Dave Meade, lo mismo que los Hollister, quedó muy impresionado al enterarse de lo valiosos que eran los bocetos e incluso las copias del viejo clíper.
—Menos mal que el señor Dooley le ha advertido a usted —comentó el amigo de Pete—. Parece como si pudiera haber alguien que quiera intentar robar las copias.
Pete y Pam se miraron; acababan de tener la misma idea. ¿Podía tener algo que ver con aquel misterio el poco amable conductor de la chaqueta a cuadros? En voz alta, Pam dijo:
—Será conveniente que tengamos en cuenta lo que ha dicho el señor Dooley. —Entonces se acercó al escritorio de su madre y probó a abrir el cajón en que se habían guardado las copias de los bocetos. El cajón estaba cerrado con llave—. Aquí están bien guardados.
—Entonces, los conservaréis sanos y salvos —sonrió el señor Sparr.
Antes de que el viejecito se marchase, los Hollister le invitaron a ver cómo adelantaba su trabajo con la barca de remos.
—¡Extraordinario! Va a resultar muy rápida y hermosa —dijo el anciano—. Podrá hacer, por lo menos, veinte nudos.
—¿Veinte nudos? —repitió Ricky, con los ojos a punto de saltar de sus órbitas a causa del asombro—. Yo no veo ningún nudo.
Pete, riendo, explicó:
—Nudos es la velocidad a que puede avanzar una embarcación sobre el agua.
—¿Y veinte nudos es lo mismo que veinte millas por hora? —preguntó Holly.
Todos los ojos se posaron en el señor Sparr, esperando una respuesta.
—Pues… Casi, casi.
El señor Sparr explicó a continuación que los antiguos romanos llamaban milla a una medida equivalente a 1454 metros, aproximadamente, mientras que la milla moderna medía 1609 metros. Una milla marina o náutica es 1/60 parte de un grado de latitud.
—¡Canastos! —exclamó Ricky, parpadeando repetidamente—. ¿Qué quiere decir todo eso?
El anciano se rascó la espesa barba al decir:
—Para simplificar las cosas voy a decirte que una milla náutica equivale a unos 1852 metros, y que se miden por nudos.
—¿Cuántos nudos habrá de un lado a otro del Lago de los Pinos? —preguntó Dave.
—Se habla de nudos sólo cuando se trata de citar velocidades —aclaró el señor Sparr—. La distancia se cuenta por millas náuticas y la velocidad por nudos. Por eso antes he dicho veinte nudos por hora.
—¿Cuántos «dos» por hora? —preguntó Sue que no había entendido nada y quería hacerse la importante.
Todos se echaron a reír y Pam explicó:
—Nada de dos, Sue. Son nudos.
—¡Aah! ¿Como los de los cordones de los zapatos?
Otra vez la ocurrencia de la pequeñita hizo reír a todos. Pero los niños callaron cuando el señor Sparr dijo:
—Eso, exactamente. El nombre viene del sistema que utilizaban los navegantes para medir la velocidad. Dejaban caer un madero o un tronco, por la popa del barco. Al tronco iba atada una cuerda ligera en la que se habían hecho nudos a intervalos siempre iguales. El marinero que sostenía la cuerda tenía que contar cuántos nudos iban pasando en determinado espacio de tiempo. De ese modo conocían a qué velocidad viajaban.
—Ya comprendo —dijeron, a un tiempo, Pete y Pam.
Pero los demás tuvieron que pedir que les repitieran la explicación. Por fin, creyeron que ya lo habían entendido y dieron las gracias al amable señor Sparr. El viejecito sonrió, afirmando:
—Todos seréis ya unos perfectos lobos de mar, cuando hayáis terminado de construir vuestro clíper.
Cuando él se marchó los Hollister, ayudados por Dave Meade, continuaron trabajando en el barco. Las niñas llevaron las velas terminadas.
—Están muy bien hechas —dijo Pete, alabando el trabajo de sus hermanas.
Mientras Dave sostenía la embarcación a orillas del lago, Pete ajustó los penoles al palo de mesana. Empezó por el peñol más alto y fue bajando, hasta haberlos colocado todos.
—Ahora los cordajes —dijo Pete, saltando de la barca al embarcadero para coger el rollo de cuerda.
Después de estudiar la miniatura del «Nube Voladora», Pete se dio cuenta de que las jarcias se usaban para cambiar la posición de las velas con objeto de aprovechar lo más posible la dirección favorable del viento.
De repente, Dave llamó la atención de sus amigos, diciendo:
—¡Mirad quién viene por el camino del jardín!
