Ricky tenía razón. Por la calle avanzaba un gran camión de recogida de basuras. Se detuvo delante de un edificio, a cierta distancia de la casa de los Brill. Un empleado empezó a vaciar los cubos dejados en la acera. Pete tomó, inmediatamente, una decisión.
—Hay que recoger los dibujos de Tom, aunque estén estropeados —dijo, echando a correr hacia el cubo.
Levantó la tapadera y encontró en seguida un rollo de papeles. Lo sacó, mientras Joey, que se había acercado, decía:
—Son ésos. Pero no veo que puedan ser tan importantes.
Pete desenrolló los papeles, mientras sus hermanos le observaban atentamente. Todos pudieron ver tres bocetos de un viejo clíper.
—¡Hurra! ¡Hurra! Los hemos encontrado —gritó Ricky con entusiasmo.
Y el pecoso y Holly empezaron a dar alegres zapatetas.
—¡Ahora Tom King ya podrá buscar su herencia! —dijo Holly.
—Buscar ¿qué? —preguntó Joey, muy interesado.
—Nada, nada —dijo inmediatamente Pam—. No es nada que te interese.
—¡Bah! Los Hollister tenéis ideas bobas —masculló Joey, despectivo—. Siempre inventando tonterías.
Sin hacerle caso, Pete y Pam volvieron a mirar los dibujos. Se habían humedecido en los bordes, pero, por suerte, eso era todo lo que se habían estropeado.
En seguida, los Hollister montaron en sus bicicletas y marcharon a casa. Joey les siguió durante un trecho. Luego se detuvo, mascullando:
—Os creéis muy listos, ¿verdad? Pues ya veréis. Volveremos a vernos.
Los ciclistas no se molestaron en contestarle. Por el contrario, pedalearon más de prisa, para alejarse pronto del chico. Al llegar a casa encontraron a Tom King y a Sue en el patio, con la gatita «Morro Blanco» y sus cinco mininos. La gata era completamente negra, con el hociquito blanco. Uno de sus hijos era negro y le llamaban «Medianoche»; al que era totalmente blanco se le llamaba «Bola de Nieve»; «Tutti-Frutti» tenía la pelambre de varios colores; «Humo» era gris y, al quinto gatito, el más chiquitín y cariñoso, se le había dado el nombre de «Mimito». Sue había colocado en la arena del patio su casita de muñecas y cada uno de los mininos se había metido en una de las minúsculas habitaciones.
—¡Hemos encontrado el maletín! —anunció Pete, dejando su bicicleta sobre la hierba, para correr al lado del hawaiano.
—¿De verdad? —preguntó Tom, con una luminosa sonrisa—. ¡Magnífico!
Tomó el maletín de manos de Pete, lo abrió y sacó los tres bocetos.
—No sé cómo agradecéroslo, amiguitos —dijo, emocionado.
—A nosotros nos alegra haberle ayudado —contestó Pete.
Luego, entre él y sus hermanos, explicaron los detalles de la búsqueda y la pelea con Joey, interrumpida por la señora Brill.
El hawaiano se echó a reír, durante las últimas explicaciones, y luego dijo:
—Ahora ya puedo ir a visitar al señor Sparr. ¿Os gustaría acompañarme?
—Claro que sí —contestó inmediatamente, Ricky.
—Perfecto —sonrió King, añadiendo que se sentía completamente repuesto—. Las historias que me ha contado Sue, sobre vuestros animalitos, han sido la mejor medicina. Me he enterado de que también tenéis un burro que se llama «Domingo».
—Es verdad —dijo Pete—. Ahora está pasando unas semanas con nuestros primos.
Todos corrieron a la casa para contar a la señora Hollister cómo habían encontrado el maletín y para decirle que se iban a visitar al señor Sparr.
—Está muy bien —dijo la madre—. Pero será mejor comer antes.
Después de comer unos bocadillos de carne y queso, y unas manzanas, y beber un vaso de leche, todos se prepararon para salir. La señora Hollister propuso que Sue se quedase con ella y le ayudara a hacer un pastel de manzana para la cena.
—¿Y podré quedarme con un poquito de la pasta, para hacer pastelitos «ispiciales»? —preguntó Sue, aclarando en seguida—: Son para «Morro Blanco» y sus hijitos.
La madre, sonriendo, repuso:
—Claro que sí, hijita.
