Sólo una cosa podían hacer Pete y Pam para evitar la colisión: dejar caer las varas y apartarse a uno y otro lado de la calzada. El coche estaba ya a poquísima distancia y sus frenos chirriaron estremecedoramente cuando Pete y Pam soltaron su carga y viraron a un lado.
¡Bing! ¡Bam! El coche pasó sobre los tres maderos, a poquísima distancia de los dos hermanos.
—¡Caramba! —murmuró Pete, mientras Pam se estremecía de miedo.
Muy extrañados, vieron que el conductor, en lugar de detenerse a comprobar si los dos niños estaban ilesos, se alejaba a toda velocidad.
—¡Qué hombre tan poco compasivo! —dijo Pam, casi llorando—. ¿Se habrán estropeado los mástiles?
—No creo —repuso Pete, inclinándose a examinar las maderas—. Son muy fuertes. De todos modos, tenemos una pista del conductor. Llevaba una chaqueta a cuadros muy chillones.
—Y yo me he fijado en que el coche tenía matrícula de California —añadió Pam—. Puede que sea el mismo hombre que entró en el Centro Comercial y estuvo haciendo preguntas a Tinker sobre Tom King.
—Puede que sea él —concordó Pete—. ¿Tú crees que estará buscando a Tom desde la costa Oeste?
Pam quedó un rato silenciosa, pensando, y luego, preocupada, dijo:
—Dios quiera que no tenga intención de causar ningún daño a Tom.
Los dos hermanos decidieron estar muy alerta por si encontraban pistas del desconocido, y decir a toda la familia que estuviera atenta, también. Volvieron a cargar las varas en sus bicicletas y de nuevo marcharon hacia casa. Al llegar encontraron a Dave Meade ayudando a Ricky a hacer un orificio en la embarcación.
—¡Esa idea del clíper es terrorífica! —dijo, entusiasmado, Dave.
Mientras Pete y Pam se acercaban con las varas y la cuerda, Ricky exclamó:
—¡Qué mástiles tan buenísimos!
Los tres chicos se encargaron de colocar las varas, que encajaban perfectamente en los orificios. Luego Pete fijó los tres mástiles al fondo de la barca con unos tacos.
—Ahora faltan los penoles y las velas —dijo Ricky, admirando el estrafalario aspecto de la embarcación.
—En el sótano hay algunas maderas que servirán para penoles —dijo Pete, marchándose a buscarlas.
Pam propuso que Holly, Sue y ella empezasen a preparar las velas.
—Creo que mamá tendrá alguna sábana vieja para darnos.
Cuando se lo preguntaron, la señora Hollister dijo que en la buhardilla encontrarían una bolsa llena de sábanas inservibles.
—Tomad las que queráis —añadió, sonriente.
Las tres hermanas subieron a la buhardilla. Bajo el alero estaba la gran bolsa de ropa. Pam la arrastró al centro de la estancia y Holly la abrió y sacó varias sábanas.
Entre tanto Sue encontró una caja de juguetes viejos y empezó a rebuscar entre ellos. No tardó mucho en sacar una muñequita india que había sido de Pam.
Holly, mirándola, tuvo una ocurrencia.
—¡Qué mascarón tan precioso para nuestro clíper! —exclamó.
—¿Qué es un «mascaros»? —indagó Sue, muy intrigada.
Pam les explicó que los mascarones eran estatuas de madera que solían colocarse en la proa de los barcos antiguos.
—Vamos a decírselo a los chicos —decidió Holly.
—Yo tengo que preguntarle a Pete las medidas de las velas. Te acompaño —dijo Pam.
Dejando a Sue sola, jugando en la buhardilla, las dos hermanas mayores bajaron con la muñeca india.
—¡Oooh! ¡Qué mascarón tan importante! —dijo Ricky, lleno de admiración.
—Vamos a atarlo en seguida bajo la proa —decidió Pete.
—Tendremos que pensar un buen nombre indio para nuestro clíper —musitó Pam, mientras sujetaba la muñeca a la parte delantera de la barca, con una gruesa cuerda.
—¡Esto es superior! —declaró Dave, no sabiendo qué nombre dar a tanta perfección.
—Lo es, lo es —asintió Pete, risueño. Y de pronto miró a su alrededor, preguntando—: ¿Qué es ese ruido?
Un golpeteo continuado hizo que todos levantasen la vista hacia la ventana del segundo piso. Sue les estaba haciendo señas para que subiesen.
—Seguro que ha encontrado otro juguete —opinó Holly, que colocó ambas manos alrededor de la boca, para decir a gritos a su hermanita—: Subimos en seguida.
Después de saber las medidas de los penoles, Pam y Holly calcularon el tamaño para las velas. Pam anotó todo en un papel y luego volvió a la buhardilla con su hermana. Pero Sue no estaba allí.
—Puede que haya bajado otra vez —dijo Holly.
