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Roma

12 de julio de 1553

Giulio Clovio acababa de despedir a su última alumna, pues la luz de la tarde languidecía y no era buena para captar los claroscuros con nitidez. Cada vez que enseñaba a sus alumnos la técnica de las luces y sombras tenía en mente a su querido maestro Girolamo dai Libri, del monasterio de Candiana. Recuerda, Giulio, siempre situar al personaje cerca de una fuente de luz para que esta moldee sus facciones. Debes estar muy atento, es la manera de que un retrato parezca real… Eran las recomendaciones de su maestro, y las aprendió muy bien, ¡vaya que las aprendió!, tanto que empezaron a llamarlo «el Miguel Ángel de las miniaturas», pues no por serlas debía olvidarse de esos detalles, aunque en menor cuantía. Su especialidad requería tino y paciencia infinitos, y en eso no hacía mucho caso a su maestro Girolamo, si las aplicaba a rajatabla en sus diminutas pinturas no se distinguirían las imágenes que eran más bien planas y muy elaboradas, cual filigranas de cristal.

Se disponía a cerrar las ventanas de su estudio cuando escuchó un gemido en el exterior. Asomó la cabeza y vio a un hombre que parecía un indigente recostado contra la pared, debajo del alféizar. Se hallaba sentado, pero no descansando precisamente; parecía sufrir de alguna dolencia. No era muy dado a prestar ayuda, pero ese día había sido especial. Las palabras y la presencia de Sofonisba habían dejado un halo mágico en su alma, como siempre que ella visitaba su taller. Se dirigió a la puerta para mirar de cerca al hombre en ese momento objeto de su curiosidad.

Che succede, amico? Che cosa succede?

Per favore signore, aiutami, posso pagare. Ho bisogno di… Necesito un lugar dónde reposar —contestó el hombre, con acento español.

Giulio miró a ambos lados. No le estaba permitido meter a nadie en casa, en realidad no era suya, era del Cardenal Farnesio, solo le había otorgado la gracia de darle un espacio para que ejerciera su labor, a fin de cuentas trabajaba para él. Se agachó para ayudar a incorporarse al sujeto que, recostado con flacidez, tenía la cabeza gacha. Poco se podía observar de su rostro por la capucha que cubría su cabeza. Las arrugas prematuras se enfocaban alrededor del ojo que dejaba a la vista lo que, unido a la extremada delgadez de sus facciones, le daba un aspecto cadavérico. Pudo levantarlo sin mucho esfuerzo, pues el individuo era liviano.

Vieni con me, veamos qué puedo hacer por usted.

Grazie, signore, se lo agradezco tanto… le explicaré. No es nada contagioso, al menos no me lo parece, pues que yo sepa nadie que conozca se ha enfermado, pero mi aspecto hace que sea rechazado en las posadas… Usted sabe, la gente juzga por las apariencias.

Giulio se retrajo ligeramente. Ente sus virtudes no se encontraba la de tener buena salud. Gran parte de su vida la había pasado sufriendo achaques de toda índole y ahora tenía entre sus brazos a un hombre que tal vez podría trasmitirle una plaga o quién sabía qué enfermedad desconocida; no obstante, sintió que era muy tarde para echarse atrás. Consiguió cruzar el umbral y luego de depositarlo sobre una silla cerró la puerta con presteza. Procedió a encender un candil para observar mejor al desgraciado y lo que vio lo dejó atónito. Su rostro estaba cubierto por manchas hinchadas de color violáceo oscuro.

—¿Qué enfermedad es esta? —preguntó alarmado.

—No es contagiosa, signore, no se asuste. Soy marino, mi nombre es Martín de Paz, vine de las Américas, pero sufrimos muchos percances…

Giulio lo ayudó a incorporarse para llevarlo casi a cuestas a su cuarto. No deseaba que el sirviente de la casa de los Farnesio se enterase de que había dado cobijo a un vagabundo, aunque las ropas que vestía el que decía llamarse Martín le indicaban que no era un indigente. Extendió en el suelo un colchón que extrajo de debajo del suyo y le ayudó a recostarse.

—Las Américas… ¿Qué fue usted a hacer tan lejos?

—Fui uno de los que acompañaron a Francisco Pizarro en su campaña de las Indias, signore. Apenas tenía catorce años entonces.

—¿Tan joven? ¿Y cómo pudieron aceptarlo?

