A todos los Hollister se les ocurrió, inmediatamente, la misma idea: Tom King nunca había mencionado al señor Barrow.
Por lo que ellos sabían, el hawaiano no tenía en América otros amigos que los Hollister. Sin embargo, el señor Hollister dijo, cordialmente:
—Siéntese usted, caballero, y hablaremos.
Pete y Pam tenían los ojos fijos en el visitante. Les parecía muy probable que fuese la misma persona que les había seguido por la noche y que estuvo preguntando en el Centro Comercial por Tom King. Ahora quería apoderarse de las copias de los bocetos. ¿Por qué?, se preguntaron los dos hermanos.
El señor Barrow se sentó, muy envarado y nervioso.
—Realmente, no hay nada de qué hablar —dijo al señor Hollister—. Y por desgracia, tengo una prisa tremenda. Si usted me da esas copias… —insistió, persuasivo.
—Me temo que no vamos a poder dárselas —dijo con toda amabilidad la señora Hollister—. El señor King nos encargó que se las conservásemos.
—Tenemos que guardarlas hasta que él nos diga algo —explicó Holly.
—Y no sabemos quién es usted —añadió el señor Hollister—. ¿Lleva usted algo que justifique su identidad?
—Desde luego. Eso no es problema —replicó el hombre, con voz suave, sacando su cartera.
De la cartera extrajo una carta que mostró al señor Hollister. Los niños se agruparon en torno a su padre y al visitante, para ver la carta. Estaba escrita a máquina en un impreso de la Compañía Cinematográfica Pacific Coast e identificaba al señor Barrow como su representante para la zona este.
Después de leerla, el señor Hollister le pasó la carta a su esposa, diciendo:
—Me parece correcta.
El señor Barrow movió afirmativamente la cabeza.
—Ya sabía yo que no habría problemas.
—¿Tiene usted alguna carta de Tom King autorizándole para recoger los bocetos? —preguntó el señor Hollister.
A Pam le latió apresuradamente el corazón. Al principio había tenido miedo de que su padre entregase al visitante las copias de los bocetos. Pero ahora veía que también el señor Hollister demostraba demasiado recelo.
El visitante entornó desagradablemente los ojos, pero su voz siguió siendo calmosa.
—Francamente, creo que Tom no consideró necesaria tal cosa.
Ricky no pudo seguir callado más tiempo y preguntó:
—¿Para qué quiere usted los dibujos del clíper?
El señor Barrow arqueó las cejas al replicar:
—No quisiera ser grosero, pero, con sinceridad, no creo que eso sea asunto de tu incumbencia, jovencito.
—Pero ¿cómo podemos saber nosotros que es usted amigo de Tom? —objetó Pam—. No sabemos nada de usted.
El visitante se puso encarnado, pero hizo un esfuerzo por contenerse.
—Con franqueza, niños, no creo que tengáis ningún derecho sobre las copias del viejo clíper.
—Pero nosotros encontramos el maletín, cuando se perdió —se defendió Ricky—. ¿No se lo ha dicho Tom?
—Pues… sí, sí. Claro —contestó Barrow, esforzándose por sonreír y comportarse con calma.
Entonces a Pete se le ocurrió un plan para saber si el señor Barrow decía la verdad.
—¿Le contó Tom cómo encontramos el maletín en el garaje? —preguntó.
—Claro, claro. Me lo contó todo —contestó Barrow, casi jovial.
Pete tuvo deseos de descubrir en voz alta que aquello era mentira, pero no dijo nada. Sólo dirigió a su padre una mirada significativa.
Con voz firme, el señor Hollister dijo:
—No le entregaré a usted las copias, señor Barrow, hasta que traiga una carta de Tom solicitándolo así.
—Pero… ¡pero es que necesito las copias ahora! —balbució el hombre—. Le exijo que me las entregue inmediatamente.
—¡No se las des, papá! —pidió Pete, sin poder seguir callando—. No creo que esté diciendo la verdad.
—¡Tú no te metas en esto! —bramó el visitante, con ira.
Pero el señor Hollister, mirando fijamente al visitante, declaró:
—Creo que mi hijo tiene razón. De modo que si es todo lo que tiene usted que decir, haga el favor de marcharse.
—No me iré hasta que tenga…
Antes de concluir su frase, el visitante quedó inmovilizado cuando «Zip», que había oído voces desconocidas, llegó corriendo desde la cocina. El animal se dio cuenta en seguida de que ocurría algo anormal. Cuando el desconocido le miró amenazadoramente, «Zip» gruñó entre dientes.
