Una expresión de desconsuelo apareció en el rostro de Tom King cuando el mecánico le aseguró que no había visto ningún maletín en el coche.
—Estaba en mi coche, ayer —aseguró el hawaiano—. Han debido de robármelo.
—¡Dios santo! —se lamentó Pam—. ¡Se han perdido sus estupendas pistas!
Tom arrugó el ceño, contestando:
—Sí. Tengo que encontrar mi maletín.
En aquel momento se acercó a él otro hombre cubierto con un mono color caqui que se limpiaba las manos en un trapo.
—Supongo que es usted el señor King —dijo a Tom—. Yo soy Sampson. Le reparamos el coche, tal como el oficial Cal nos indicó. ¿Está descontento de algo?
—Han hecho ustedes un trabajo excelente —replicó Tom—. Pero no encuentro el maletín marrón que iba dentro del coche.
—No vi ningún maletín en el coche —aseguró el señor Sampson, muy extrañado.
—¿Pueden haberlo robado de aquí, durante la noche? —preguntó Pete.
—No. Tengo la certeza de que no. Mis empleados nocturnos estaban aquí y nadie puede entrar en el garaje sin ser visto.
—Buscaremos por otra parte —dijo Tom—. Aunque tal vez lo metí en el portaequipajes.
Pero, aunque buscaron bien por todos los rincones del coche, no hallaron la menor pista del maletín desaparecido. De repente, Pete hizo chasquear los dedos.
—Ya sé. ¿Se acuerda de que la puerta quedó abierta?
—Es verdad —contestó el señor Sampson—. Hemos tenido que hacer una gran reparación para que vuelva a cerrar bien.
—El maletín pudo caerse por el camino, mientras el coche fue trasladado por la grúa —opinó Pete.
Tanto Sampson como King estuvieron de acuerdo en que era muy posible que hubiera ocurrido así.
—Pero ¿dónde pudo caer? —preguntó Tom, muy preocupado—. Hay bastante distancia entre vuestra casa y este garaje.
Pam propuso que recorrieran el mismo camino que había seguido la grúa y preguntó al señor Sampson por qué calles había conducido, cuando se llevó el sedán de Tom.
—Vamos a ver —murmuró Sampson, guardándose el trapo en el bolsillo y recurriendo a su memoria—. Salimos por la carretera de Shoreham, seguimos al sur por la avenida Franklin y, luego, a la derecha por la calle de Essex. Después embocamos en bulevar Principal hasta el taller.
—¿Qué distancia, aproximada, será todo eso? —preguntó King.
—Unas dos milla3 —le contestó Pete.
Tom, muy decidido, dijo:
—Has tenido una buena idea, Pam. Buscaremos por toda esa ruta.
Los niños aguardaron a que Tom pagase la factura de la reparación y luego todos se instalaron en el sedán. Con ayuda de los Hollister, Tom siguió el camino indicado por Sampson, pero no pudieron ver el maletín por parte alguna. Cuando llegaron a casa, Tom estaba fatigado y muy desconsolado.
Pam, dándose cuenta, le dijo amablemente:
—¿Por qué no se queda usted aquí? Pete, Holly, Ricky y yo iremos en nuestras bicicletas y buscaremos otra vez desde aquí al garaje.
—Y preguntaremos a todos los que veamos por el camino —le prometió Pete.
El hawaiano les dio las gracias, confesando que volvía a dolerle la cabeza.
—Yo te enseñaré a «Morro Blanco» y sus hijitos —dijo Sue, asiendo a Tom de la mano, deseosa de consolarle.
Tras sacar las bicicletas del garaje, los otros hermanos salieron a la busca del maletín desaparecido.
—Podemos buscar, formando dos grupos —propuso Pete—. Holly y yo vamos por este lado de la calle, y Pam y Ricky por el otro.
Todos estuvieron de acuerdo y Pam dijo:
—De este modo no dejaremos ningún rincón sin mirar.
—En marcha. Y vayamos lentamente —advirtió Pete.
A causa de la tormenta del día anterior, junto al bordillo, el suelo estaba cubierto por una capa de barro y hojarasca. Los Hollister se entretenían en rebuscar, removiendo con ramitas, los montones de barro más grandes.
Cuando llegaron ante la casa de los Hunter, vieron que Jeff y Ann estaban jugando a la pata coja, en la acera. Los Hollister les preguntaron por el maletín y los dos hermanos contestaron que no lo habían visto por ninguna parte, pero que también ellos ayudarían a buscarlo. Pronto los Hollister estuvieron en la avenida Franklin, donde giraron a la derecha.