—Hacía falta cualquier ayuda, y no tenía adónde ir. Después de que descubrimos el imperio incaico, la mayoría se quedó por allá, unos cuantos volvimos a España, yo vine en uno de los galeones que traía el oro del rey, pero hubo un motín a bordo y el barco se desvió.

Giulio lo miró con desconfianza.

—¿Se amotinaron? —preguntó.

—No. Yo no. Pero no podía hacer otra cosa, o hubiera sido ejecutado. Era el más joven, contaba apenas diecisiete años… Para lo que me sirve ahora… Esa maldita isla llena de insectos extraños, tal vez me ocasionaron esto la última vez que estuve allí.

—¿Qué isla? ¿De qué tiempos habla?

—La isla de los Guales, estaba habitada por negros e indios creek. A los negros los dejó allí un tal Ayllón, pues hubo una revuelta y los españoles no aguantaron los insectos. Corría el año 1537 y Pizarro ya tenía serios problemas en el Perú, yo no quise quedarme con él y embarqué para España.

—¡Oh, signore!, perdone mi ignorancia, pero mis viajes se han limitado a recorrer Europa. Nunca he cruzado el océano, no tengo idea de qué habla.

—No es importante. Al fin y al cabo moriré, ¿no piensa lo mismo, acaso?

—¡No diga eso! Siempre hay esperanza…

Martín de Paz tomó el tobillo de Giulio Clovio con fuerza. Este, que se hallaba sentado a su lado, intentó alejarse pero la mano inesperadamente enérgica del hombre lo mantuvo en su sitio. Hizo un gesto con la otra y Giulio se acercó. Parecía querer decirle algo al oído, a pesar de que estaban solos.

—Tengo oro. Mucho oro. El oro de los incas. Ha oído hablar de ellos, supongo.

—He escuchado algo, sí… —contestó Giulio con cautela.

—Soy muy rico, signore

—Giulio Clovio, para servirle.

—Sí, señor Clovio, poseo una fortuna, solo necesito ir allá y recuperarla, está a buen recaudo.

—¿Dónde es «allá»?

—A la isla de los Guales, en América, signore, pero con esta enfermedad… Tengo medios para sufragar un navío pero es imposible que las fuerzas me acompañen. Hasta mis amigos se han alejado de mí, los que dejé aquí en Italia me han repudiado. Debo de tener muy mal aspecto.

—No le voy a engañar, signore. Lo tiene, y no es para menos, con esa enfermedad… ¿cómo dice que se llama?

—¡Qué voy a saber yo cómo se llama! —contestó con impaciencia Martín de Paz. Lo que importa es que moriré y no podré hacer uso de esa fortuna, ¿comprende? Si al menos quisiera llamar a un médico de su confianza… Podríamos ser socios, le haría muy rico.

Giulio se tomó de la barbilla. Un médico. Claro que conocía a varios, él siempre estaba en manos de alguno, pero no quería que alguien se enterase de la estancia del hombre en la propiedad del cardenal Farnesio. Le interesaba la fortuna de la que hablaba el forastero, se le notaba sincero y él le creía. ¡Ah, si tuviera dinero! Sofonisba no se iría a la corte española como le había insinuado tantas veces.

—Está bien. Buscaré un médico de confianza ahora mismo. No se mueva, espéreme aquí, si tocan la puerta no haga ningún ruido, por favor.

—Vaya… vaya, que yo espero, muchas gracias, amico, será bien recompensado.

—Eso espero, signore Martín de Paz, yo no poseo fortuna, soy un acogido de esta casa, recibo un sueldo miserable… Si al menos tuviera con que pagar al médico…

—Tome esto y déselo. Estoy seguro de que querrá venir. —Puso en sus manos un doblón y una corona, ante la sorpresa de Giulio Clovio.

Va bene, signore, subito voy, espero que pueda encontrarlo libre.

Giulio cerró la puerta después de salir de la pieza y atravesó con cautela el jardín frente a la estancia donde preparaban los alimentos de la familia Farnesio. Vio al sirviente que solía llevarle la comida y se acercó a él.

—Saldré a buscar unos pigmentos que me hacen falta, Albertino.

El mancebo asintió con la cabeza, sin dejar de asear vigorosamente el mesón de la cocina, mientras reflejaba un gesto de extrañeza en el rostro.