—¡Quieto, muchacho! —le ordenó Pete.
—¡No se atrevan a lanzar su perro contra mí! —gritó Barrow, retrocediendo hacia la puerta.
—No íbamos a hacerlo —contestó Pam, muy tranquila.
—¡Apártenlo de mí! —ordenó Barrow, en vista de que «Zip» seguía gruñendo.
El hombre llegó a la puerta, hizo girar el picaporte y cuando estuvo fuera, en voz baja y amenazadora masculló:
—¡Se arrepentirán de esto!
Mientras Barrow ponía en marcha su coche, la señora Hollister comentó:
—Verdaderamente, todo esto es muy enrevesado. Pero estoy segura de que hemos obrado bien. Si Tom King hubiera querido que entregásemos las copias de esos dibujos a Barrow nos lo habría advertido.
Seguían los Hollister hablando sobre su extraño visitante, cuando por el camino del jardín entró un coche de la policía.
—¡Oooh! Estoy seguro de que el señor Barrow ha ido a decir algo de nosotros a la policía —dijo Ricky.
—Pues no tenía ningún motivo de queja —contestó Pete, muy enfadado.
Cuando del coche oficial salió un hombre joven, Holly exclamó:
—¡Es el oficial Cal!
La niña salió al porche y corrió por el prado para ir a saludar a su amigo.
—¿Ha dicho algo malo de nosotros el señor Barrow? —preguntó en seguida la pequeña.
—¿Barrow? No sé nada de ningún Barrow —dijo Cal, muy serio—. No he venido a veros por nada de eso.
Cuando el resto de la familia acudió a saludarle, Cal quedó un momento indeciso y con expresión preocupada.
—¡Qué seriote está! —observó Holly—. ¿Le pasa algo malo?
—Lamento tener que daros malas noticias —contestó el policía.
—¿Le ha pasado algo a «Domingo»? —inquirió, alarmado, el pelirrojo.
—Nada de eso. Es que vuestro amigo, Tom King, ha tenido mala suerte.
Los Hollister ahogaron un grito de angustia y Sue susurró:
—Por lo menos que no se haya «hacido» daño.
—No es nada serio, de todos modos —dijo Cal, deseando tranquilizarles.
Y explicó a los Hollister que la policía de Massachusetts había informado al cuartelillo de policía de Shoreham de que el coche de Tom King se había visto lanzado fuera de la carretera, a causa de un impacto sufrido con otro vehículo. Los dos hombres que iban en el otro coche ataron y amordazaron luego a King.
—¿Por qué habrán hecho una cosa tan mala? —protestó, compasivo, Ricky.
—¡Para robarle! —repuso Cal, gravemente—. ¡Le han quitado los bocetos del clíper!
—¡Qué horror! —murmuró Pam.
—¿Y Tom? ¿Se encuentra bien? —preguntó la señora Hollister.
Cal dijo que el hawaiano, aunque había sido maltratado, no había sufrido ningún daño grave.
—Se ha marchado a Orient Harbor, pero sin los bocetos —añadió Cal.
—Hay tres personas interesadas en esos dibujos —comentó Pete, que a continuación habló a su amigo Cal del misterioso visitante—. ¿No estaría Barrow de acuerdo con los dos atacantes del coche?
—A nosotros nos parece que ese Barrow es un… un impostor —informó Ricky, encontrando por fin la palabra adecuada.
—¿Quiere usted comprobarlo, Cal? —pidió Pam.
—Voy a hacerlo ahora mismo.
El policía fue a su coche, seguido de los Hollister. Tomó el transmisor de radio y habló con el cuartelillo, diciendo que se enviase un teletipo a California, para pedir información de la compañía Pacific Coast y de su agente, el señor Barrow.
Mientras esperaban respuesta, los Hollister hablaron del misterio con Cal. ¿Por qué podía tener alguien tanto interés en los bocetos? ¿Y por qué la compañía cinematográfica de Barrow quería, al mismo tiempo, las copias? ¿Y por qué el señor Dooley pensó en seguida que debía advertirles que guardasen bien las copias?
—Otra vez los Hollister os habéis metido en un gran laberinto —sonrió Cal—. Espero que podáis resolver este caso tan bien como habéis resuelto los demás.