Pete volvió la cabeza para mirar y al momento se puso serio. Joey Brill llegaba hacia ellos, pedaleando en su bicicleta. Se detuvo a poca distancia de los muchachos y desmontó.
—No sé por qué estáis tan sorprendidos —dijo Joey—. Me he enterado de que Will Wilson os devolvió la cuerda.
—No me extraña que tú tengas la frescura de hacer esas cosas —respondió Pete, con desprecio.
—No me mires así, que no fue idea mía —protestó Joey.
Dave Meade y Pete se miraron; luego, levantaron la cabeza y empezaron a silbar.
—¿De modo que no me creéis? —gruñó Joey.
Nadie respondió a su pregunta. Por el contrario, Pete dijo:
—¿Quieres decimos qué haces aquí?
—Nada. Sólo quería ver cómo construís vuestro barco.
Pam acabó entonces de rematar los dobladillos y Sue, muy orgullosa, acercó las tres velas a sus hermanos.
—¡Tienen buen aspecto! —declaró Joey asombrando a los Hollister, que no le habían visto mostrarse tan educado desde hacía mucho tiempo.
—Son «perciosas» —notificó Sue—. Igual que las de «Nube Voladora».
—¿Qué es eso?
—El clíper chiquitín. El que tú nos mojaste —contestó la chiquitina.
—No lo he visto.
—«Pes» es muy valioso —declaró, muy formalmente, Sue—. Y también tenemos unos dibujos valiosos. ¿Verdad, Pete?
El hermano mayor se llevó un dedo a los labios para indicar a la niñita que no debía decir nada más. Cuando Joey se dio cuenta de esto dijo con desprecio:
—Está bien. Si es un gran secreto, no me lo digáis. Pero quiero ver esa «Nube Voladora».
Al principio, Pete no deseaba mostrarle el barquito, pero como Joey suplicó que se lo dejasen ver, el mayor de los Hollister acabó diciendo:
—Si prometes cuidarlo mucho, te dejaremos ver nuestro clíper miniatura.
—Claro, claro. No voy a estropearlo.
Pete entró en la casa y volvió con el preciado modelo del señor Sparr.
—¡Hum! No está mal —murmuró. Joey, tomando el pequeño navío de manos de Pete, para examinarlo con atención.
Un momento después se acercó a la orilla, diciendo:
—No debes meterlo en el agua —le advirtió Pete—. Anda, devuélvemelo.
—Pero déjame que lo ponga a nadar sólo una vez —pidió Joey.
—¡No! Las piezas encoladas se despegarían —dijo Ricky—. Ya nos ha pasado una vez.
—Pero un minuto solamente, dentro del agua, no perjudicará en nada a la cola.
—Devuélvemelo ya —pidió Pete, alargando la mano hacia el barquito.
A Joey siempre le enfurecía que le dijeran lo que debía hacer o no. En aquel momento, se apartó de Pete, lleno de rabia.
—De todos modos, meteré vuestro barcucho en el agua —dijo.
—Será mejor que no lo hagas.
—¿Quién va a prohibírmelo?
—¡Yo! —dijo Pete, con los ojos brillantes de indignación.
Dave Meade corrió a colocarse junto a su amigo, diciendo:
—Si me necesitas, Pete, yo te ayudaré.
—Gracias, pero no necesito ayuda —contestó Pete que, al mismo tiempo, alargó la mano y cerró los dedos en torno al barquito—. ¡Dámelo ya!
—Os imagináis que esta birria de barco es de oro —se burló el chicazo.
Y, de improviso, con un empujón, dejó el barco en manos de Pete. Éste, desprevenido por el empellón, retrocedió de espaldas y fue a caer sobre el rollo de cuerda. Pero, pensando antes que nada en el barquito, Pete lo sostuvo en alto, evitando que se estropease.
Sin embargo, el comportamiento de Joey, que había prometido tratar bien la miniatura, indignó a Pete quien, al cabo de un instante, se puso en pie y dejando el pequeño velero a Dave, dijo al camorrista:
—¡Sal de nuestro jardín, Joey Brill!
—Échame, si te atreves.
Pete dio un fuerte empujón a Joey. Joey respondió con otro. En seguida, los dos chicos se enzarzaron en una pelea cuerpo a cuerpo y sin darse cuenta se enredaron los pies entre la cuerda.
Por casualidad, una parte de la cuerda quedó apretando el tobillo de Joey, que perdió el equilibrio. ¡Zas! Joey se golpeó fuertemente la frente en la borda de la barca.
—¡Ayy! —gritó.