Giulio sabía que le parecería raro que saliera a esas horas de la tarde, pero restó importancia al asunto. No era algo que le incumbiera. Caminó un largo trecho hasta llegar a una calle que se ensanchaba y se detuvo al pie de la escalinata que llevaba hasta la puerta del médico que últimamente había visto su afección de los oídos. Esperaba que pudiera curar al tal Martín de Paz, aunque le parecía difícil, pero no acceder a su petición hubiera resultado inhumano. Por otro lado se había despertado su curiosidad acerca del oro que decía tener en alguna parte del mundo. ¿Cuánto de cierto podría haber en aquello? ¿No sería una manera de contar con toda su atención para conseguir su ayuda? Se encogió de hombros y subió la escalinata. Levantó la pesada aldaba dejándola caer dos veces. Una sirvienta abrió la puerta.

Per favore, necesito ver al doctor Farinelli.

—Cómo no, don Giulio, pase.

La matrona dio vuelta y fue a buscar al médico. Poco después regresó y lo acompañó hasta una puerta entreabierta.

—¡Adelante, don Giulio!, ¿a qué debo el honor de su visita?, sabe que puede enviar a buscarme y con gusto lo atenderé —dijo el hombre detrás del escritorio y, poniéndose de pie, le tendió la mano.

—Cierto, mi querido doctor, pero esta es una situación especial. Le suplico absoluta reserva, no soy yo el que requiere sus servicios, sino una persona que tengo en casa.

Observó el gesto de interrogación en el rostro del médico, al tiempo que le indicaba el asiento. Giulio Clovio sacó las monedas y las puso sobre el escritorio.

—Vaya, un doblón y una corona de oro… Es una persona importante, supongo… —dijo el médico tocando ligeramente las monedas.

—Bueno, un amigo se encuentra en una situación difícil, doctor Farinelli, es necesario que usted venga conmigo ahora.

—Bien, bien —respondió el médico—, una emergencia es una emergencia. —Guardó las monedas entre los pliegues de sus ropas. Cogió su sombrero, su capa, un amplio maletín y se dirigió con el pintor a la puerta.

En el trayecto Giulio Clovio intentó explicarle la dolencia del hombre que había dejado en su casa, pero desistió. De todas maneras él lo vería en persona y sabría qué hacer.

Entraron por una pequeña puerta lateral, atravesaron los jardines sin pasar frente a la cocina y se encaminaron directamente hacia la pequeña casa que ocupaba el pintor dentro de la propiedad del cardenal Farnesio.

Martín de Paz yacía en el colchón, en la misma postura que Giulio Clovio lo había dejado. Al sentir el ruido abrió el ojo izquierdo con dificultad. El otro estaba cubierto por un hematoma de color oscuro que abarcaba parte de ese lado de su cara. El médico lo observó con atención, examinó su rostro, acercó el candil y miró detenidamente el pie que apenas entraba en el zapato. Lo descalzó y rasgó la calza. La pierna tumefacta y casi negra del enfermo apareció a la vista. La tocó, la olió, y se volvió hacia Giulio Clovio.

—Tiene muy mal aspecto. Si queremos salvarlo debo amputarla.

Terminó de rasgar la calza hasta la ingle y movió la cabeza negativamente.

—Tiene los genitales en muy mal estado. ¿Desde cuándo se encuentra así?

—Hace quince días solo sentía dolor en una parte de la cara y en la pierna, doctor, pero día a día la pierna ha empeorado, no encontré un médico que quisiera atenderme y me arrastré como pude hasta aquí. No quería estar en medio de la calle.

—E hizo bien, pero por desgracia no le puedo dar buenas noticias.

—¿Ni amputándole la pierna, doctor Farinelli? —acotó Giulio Clovio.

—Están comprometidos sus genitales y a cada minuto avanza la gangrena. Su rostro tampoco da buena señal. Puedo recetarle algo para el dolor, pero le haría perder la consciencia.

—Sí, doctor, siento mucho dolor, pero más me duele perder la vida. Necesito conservar la lucidez.

—No puedo comprometerme a más —respondió el médico ante su extraña afirmación—. Discúlpeme, pero la necrosis que presenta su organismo es muy rara, solo la he visto una vez hace tiempo, y el pronóstico, como ahora, no fue nada bueno. Es una enfermedad que se adquiere a través de alguna herida mal curada, ¿estuvo usted en algún sitio de aguas pantanosas o sufrió el ataque de alimañas?

—Soy marino. Estuve en muchos sitios —respondió escuetamente Martín de Paz—. Gracias, doctor, necesito estar lúcido. Quiero saber cómo es la muerte.

