Pete fue el primero en salir a la superficie y vio que Holly y Ricky, mareados por el choque sufrido, se esforzaban por salir a flote sin conseguirlo.
—¡Atrapa a Holly! —dijo Pete a Pam, que ya nadaba hacia él.
Y mientras hablaba, el chico nadó en busca de Ricky. Entre tanto, Tom King, que también había emergido a la superficie, miraba a su alrededor. A cierta distancia vio a la pobre Sue que sacudía los brazos y escupía agua a más y mejor.
Con veloces brazadas, Tom llegó en seguida junto a Sue a la que subió sobre sus hombros, y nadó con ella hacia el «Cisne».
Llegó a la embarcación al mismo tiempo que Pete y Pam que llevaban a remolque a Ricky y Holly. Greg, entre tanto, seguía nadando en círculo y zambulléndose una y otra vez. Sacudiendo los brazos, gritó:
—¡Powell ha desaparecido!
Al instante, Tom se zambulló en el agua. Transcurrieron varios segundos, durante los cuales los niños levantaron la volcada embarcación y aguardaron, muy alarmados. ¿Dónde podía estar el señor Powell? La preocupación de los Hollister fue en aumento, al ver que tampoco el hawaiano daba ahora señales de vida.
—Lleva un minuto sin salir —murmuró Pete—. ¿Cómo puede resistir tanto rato sumergido?
En aquel momento, Tom subió a la superficie, llevando al señor Powell, que estaba inconsciente, en dirección a la motora. Con ayuda de Greg y Pete, el señor Powell quedó tumbado en la embarcación. Tom saltó en seguida a bordo y empezó a practicar al hombre inconsciente, la respiración artificial. Pronto el señor Powell entreabrió los ojos y balbució:
—¿Dónde estoy?
—Está ya a salvo —le tranquilizó Pam—. Tom le ha salvado.
Una vez que el director estuvo fuera de peligro, todos alabaron al hawaiano por su heroico comportamiento.
—No ha sido nada —dijo Tom, avergonzado—. En Hawaii vivo prácticamente en el agua.
En seguida intentó poner la motora en marcha, pero el motor había quedado inutilizado.
—Tendremos que remar hasta la orilla —decidió, por fin, Tom, sacando del fondo de la embarcación los remos.
Él cogió uno y Pete y Ricky empuñaron el otro. Greg y los demás se ocuparon de que el señor Powell estuviese cómodo.
Tom preguntó si alguien había visto cómo era el conductor de la motora rápida. Pero como el hombre había ido inclinado sobre el timón, nadie tuvo ocasión de verle bien.
—¿Por qué chocaría con nosotros, a propósito? —preguntó Pam.
Tom opinó que aquel hombre había tenido intención de herirle a él, para evitar que hiciese más esfuerzos por conseguir la herencia.
Holly anunció entonces que ella había podido ver muy bien cómo era la motora.
—Estaba pintada de blanco y tenía dos anclitas rojas en la proa.
—¡Buena chica! —aplaudió Tom—. Eso nos servirá para identificarla.
Cuando llegaron a la orilla, la señora Hollister y varios empleados de la firma cinematográfica acudieron a recibirles. Nadie había presenciado el accidente y todos quedaron muy sorprendidos cuando les contaron lo ocurrido.
Después que los niños saltaron a tierra, Greg y Tom ayudaron a salir al señor Powell, que ya se sentía mucho mejor.
—Nunca le agradeceré bastante el que me haya salvado la vida —dijo al hawaiano el director, que luego explicó que había quedado medio inconsciente a causa de la colisión y terminó por no poder seguir braceando en el agua. Se habría ahogado, de no ser por Tom.
—¿Querrá usted pensar en la posibilidad de trabajar en nuestra película, Tom? Tenemos una escena de salvamento para la que necesitamos un buen submarinista. Usted sería el hombre ideal.
Tom contestó que le entusiasmaría tener ese trabajo.
—Entonces, queda usted contratado desde ahora —dijo Powell.
El hawaiano sonrió ampliamente, explicando que ahora tenía la posibilidad de quedarse en Orient Harbor, cosa que entusiasmó a los niños Hollister.
El señor Powell reunió a sus empleados para decirles que los ensayos se suspenderían durante unos días, hasta que él se sintiera más fuerte. Pam cuchicheó al oído de Pete:
—Ahora tendremos tiempo de buscar pistas sobre la herencia.
—Mañana podemos ir al museo —propuso Pete.