En seguida, Pete le ayudó a levantarse diciendo que lamentaba que Joey se hubiera hecho daño.
—Ha sido por tu culpa —gritó el otro, todavía saltando de un lado a otro, sin saber soportar el dolor.
El alboroto que, con todo esto, se había producido llamó la atención de la señora Hollister que llegó desde la casa, acompañada de Pam y Holly. Sobre el ojo derecho de Joey empezaba a asomar un bulto morado.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Hollister, aproximándose a examinar la frente del chico—. Se te pondrá todo el ojo negro, como no hagamos algo en seguida. Quizá podamos hacer que baje la hinchazón con un poco de hielo.
Inmediatamente, hizo que Pam fuese a buscar unos cubitos al refrigerador. La niña volvió en seguida con un plato lleno de hielo. Su madre envolvió tres cubitos en un pañuelo y los oprimió sobre la frente de Joey.
—Si lo sostienes así unos minutos, seguramente bajará la hinchazón, Joey —dijo.
Luego, la señora Hollister aconsejó al muchacho que se marchase a su casa a tumbarse, hasta que se encontrase mejor.
—Sigue aplicándote hielo —añadió.
Joey montó en su bicicleta, todavía sosteniendo el pañuelo con hielo en su frente. La señora Hollister volvió a la casa, sin prestar más atención al chico, que ya pedaleaba, camino de la salida. Pete iba detrás, llevando el barquito. Holly seguía de cerca a su hermano.
Ella era la única que continuaba mirando al camorrista. Por eso pudo ver que, inesperadamente, el chico desmontaba de su bicicleta y se volvía, empuñando en alto el pañuelo con los cubitos de hielo.
—¡Cuidado, Pete! —gritó la pequeña, viendo que el otro arrojaba el pañuelo a su hermano.
Pero Joey tenía mala puntería y… ¡Crass! ¡El pañuelo con los pedacitos de hielo atravesó la ventana del comedor! Una lluvia de cristales rotos brotó en todas direcciones.
—¡Joey, eres malísimo! ¡Muy malísimo! —gritó Holly.
—Ha sido un accidente. Pero os está bien empleado.
Sin pérdida de tiempo, el malintencionado chico saltó a la bicicleta y ya estaba lejos cuando la señora Hollister llegó al jardín.
—¡Lo ha hecho Joey! —informó Holly.
La señora Hollister movió de un lado a otro la cabeza, con aire de desaprobación, y murmuró:
—Habría que hacer algo con este muchacho.
—Mañana pondré yo un cristal nuevo —se ofreció Pete.
Todos los niños estuvieron trabajando en su clíper hasta la hora de cenar. Las velas oscilaban movidas por la brisa, y Pete tuvo que arriarlas para evitar que la embarcación se alejase de la orilla.
—Estoy deseando tenerlo acabado, para poder salir a dar un paseo en él por el agua —dijo el muchachito, ilusionado.
Aquella noche estaban los Hollister saboreando el pastel de manzana del postre, cuando un coche se detuvo ante la casa.
—Será el padre de Joey que viene a pagar el importe del cristal de la ventana —dijo, con lógica, el señor Hollister.
—Eso sí sería raro —contestó Ricky, incrédulo—. Me apuesto una chocolatina a que Joey no le ha dicho nada a su padre.
Pete, que se había levantado para ir a abrir, miró por la puerta vidriera y exclamó, extrañado:
—¡Caramba!
Todos sus hermanos se pusieron también en pie, para curiosear.
—¡Es el hombre de la chaqueta a cuadros! —se asombró Pam—. Es el que estuvo a punto de atropellarnos.
El hombre no llevaba sombrero y su cabello muy rubio y escaso estaba muy bien peinado y liso.
—Soy el señor Barrow, de la firma cinematográfica Pacific Coast —dijo el hombre, presentándose—. ¿Está en casa vuestro padre?
—Sí.
Pete abrió la puerta e invitó al señor Barrow a entrar en la sala. Cuando Pete le hubo presentado a toda su familia, la señora Hollister dijo:
—¿Está usted introducido en los negocios cinematográficos?
—Sí. Lo estoy. Acabo de llegar de California.
Pete y Pam se miraron. Desde luego, aquél parecía el hombre que estuvo a punto de atropellarles.
—Me ha enviado aquí un amigo de ustedes —añadió el señor Barrow.
—¿Sí? —preguntó el señor Hollister—. ¿Quién?
—Tom King —fue la respuesta, que dejó a todos atónitos.
Los Hollister quedaron aún más sorprendidos cuando el señor Barrow siguió diciendo:
—Él me envía a buscar las copias del clíper.