Sonrió de lado, como le permitía su cara medio paralizada, de imagen grotesca.

—Me apena mucho, amigo, no poder hacer nada por usted. Don Giulio, yo me retiro, conozco el camino, no se moleste.

—Gracias, doctor Farinelli. Por favor, permítame acompañarlo —insistió.

Caminaron con paso apresurado hasta la pequeña entrada más allá de los jardines y Farinelli se volvió hacia Giulio Clovio:

—Ese hombre morirá de todos modos. ¿Qué piensa hacer con su cuerpo?

—No lo sé… no lo había pensado —respondió Giulio Clovio con una mueca de preocupación.

—Si no le importa, permítame hacerme cargo. Quisiera hacer una disección, sabe lo que es, ¿verdad? Su enfermedad es interesante.

—Es estudiar el cuerpo después de muerto, ¿no?

—Tengo un ejemplar de la última edición del libro de Vesalio: De humani corporis fabrica, un libro que ha sentado cátedra acerca de las disecciones. Me interesa ese hombre, y, si no tiene deudos, sería ideal. Las familias generalmente se oponen a esta práctica.

—¿Vesalio, dice? ¿Y dónde está él?

—En la corte de Carlos V. Es el médico del emperador.

—Carlos V… arrebató parte de mi vida y todos mis bienes —masculló Gulio Clovio—. Odio a esa gente, y a Felipe, su hijo.

—Lo sé, lo sé… Pero lo pasado, pasó, ahora estamos en paz. ¿Me lo dará entonces? Podría enviar a alguien a retirar el cadáver.

—Sí, claro, por supuesto, doctor Farinelli, ¡qué haría yo con un muerto!, y menos dentro de esta casa. Le mandaré aviso, muchas gracias.

—Tome —dijo el galeno, extendiéndole un pequeño frasco—. Mézclelo con un poco de líquido y déselo en pequeñas dosis cuando sufra mucho. Es todo lo que puedo hacer. Lo obtuve de Teofrasto Paracelso, un eminente médico suizo.

Se despidieron y el pintor regresó presto a atender al enfermo. Le urgía hablar con él, presentía que tenía algo importante que escuchar.

—Ya estoy de regreso, amigo Martín, si me permite que lo trate con confianza, parece tan joven…

—Pero he vivido intensamente. Ahora sé que no tengo salvación. Justo cuando podría ser uno de los hombres más ricos, es como si algún castigo divino hubiera caído sobre mí. Aquí tengo lo suficiente como para rentar una embarcación, no se requiere de muchos hombres para llegar a la isla de los Guales, pero deben ser expertos marinos y haber hecho el trayecto al menos un par de veces. Si yo estuviera sano lo haría. Llegar a América no es tan difícil, lo hice varias veces.

—Pensar ahora en un viaje es inútil, no puede caminar sin ayuda y si la gangrena sigue su curso, ya ha escuchado la opinión del médico.

—Por supuesto que lo sé, buen hombre, eso lo sé. Ya no es importante. Pero a falta de alguien en este mundo, pues no tengo absolutamente a nadie, le ofrezco el secreto de mi fortuna. Fue el único que se compadeció de mí.

—¿A mí? Soy lo más lejano de un marino que se pueda imaginar. Soy pintor, y ni siquiera de cuadros grandes, mi especialidad y por lo que me tienen en esta casa son las miniaturas —contestó Giulio Clovio sonriendo con tristeza.

—Antes dijo que no le pagaban lo adecuado. ¿Quién es su patrón?

—El cardenal Alejandro Farnesio. Un joven que no aprecia realmente el arte, creo yo. Pero también doy clases de pintura, tengo buenos alumnos.

—Olvídese del tal Farnesio y hágase rico. ¿No tiene mujer? ¿Familia?

—Estoy solo, mi querido amigo. —Después de unos segundos agregó—: Amo a una mujer que no me corresponde.

—Verá que cuando sea rico ella lo mirará con otros ojos.

—No es la clase de amor que deseo, joven Martín.

Martín de Paz le entregó la talega que había traído consigo.

—Tenga, maestro. De nada me sirve ahora. Solo deje que permanezca aquí hasta que muera.

—Le mandaré decir una misa especial, Martín.

—No, no lo haga, no creo en Dios, aunque muera en casa de uno de sus representantes. Ya bastantes problemas le causará mi cuerpo.

—¿No desea donarlo a la ciencia?

Martín de Paz lo miró un buen rato en silencio.