A la mañana siguiente, mientras la señora Hollister se llevaba a los demás a visitar la población, Pete y Pam acudieron al museo. Buscaron al señor Dooley y se presentaron. El celador del museo pareció muy contento de conocerles. Cuando los niños le preguntaron si tenía libros que hablasen de las últimas épocas de los navíos clíper, el celador replicó:
—Algunos tenemos. Venid conmigo.
Les condujo hasta una pequeña biblioteca y cogió un libro de una de las estanterías. Se titulaba «Últimos días de los navíos clíper».
¡Qué interesante era! Por aquel libro se enteraron los niños de que los clíper fueron utilizados durante muchos años y que hasta 1900 hubo uno que hacía la travesía de Italia a América del Sur. Pero los otros no fueron tan afortunados. Muchos naufragaron en el Cabo de Hornos. Otros se incendiaron. Por desgracia no había información escrita de lo que le había sucedido al «Jefe Alado».
—Me han dicho que los que están haciendo la película tampoco han encontrado información —dijo el señor Dooley—. ¿Queréis visitar el museo?
—Nos gustará mucho —contestó Pam.
El anciano celador fue acompañándoles de una a otra por todas las salas de exhibición, mostrándoles objetos marinos de la antigüedad, y preciosas miniaturas de navíos clíper. Luego les pasó a la sala polinesia, donde los dejó solos porque tenía que hacer.
—¡Qué sitio tan maravilloso! —exclamó Pam.
Aquella sala estaba llena de chucherías y curiosidades que los capitanes de navíos clíper habían llevado desde las Islas del Pacífico. Pam admiró los faldellines hechos con largas hierbas y las piezas de adorno, de complicada talla, mientras que a Pete le llamaron más la atención las espadas hechas con dientes de tiburón y los escudos usados por los nativos.
—¡Mira esto, Pete! —dijo Pam, al cabo de un rato, acercándose a una cara, tallada con rasgos grotescos, colocada sobre un pedestal.
Pete leyó la inscripción, hecha muy cerca de la base. Era un ídolo, tallado a mano por los nativos. Debajo, en letras más pequeñas, añadía: «Donación del capitán del “Jefe Alado”».
—¡Zambomba! Esto puede ser una pista importante —dijo Pete.
Como no se veía más información en el exterior de la figura, Pam propuso:
—Vamos a mirar debajo.
—De acuerdo. Yo inclinaré un poco la figura y tú miras.
Cuando Pete hizo lo que decía, Pam ahogó una exclamación de asombro. Debajo de la figura, con un tipo de caligrafía ahora pasado de moda, podía leerse: «El “Jefe Alado”. Orient Harbor 1849 Boston 1890».
Pete volvió a dejar la figura sobre su pedestal.
—Eso quiere decir que el clíper acabó yendo a parar al puerto de Boston —dijo el chico.
Los niños corrieron a contar al señor Dooley lo que acababan de descubrir.
—Huummm —masculló el celador—. Más de un clíper fue desmantelado en Boston.
—Esto podría ayudarnos a encontrar el diario de navegación del «Jefe Alado» —opinó Pam, nerviosísima.
El señor Dooley contestó afirmativamente, pero añadió que no había más de una posibilidad por cada mil de que aquel diario fuese hallado, después de tantos años.
Los dos hermanos regresaron al hotel. Su familia ya había regresado de su visita por la población.
—¡Tenemos que ir a Boston en seguida! —dijo Pam, explicando, luego, por qué motivo.
—Creo que debemos investigar empezando por el mascarón que vieron Ricky y Holly —opinó Pete.
La señora Hollister dijo a los niños que había prometido a Lisa acudir a la reunión de la sociedad histórica, aquella tarde.
—Pero tal vez a Tom le gustara acompañaros —sugirió.
Pam llamó a Tom por teléfono y el hawaiano dijo que le encantaría llevarles a Boston en el tren de aquella tarde.
A las tres estaban todos en la Estación Norte, encaminándose a la tienda en donde estaba el mascarón.
—Nunca había jugado a detectives —bromeó Tom, mientras entraban en la tienda.
Pete preguntó al dependiente si el mascarón de la puerta había pertenecido al «Jefe Alado».
—Creo que sí —repuso el hombre.
—¿Sabe usted quién lo colocó ante esta puerta?
El dependiente no lo sabía, pero les dio las señas del dueño de la tienda para que fuesen a preguntar. Todos se encaminaron a aquellas señas. Sue iba asida a la mano de Tom. Cuando llegaron, salió a abrirles un hombre de mediana edad. Al preguntarle Pete por aquel mascarón, el hombre dijo:
—Para eso tendréis que ver a mi tío. Él se ocupó de desmantelar el «Jefe Alado».