Los demás subieron al coche de Tom que condujo hacia la casa del señor Sparr. Los Hollister habían conocido al marinero retirado, cuando hicieron una función teatral, sobre piratas, en el patio trasero de su casa. El viejecito y simpático marinero había ido como espectador y pronto se hizo amigo de la familia.
—Aquélla es la casa —anunció Pete—. Es muy vieja. Fíjese en la fecha que pone ahí arriba: 1825.
Tom detuvo el coche y todos bajaron. Ricky fue el primero en subir los peldaños del porche y llamar a la puerta vidriera. En seguida apareció el anciano, vestido de marinero. Llevaba las gafas levantadas sobre la arrugada frente.
—¡Vaya, si son los Felices Hollister! —exclamó, muy contento—. ¿Cómo estáis? ¡Bien venidos a bordo!
Pete le presentó a Tom King y el señor Sparr les invitó a entrar.
—No había tenido una sorpresa tan agradable en toda la luna llena —declaró el viejecito, riendo.
Los Hollister nunca se cansaban de visitar al viejo marinero, que siempre bromeaba y tenía una salita llena de recuerdos de barcos, tales como fanales, anclas, cadenas e incluso una sirena. Las tres miniaturas en madera de barcos de vela que adornaban la chimenea, eran el mayor orgullo del Señor Sparr.
—Bien, ¿en qué puedo serviros? —preguntó el viejecito, cuando todos estuvieron sentados—. ¿Estáis buscando un ancla o un viejo caballito marino?
—El señor King necesita que le ayudemos a resolver un misterio —explicó Pam, mientras Tom King abría el maletín y sacaba los bocetos.
—Eche un vistazo a esto —pidió Tom.
El señor Sparr buscó insistentemente en todos sus bolsillos, pero no pudo localizar sus lentes.
—Si los lleva usted puestos, señor Sparr —le advirtió Pam, riendo.
—Es verdad —contestó el anciano, también con una risilla, bajando ya los lentes sobre sus ojos.
Luego contempló con atención los tres dibujos y exclamó:
—¡Preciosos! ¡Maravillosos! En mi vida había visto bocetos tan detallados de un clíper. ¿Y cuál es el nombre de esta hermosura?
—Eso es, precisamente, lo que yo quisiera averiguar —le dijo Tom, antes de explicarle la historia de aquello que le había llevado hasta los Estados Unidos.
Cuando el hawaiano acabó de hablar, el señor Sparr volvió a mirar los bocetos con gran atención. Al fin dijo:
—Lo siento, pero no puedo identificar este navío, a pesar de que mi abuelo viajó en clípers durante muchos años y me hablaba con frecuencia de ellos.
Luego se rascó la cabeza y arrugó la frente, mientras extendía un dedo apergaminado sobre el dibujo en la parte de la cubierta.
—¡Huuum! Muy desusual —murmuró—. Hay tres salvavidas en la popa en lugar de estar en la proa. No recuerdo ningún otro navío con los salvavidas colocados en esta parte.
—Podría ser una buena pista —dijo Pete.
—Tienes razón. Ese detalle puede servir para identificar al clíper —contestó el señor Sparr—. Y por cierto, hay algo que yo le aconsejaría que haga usted, señor King.
—¿De qué se trata?
—Haga una fotocopia de estos dibujos, por si se le perdieran.
—¿Qué es una fotocopia? —quiso saber Holly.
El señor Sparr explicó que se trataba de hacer una fotografía de los dibujos.
Tanto a Tom como a los Hollister les pareció una estupenda idea y el hawaiano declaró que lo haría, inmediatamente.
—Señor Sparr —preguntó, luego—, ¿puede usted indicarme algún lugar donde pueda averiguar el nombre de ese barco?
El viejecito se quitó los lentes y los golpeó suavemente contra su rodilla, contestando:
—Le sugiero que vaya usted a ver al señor Dooley, el celador del Museo de Marina de Orient Harbor.
—¿En Massachusetts? —preguntó Pam.
—Exactamente —respondió el señor Sparr—. El Orient Harbor es uno de los mejores museos del mundo. Desde ese puerto zarpaban, en tiempos pasados, los famosos clípers para California y a través del Pacífico.
—Muchas gracias —dijo Tom, que luego hizo preguntas al señor Sparr sobre los barquitos en miniatura de la chimenea.
—El que está en medio es el «Nube Voladora» —contestó el señor Sparr—. Lo hice yo mismo durante un viaje a Australia.