—Haga lo que considere conveniente, le doy mi permiso. Después de muerto ya nada importa —dijo Martín con un grave deje de fatalidad.

—Voy a la cocina para que el sirviente traiga la comida, le pediré doble ración, y algo caliente le vendrá bien.

—No tengo hambre, pero le agradecería si pudiera conseguirme una botella de vino. Es mi debilidad, y ahora una prioridad.

Giulio sonrió ante la ironía del marino. Pensó que debió de ser un hombre alegre como todos ellos, dicharachero y mujeriego, verlo en ese estado entristeció su ánimo. Dejó la talega de cuero que le diera Martín dentro del cajón de un mueble y salió en dirección a la cocina.

—Albertino, ya estoy de regreso, ven que quiero que limpies un reguero de pintura, por favor.

—Cómo no, maestro. Enseguida.

Salieron a los jardines bajo la mirada de la cocinera y Giulio se dirigió al muchacho en tono cómplice.

—Albertino, consígueme una botella de vino, del bueno ¿eh? Y puedes quedarte con el cambio. No le digas nada a Brunetta, será nuestro secreto —dijo guiñándole un ojo—. Luego llévame la cena como siempre, pero es importante que no se lo digas, ¿has comprendido?

—Por supuesto, maestro. Confíe en mí.

El mozo salió corriendo en dirección a la puerta y Giulio regresó con el enfermo.

Lo encontró con los ojos cerrados, pero reaccionó en cuanto sintió su presencia, como si al saber su muerte cercana quisiera aprovechar cada segundo. Introdujo su mano entre la camisa y sacó con dificultad algo que a Giulio Clovio le pareció una tela gruesa.

—Amigo Giulio, sé que no es marino pero, por si algún día decide hacerse a la mar o contratar a personas confiables para retirar mi fortuna, le dejo este mapa. Espero sepa leerlo, aunque no es difícil averiguar dónde queda. Este mar separa las Américas, la del Norte y la del Sur. Frente a las costas de América del Norte, aquí, al norte de la península de la Florida, existe la pequeña isla de los Guales. Cualquiera que sepa cruzar el Mar del Norte conocido antes como el Mar Tenebroso, y que tenga una brújula y sepa leer las estrellas logrará dar con la isla.

Abrió bien el mapa, un tosco pedazo de lienzo endurecido, con el dibujo de una isla alargada muy cercana a una costa. Al norte de ella, una equis marcaba un lugar y a un lado, unas anotaciones en tinta negra.

—Me temo que esto para mí no tiene el menor sentido. No conozco nada del otro lado del Mar Tenebroso.

—La isla queda enfrente de la costa, amigo Giulio. Son tierras salvajes, pero fue el único lugar donde pude ocultar el tesoro. La penúltima vez que estuve allí un galeón nos dejó y se fue. Quedamos cuatro y uno de ellos murió de una fiebre. Ya nos habían contado que cerca de allí estuvo también Hernando de Soto, compañero nuestro en la expedición a la tierra de los incas y contrajo la misma enfermedad.

—Pues no veo cómo pueda yo llegar a esas tierras tan lejanas y peligrosas… ¿Por qué los abandonaron? ¿Y cómo salieron de allí?

—En realidad nosotros quisimos quedarnos, creímos que era tierra firme pero no era así, la idea era establecernos por allá y comprar tierras, pero fuimos atacados por los Guales, unos indios que no se parecían en nada a los incaicos, eran salvajes. A mi compañero poco después lo mataron los Guales. Yo me salvé de milagro, porque algunos de ellos me conocían de cuando el Santo Tomás encalló allí después de una tormenta. Construí una balsa y logré llegar a la costa, pero tampoco fue muy fácil. Es una tierra salvaje, estuve varios años rodando de un lado a otro tratando de encontrar gente de confianza para poder recuperar el tesoro, pero es un lugar lleno de forajidos, y yo siempre he sido de complexión débil.

Tres toques en la puerta anunciaron que Albertino había llegado con la cena y con el vino. Giulio Clovio se apresuró a recibir la colación y despachó al chico.

—Aquí tiene su vino, querido amigo —anunció Giulio sirviendo una generosa cantidad en la copa.

Martín de Paz se la tomó como un sediento y le extendió la copa vacía.

—Si debo morir, he de hacerlo en buena forma —aclaró con su acostumbrada sonrisa torcida.