—¡Pues debe de ser viejísimo, canastos! —exclamó Ricky.
El hombre contestó que así era:
—Tío Joe es uno de los hombres más viejos de Boston. Pero tiene buena memoria y le gustará responder a vuestras preguntas.
Después de darles las señas de una casita situada a una milla de distancia, el hombre despidió a los Hollister.
Salió a abrirles la puerta el mismo tío Joe.
—¡Caramba! ¡Visitantes jóvenes! ¡Celebro conoceros!
Cuando Pete le preguntó por el «Jefe», el viejecito dijo:
—Pasad y sentaos. Os contaré lo que sé.
Tío Joe les llevó al interior de su aseado y pequeño apartamiento. A los Hollister, aquel anciano les recordaba mucho al señor Sparr, de Shoreham. Tenía un barco en miniatura sobre la mesa y un gran timón sobre la chimenea.
Cuando Pam le dijo que estaban buscando el diario de navegación del «Jefe Alado», el anciano se llevó una mano huesuda a la cabeza casi calva.
—Mucha gente ha intentado localizarlo, pero no lo ha conseguido. El paradero del viejo diario de navegación es uno de los grandes misterios del puerto de Boston.
—¿Qué ocurrió con el barco? —preguntó Ricky.
Tío Joe dijo que el navío había sido desmantelado bajo su dirección y la madera se utilizó para construir un mercado de pescado.
—¿Cerca de aquí? —preguntó Pete.
—A un trecho de aquí, a orillas del mar. A los clientes les gustaba aquel viejo cuadro.
—¿El del camarote del capitán? —se le ocurrió preguntar a Pam.
—Exacto. Lo colocaron en el fondo del mostrador del mercado y estuvo allí durante años.
—También estábamos buscando eso —dijo Pam.
—¿Podría usted llevarnos a ese mercado? —pidió Pete.
El anciano contestó que no podía salir de su apartamiento porque padecía artritis; pero dio a los Hollister y a Tom King la dirección del mercado.
—Muchas gracias —dijo Pete, al salir—. Iremos ahora mismo.
Tom tuvo dificultades para mantener a los niños a su paso, pues todos querían ir corriendo, para llegar cuanto antes al viejo mercado. Una manzana de casas antes de llegar a la orilla del agua todos oyeron fuertes martilleos.
—Parece que están derrumbando un edificio —murmuró Pete.
Los ojos de Pam reflejaron miedo.
—¿Tú crees que…? —empezó a decir.
—¡Yo creo que sí! —dijo Tom al oírles.
Ante un edificio medio derruido se hallaban grandes camiones y una gran grúa, de la que pendía una enorme bola oscilante. La bola se estrellaba repetidamente contra las paredes del edificio. Mientras los escombros iban cayendo sobre la acera, una pala automática los recogía para echarlos en una de las camionetas.
—¡Dios mío! —murmuró Pam anonadada—. Ya nunca podremos encontrar el diario de navegación.
—No estés tan segura —dijo Pete, mientras se acercaba a uno de los obreros—. ¿Es aquí donde estaba el mercado de pescado?
—Sí. El mercado ocupaba parte de este edificio —dijo el hombre—. Pero esa zona se derrumbó ayer.
Pete preguntó dónde estaban los escombros y el obrero repuso que habían sido llevados a un solar de la calle cercana.
—Precisamente pasada esa esquina.
Los niños se alejaron de Tom, en su prisa por llegar al solar. Allí pudieron ver montañas de viejas vigas, tablones, pedazos de cemento y marcos de puertas.
Los Hollister treparon por los escombros y empezaron a buscar con interés cualquier cosa que pudiera ser una pista. Al cabo de un rato, Pam encontró un pedazo de madera rectangular, cubierto de cemento. Mientras pasaba una y otra vez las manos sobre la superficie, la niña exclamó:
—¡Es la pintura del camarote del capitán!
Pete se acercó a su hermana, para ayudarla a quitar el polvo del cuadro. Debajo apareció una hermosa, aunque algo descolorida, pintura de un clíper.
Muy nerviosos, los niños siguieron limpiando el polvo blanco que cubría el resto de la pintura. De pronto, sin querer, a Holly se le despegó un trocito de madera.
¡Clic! Un trocito del panel retrocedió, dejando a la vista una cavidad en la madera. Y dentro había ¡un libro negro!