Las dos niñas regresaron por donde habían llegado, llamando una y otra vez a su hermanita, pero no oyeron contestación alguna de Sue.
—No puede haber desaparecido así —dijo Pam—. ¿Le habrá ocurrido algo?
—¿Estará escondida en la escalera secreta? —apuntó Holly.
Cuando los Hollister llegaron a Shoreham, en la casa habían descubierto una escalera secreta que iba desde la buhardilla al sótano. De modo que ahora Pam y Holly fueron al sótano, abrieron la puerta de la escalera secreta y subieron por ella hasta la buhardilla. Pero Sue siguió sin aparecer.
—Si no es más que una broma, Sue, no lo hagas porque nos estás asustando —pidió Pam, a grandes voces.
En aquel mismo momento se oyó un maullido. En seguida Pam y Holly buscaron a «Morro Blanco», pero ni la gata ni sus hijitos estaban por allí. Otra vez sonó el maullido, esta vez un poco más alto. De pronto Pam y Holly se quedaron mirando fijamente el saco de ropas viejas. Dentro había algo que se movía.
Silenciosamente, las dos hermanas se hicieron un guiño y se acercaron a la bolsa.
—¿Conque estabas aquí, Sue? —dijo Pam.
La pequeña asomó la cabecita por la boca del saco; en los ojos le brillaba una chispita traviesa.
—¡Ji, ji! ¡No me encontrabais!
—Eres un diablillo —rió Pam.
Ella y Holly se pusieron a trabajar en la preparación de las velas. Tomando bien las medidas, cortaron las sábanas y cosieron las piezas necesarias. Sue pidió que la dejasen ayudar. Sus hermanas le dieron unas tijeras pequeñas para que cortase las velas menos importantes.
—Esto da más trabajo de lo que yo pensaba —suspiró Holly, mientras cortaba.
Cuando estuvieron cortadas todas las velas, Sue dijo, alegremente:
—Ahora las «poneremos» todas y salimos de viaje en el clíper.
—Todavía no —contestó Pam—. Tenemos que hacer los dobladillos para que queden fuertes.
Las tres niñas recogieron la tela cortada y bajaron al cuartito en donde tenía su madre la máquina de coser. Mientras Holly y Sue la miraban, con admiración, Pam cosió rápidamente los dobladillos. Estaban terminando el trabajo cuando sonó el timbre y Holly salió a abrir.
—¡Hola, señor Sparr! Entre, entre.
El viejecito entró, muy nervioso.
—Tengo noticias para vosotros —anunció.
—¿Sí? Diga, diga, señor Sparr —pidió Pam.
—¿No están los chicos en casa? Quiero que también ellos se enteren.
—Voy a buscarles —se ofreció Holly, corriendo ya hacia el embarcadero.
Un momento después volvía con sus hermanos y Dave Meade, que ya conocía al señor Sparr. Cuando todos estuvieron reunidos a su alrededor, el anciano marinero dijo:
—Aunque me toméis por un «metomeentodo», tengo que confesaros que no me dejo llevar mucho por la curiosidad.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Pete.
—Se trata de vuestro simpático amigo hawaiano —contestó el señor Sparr—. He pensado mucho en él y, por fin, anoche, telefoneé personalmente a mi viejo amigo, el señor Dooley.
—¿Le ha hablado usted de los dibujos del clíper que tiene Tom? —preguntó Pam.
El señor Sparr movió la cabeza, afirmando:
—Claro que sí.
—¿Y qué ha dicho el señor Dooley? —quiso saber Ricky.
—Ahora iba a contároslo, Ricky. Le expliqué lo de los salvavidas colocados a la inversa de lo habitual y mi amigo me dijo que él sabe de un clíper así.
—¿Y cómo se llamaba? —preguntó Pete, casi a gritos, mientras los otros aguardaban, sin aliento, una respuesta.
—«Jefe Alado». Pero tened en cuenta que puede no ser el que buscáis. El señor Dooley no está seguro. Pero me ha dicho que, si pertenecen al «Jefe Alado», esos dibujos valdrán bastante dinero.
Los Hollister y Dave se miraron unos a otros, con asombro.
—¿Por qué serán tan valiosos? —preguntó Pam.
—Una compañía cinematográfica quiere obtenerlos.
—¡Oh! ¿Verdad que a Tom le emocionará saber eso? —murmuró Pam.
—¡Qué ganas tengo de que Tom nos avise de que ha llegado a Orient Harbor! Me gustaría escribirle una carta —confesó Holly, retorciéndose una trencita.
El señor Sparr dijo, entonces:
—Hay algo más que el señor Dooley me ha encargado que os diga.
Pete preguntó en seguida:
—¿Qué es?
—Cuando le dije que vosotros tenéis las copias de esos bocetos, el señor Dooley me advirtió que debéis guardarlos con muchas precauciones.