hacer la prueba. Yo pensaba que se requería saber de objetos antiguos, ser un especialista…
—Todo se aprende. Los especialistas sirven para autenticar las piezas, los vendedores para vender. Además, estaré contigo la mayor parte del tiempo. Solo te digo desde ahora que no puedo pagarte lo que te pagaba Spiros.
—Ni lo pensaba, Frank. Es otro tipo de trabajo, tendré un horario normal. Acepto encantado.
Fue así como contraté como dependiente de mi tienda de antigüedades a un exguardaespaldas que había servido a un examigo que se había casado con mi exmujer. Tenerlo allí era para mí como guardar una remota conexión con Huguette, aunque nunca volvimos a tocar el tema.
Pasados varios meses en los que por momentos estuve a punto de quitarme la vida decidí que, después de todo, Spiros me había hecho un gran favor. Huguette nunca había sido mujer para mí. Nuestros gustos y nuestra forma de ver la vida eran dispares, y comprendí que lo que me había mantenido atado a ella los tres años de matrimonio había sido el sexo. Para un hombre de cuarenta, la edad que yo tenía cuando nos casamos, era imprescindible, y ella sabía bien cómo hacer que olvidara el mundo cuando la tenía en mis brazos.
Lo único bueno es que Huguette renunció a cualquier pensión o reparto de bienes, supongo que por consejo de Spiros, porque conociéndola aseguraría que fue en lo primero que ella pensó.
Vendí el loft que teníamos en Chelsea, pues nunca fue de mi agrado vivir en espacios tan abiertos, y me mudé a un apartamento más pequeño en el cuarto piso de un edificio cercano al barrio chino. No era una zona exclusiva, ni mucho menos, pero estaba a gusto. Rodeado de muebles y objetos que no me traían recuerdos de Huguette, podía examinar mis adquisiciones con tranquilidad en un cuarto destinado para ello sin escuchar el constante: «Eso no queda bien allí» al que estaba sometido por Huguette. Y cuando uno se dedica a comerciar con artículos antiguos debe tener un espacio para ellos, no solo el que una tienda es capaz de albergar; se requiere tranquilidad, concentración y tener a mano las herramientas necesarias para llevar a cabo una investigación adecuada, como un microscopio, un ordenador, una impresora, como mínimo. Así que me dediqué en cuerpo y alma a lo que siempre había querido: la búsqueda y adquisición de objetos antiguos. Tenía la tienda bien surtida y la casa abarrotada de objetos en espera de estudio y clasificación, sin que nadie se mortificara por la falta de orden, que sí lo había, pero a mi manera. Algunas veces mandaba restaurar objetos que compraba a precios de ganga y los vendía con buenas ganancias; otras, como en el caso de los relojes, que eran mi fuerte, trataba de restaurarlos yo mismo, pues es mi hobby. Tenía una colección que finalmente podía disfrutar a mi antojo, en las paredes, en los muebles y en las repisas, algunas eran verdaderas piezas de arte que no habría vendido por nada del mundo.
No niego que de vez en cuando acudía a mi mente Huguette, sobre todo durante las noches, pero sustituía esos malos pensamientos por otros, aunque muy en el fondo no me había resignado a la idea de que nunca volvería a verla. ¡Ah… Huguette! No hice el intento de fijarme en otra mujer después de ella. Estaba psicológicamente castrado. Por otro lado, pese a la recesión por la que atravesaba el país, el negocio no iba tan mal. Es lo bueno de vender cosas inservibles. Los clientes son personas a las que no les importa el precio, solo compran lo que les gusta o consideran «necesario» para decorar su casa o su negocio.