Entonces se puso en pie para acercarse a coger, con mucho cuidado, el barquito, y dejarlo en una mesa cercana. Mientras los niños se arremolinaban a su alrededor, el viejo marinero explicó:
—Este clíper, el «Nube Voladora», fue construido en el oriente de Boston. Era una verdadera hermosura.
—¿Era muy grande? —preguntó Pete.
—Pesaba, exactamente, 1783 toneladas —contestó el señor Sparr, lleno de orgullo—. Medía 68 metros de longitud, 12 metros de anchura y más de 7 metros de profundidad, con medio metro de arrufo.
—¡Cuántas cosas sabe usted de ese barco, canastos! —se admiró el pelirrojo.
—¿Y tenía una milla de altura? —indagó Holly.
—Casi, casi —respondió el señor Sparr, con una risilla—. La cubierta principal medía 25 metros y el palo mayor tenía una longitud de 26 metros. Lo mandaba el capitán Josiah Perkins Gressy, que nació en Marblehead en 1814.
Lo mucho que el viejecito sabía sobre los navíos y los hombres que habían viajado en ellos intrigaba a los Hollister. Mientras estaban todos admirando los bonitos contornos del barquito, Ricky hizo preguntas respecto a las muchas velas que tenía.
El señor Sparr explicó que cada uno de los tres mástiles llevaba cinco velas diferentes. El palo de trinquete llevaba un trinquete, una gavia, un juanete, un sobrejuanete y un sosobre.
—¿Y éste del centro? —preguntó Pam, señalando el mástil más largo.
—Éste es el palo mayor y ésta la vela mayor.
Después, el señor Sparr señaló el mástil de popa, diciendo que se llamaba el palo de mesana y que sus velas eran la gavia, la mesana, el juanete, el sobrejuanete y el sosobre.
—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Un capitán de barco tiene que ser muy inteligente, para conocer todas esas velas y las cuerdas que lleva cada una.
—¿Qué os parece, si os lleváis esta miniatura a casa para estudiarla? —preguntó el señor Sparr a los Hollister.
—¡Canastos, sería estupendo! —gritó el pecoso—. Pete, ¿no podríamos arreglar nuestra barca de remos, para que se parezca a «Nube Voladora»?
—Claro. Por lo menos lo intentaremos —contestó el hermano mayor, entusiasmado.
—Yo lo llevaré —se ofreció Holly, alargando las manos, para recogerlo.
Pero estaba tan ansiosa de tocarla que, sin saber cómo, dejó resbalar la popa de sus manos y el barquito se golpeó contra la mesa.
—¡Oh! —se lamentó el señor Sparr, cubriéndose los ojos con las manos.
Al cabo de un momento separó las manos muy lentamente para mirar su querido navío. En seguida sonrió.
—No se ha roto nada —dijo—. Pero cuidádmelo mucho. Y, por el amor de Dios, no lo acerquéis al agua.
—¿Por qué? —preguntó Ricky.
El marinero explicó que la cola con que había unido las piezas podría disolverse con la humedad.
—Bien. Nos aseguraremos de que «Nube Voladora» esté en sitio seco —prometió Pete—. Será mejor que lo lleve yo, Holly.
—Gracias por la información que me ha dado usted —dijo Tom King—. Me pondré en contacto con el señor Dooley.
—Tal vez también yo me comunique con él —murmuró el anciano.
Tom y los niños salieron de la casa. Pete llevaba con cuidado el barco.
—Tom, ¿por qué no va usted ahora mismo a que le hagan las copias de esos dibujos? —propuso Pam—. Nosotros podremos ir andando a casa. No está muy lejos.
—De acuerdo —contestó el joven y condujo camino de la ciudad, hacia una tienda cuyas señas le había dado Pete.
Los Hollister habían caminado tan sólo un trecho de una manzana, cuando apareció Joey, en bicicleta.
—Os estaba buscando —dijo el chico.
—¿Has sacado a pasear tus lombrices? —le preguntó Ricky.
Sin hacer caso de aquella burla, Joey declaró:
—Venía a deciros algo.
—Bien, dilo —pidió Pete.
—Es sobre «Morro Blanco», vuestra gata.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pam, empezando a inquietarse.
—Se ha subido a un árbol. Muy arriba.
—¿Dónde? —preguntaron a coro, los Hollister.
—Al final de la calle. Está tan alta que no puede bajar. Venid y veréis.
—¡De prisa! —suplicó Pam—. ¡Tenemos que ayudar a «Morro Blanco»!