—Pues no sé qué haré con ese mapa, amigo Martín. No me siento capaz de efectuar una expedición y, suponiendo que llegásemos a esa dichosa isla y encontráramos el tesoro, ¿quién me garantizaría que los demás no me maten para apropiárselo? No, gracias, tal como ahora vivo tranquilo. Ya no estoy para esos trotes.

—Se requiere de personas de mucha confianza, es verdad, tener don de mando y ser fiero y aguerrido, para inspirar respeto. La ley del más fuerte es la que vale en esos mares. —Dio un largo sorbo a la segunda copa y suspiró—. Muchos habrían matado por esta información —agregó señalando con la mirada el mapa—. Pero yo regresé a la isla después de cinco años, ¿sabe? Pude cargar una pequeña cantidad de monedas de oro, y regresé a Europa en un barco mercante. No me atreví a traer la carga completa porque no confío en nadie, debía esperar a tener mi propio galeón. Piense que era mi parte y la de los otros que habían quedado en esa isla.

—¿Y llegó solo a esa isla otra vez?

—No. Fui con cuatro marineros.

—De confianza, supongo.

—Hasta cierto punto, don Giulio. Cuando hay oro por medio no se puede confiar en nadie. No pregunte qué pasó con ellos, por favor.

Giulio Clovio experimentó la sensación de que el hombre no era sincero del todo. Lo atribuyó a que tenía mucho que ocultar, los marineros en general siempre le habían dado la impresión de ser embusteros.

—No se lo voy a preguntar. Ni quiero saberlo. ¿En serio no desea comer nada? Hay suficiente para los dos.

—No, amigo, alcánceme la botella, es lo mejor que puede hacer por mí.

Giulio le entregó la botella y se sentó frente a la pequeña mesa disponiéndose a cenar.

—¿Y cómo tardó tantos años en conseguir una embarcación?

—Estuve dando muchas vueltas, querido amigo. Tener tanto oro es casi como no tenerlo. No se puede confiar absolutamente en nadie. Si al menos lo tuviese aquí… pero ¡de qué sirve tan lejos! Tengo la desgracia de no inspirar respeto. Estoy seguro de que si hubiera conseguido volver allá me hubiesen asesinado para quedarse con todo. Así es esta vida, no hay honor, solo codicia.

—¿Y espera que yo pueda? No, querido amigo. Nadie menos apropiado que yo.

—Al menos tiene la protección de la Iglesia… Si hiciera arreglos con su cardenal…

—Con él menos que con nadie. Tiene razón, es difícil saber a quién elegir.

No hablaron más. Al terminar la cena vio que Martín se había dormido. A su lado, la botella vacía. Su respiración era agitada, como si espantara demonios en sus sueños.

Se compadeció del hombre. Una lástima terminar en ese deplorable estado después de haber recorrido el mundo. ¿Qué podría hacer con ese mapa? Si al menos la mujer que amaba le correspondiera sería capaz de lanzarse a una expedición semejante, pero ella había decidido ir a la corte de Felipe II, a quien él odiaba, no había traído sino desgracia a su vida. Todos lo adulaban.

El cuerpo exánime de Martín de Paz amaneció frío. Su última botella de vino fue el único testigo de su muerte durante la noche. Cuando Giulio Clovio lo tocó para cerciorarse, el rigor mortis ya se había hecho presente, por lo que dedujo que debió de morir muy poco después de quedar dormido. Envió una nota con Albertino y poco después vinieron unos hombres de parte de Farinelli a llevarse el cuerpo envuelto en unas sábanas. Salieron de la manera más discreta posible y Giulio Clovio mandó tirar el colchón donde había reposado el muerto. Su sorpresa fue mayúscula al abrir la talega de cuero que le había entregado Martín. En paquetes muy apretados, doblones y coronas de oro en cantidad suficiente como para considerarse rico hicieron que los ojos del pintor cambiasen de tamaño. Tal vez fuese cierto que en la tal isla de Guales existiese una fortuna, pensó. Pero le parecía tan remota la posibilidad de encontrarla como remoto le parecía el amor de Sofonisba. Decidió tomarse un descanso. Sus ojos lo necesitaban, hablaría con el cardenal Farnesio para ir a Galicia. Siempre quiso conocer la catedral de Santiago de Compostela y esa tierra maravillosa. Le habían hablado de la hermosa vista del fin del mundo, en donde la tierra acaba y el mar comienza… Necesitaba tomarse un descanso, le diría al cardenal que requería inspiración.