En aquel momento sonó la radio del coche y una voz hueca, anunció, desde el cuartelillo:
—No existe tal compañía cinematográfica en la Costa Oeste.
—¡Todo era falso! —exclamó Pam.
—Y «Zip» se dio cuenta, en el acto, de que ese hombre era malo —dijo Holly, muy orgullosa de su perro, al que acarició el lomo.
Todos a un tiempo, los niños quisieron dar a Cal una descripción del visitante y de su coche.
—Estaré atento, por si le viera —les prometió Cal.
—¿Puede llevarse los bocetos y guardarlos en la caja fuerte de la policía? —pidió Pete.
—Con mucho gusto.
Pam fue a buscar las copias y se las entregó al policía. Luego todos despidieron a Cal y estuvieron en el jardín hasta que el policía subió al coche y se alejó.
Los niños estaban tan nerviosos, pensando en aquel misterio que, a la hora de acostarse, no sentían ningún deseo de dormir. Mientras se ponía el pijama, Ricky oyó reír a Holly y Sue en la habitación inmediata. El pequeño fue en seguida a llamar a la puerta y asomó la naricilla para ver qué ocurría.
—Juguemos a algo —propuso en seguida.
—¿A qué? —dijo Holly.
—¿A saltar sobre el globo?
La proposición de Ricky fue aceptada con grititos de entusiasmo por las dos niñas. El pecoso había inventado aquel juego hacía tiempo. Se trataba de levantar una punta de la sábana de la cama y dejarla caer rápidamente, de modo que quedase aire debajo. Así la sábana tenía el aspecto de la parte superior de un globo. Los niños, que esperaban al pie de la cama, saltaban sobre la sábana ahuecada.
—Tú la primera, Sue —dijo Holly, levantando la sábana.
La pequeñita dio un salto. ¡Plop! La sábana se aplastó y la niña gritó, entusiasmada:
—¡Vivaa!
Cuando le llegó el turno a Holly, se lanzó con tanto entusiasmo, que aterrizó de cabeza, con las piernas en el aire.
—Ahora me toca a mí —dijo Ricky.
Holly levantó mucho la sábana para que quedase aún más hueca y Ricky, que esperaba de puntillas en el borde de la cama, se tiró alegremente.
—¡Allá voy! —gritó.
Pero en lugar de aterrizar en el centro del «globo», resbaló hacia un lado y ¡cataplum! Se encontró caído en el suelo.
—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó a gritos la madre, subiendo, muy asustada, las escaleras—. ¿Quién se ha caído?
—Yo —confesó el pecoso, sonriendo, avergonzado, mientras se frotaba el muslo derecho.
Luego echó a andar, cojeando más de lo normal y haciendo una horrible mueca, para que sus hermanas se rieran. Y desapareció en su habitación, diciendo que se encontraba muy bien.
Al decir sus oraciones, Sue se acordó de Tom King y pidió que no le ocurriese nada malo y pudiera recobrar los dibujos que le habían robado.
—Ya «sabo» que todo va a salir bien —dijo luego, muy seria, poniéndose en pie para meterse en la cama.
Holly, que también había estado rezando de rodillas, se acostó, igual que su hermana.
«Zip» saltó a la cama de la pequeñita y se enroscó a sus pies. Pronto toda la casa estuvo silenciosa. La familia dormía. En plena noche «Zip» se despertó, desperezándose y puso las orejas muy tiesas. Luego aulló y dio un sordo ladrido, al tiempo que corría escaleras abajo.
Los movimientos del perro despertaron a Sue, inmediatamente.
—«Zip», guapín, ¿qué te pasa? —preguntó la chiquitina.
Pero ya el perro estaba en la planta baja y la niña oyó en aquel momento un ladrido agudo. Asustada, Sue saltó de la cama y fue a avisar a Pam.
—De prisa, Pam. No sé qué pasa abajo.
Pam se sentó en la cama y escuchó. Los ladridos de «Zip» se convirtieron en un aullido ahogado que pronto dejó de oírse.
Entonces ya estaba despierta toda la familia. Poniéndose apresuradamente las batas, encendieron las luces y bajaron corriendo, para ver qué sucedía.
Pete miró en seguida hacia el escritorio de la sala. ¡El cajón de arriba estaba abierto y todos los documentos desparramados por el suelo!
Pam fue la primera en ver a «Zip», tendido junto al escritorio. La niña dio un grito y corrió hacia el animal.
¡El fiel perro pastor yacía en el suelo, inconsciente!