—¡Por ahí viene Dave Meade! —dijo Pete—. A lo mejor él puede ayudarnos.
Dave también iba en bicicleta. Era compañero de Pete en la escuela, tenía doce años y siempre llevaba el cabello alborotado. Él y Pete eran muy buenos amigos.
—¡Hola, chicos! —saludó a voces, Dave—. ¿Estáis haciendo un desfile de bicicletas?
—Estamos buscando un maletín que se ha perdido —le contestó Pam.
—¿Otra vez trabajo de detective?
Dave hablaba en broma, pero la verdad era que admiraba mucho a los Hollister por su habilidad para resolver misterios.
—Eso es —respondió Pete—. ¿Has visto en alguna parte un maletín marrón?
Dave movió la cabeza, dando a entender que no lo habían visto y los Hollister siguieron su camino por la avenida Franklin. De repente, el pecosillo Ricky exclamó con nerviosismo:
—¡Ya lo veo! ¡Ya lo veo! Mirad allí.
A poca distancia, en aquel lado del camino se veía un objeto marrón. Estaba aplastado contra el bordillo y medio oculto por barro y hojarasca.
Pedaleando con rapidez, Pete fue el primero en llegar junto al objeto. En cuanto apartó con los pies las hojas que lo cubrían suspiró, desencantado.
—No es más que una bolsa de mercado —dijo.
—¡Canastos! Y yo estaba tan seguro de que ya lo habíamos encontrado —dijo Ricky, tristón.
Mirando constantemente a todos los rincones, los niños llegaron a la esquina de Essex.
En mitad de la acera, una niña de la edad de Holly patinaba ágilmente, moviendo los brazos en círculo, como un molino.
—Es Donna Martin —dijo Holly—. Vamos a preguntarle.
Donna, de siete años, era la mejor amiga y compañera de clase de Holly. Era gordita y con graciosos hoyuelos en las mejillas. Al ver a los Hollister, la pequeña quiso detenerse en seco, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo. Ricky saltó de su bicicleta, para correr en su ayuda.
—¡Ay! Ya me he despellejado la otra rodilla —se lamentó Donna, haciendo una mueca. Y casi sin pararse a respirar, preguntó—: ¿A dónde vais?
Pete le contó que había desaparecido un maletín y le preguntó si ella lo había visto.
Donna apoyó un dedo gordezuelo en su barbilla y miró hacia arriba como si estuviera meditando profundamente.
—¿Dónde se perdió? —quiso saber.
—En alguna parte desde nuestra casa hasta el bulevar Principal —le contestó Pam.
—Pues anoche, en la calle Franklin, vi a un chico que recogía algo del suelo —explicó Donna.
—¿Qué era lo que recogió? —preguntó el pecoso.
—No lo sé, porque ya estaba oscuro. Pero se lo puso bajo el brazo y se marchó corriendo, como si fuese algo muy importantísimo.
—¿Y quién era ese chico? —inquirió Pete.
—Primero creí que eras tú. Pero luego vi que no. Era más grandote que tú.
Los Hollister se miraron unos a otros y Holly acabó diciendo:
—¿Sería Joey Brill?
La amiguita de Holly movió lentamente la cabeza mientras decía:
—Se parecía a él, pero echó a correr hacia el otro lado y no pude verle la cara.
—De todos modos podemos ir a ver a Joey, para estar seguros —opinó Holly.
Los niños dieron las gracias a Donna, que prometió avisarles si oía algo sobre el maletín; después siguió deslizándose alegremente sobre los patines. Los Hollister pedalearon a toda prisa y se encaminaron a casa de Joey.
Al llegar a la casa encontraron al chico en el jardín de la fachada. Estaba ocupado en recoger lombrices que, por causa de la lluvia, habían salido de sus refugios inundados. Joey iba echando las lombrices en un bote de hojalata.
—¡Hola, Joey! —saludó Pete, mientras él y sus hermanos dejaban las bicicletas en el bordillo para acercarse a pie, al jardín.
—No me molestéis —contestó el chicazo con malos modos, mirando a los Hollister agresivamente—. Me voy a pescar.
—Joey, sólo queríamos hacerte unas preguntas —dijo con amabilidad Pam.
Pero el chicazo, sin dejarla continuar, exclamó:
—¡Estos pesados Hollister! Siempre con sus estúpidas preguntas…
Y Joey se quedó mirando a la pobre Pam con el ceño fruncido y los ojos sombríos.
Pete se estaba enfadando de verdad con las groserías de Joey, pero, con toda la calma posible, le dijo:
—Es algo muy importante. Queríamos preguntarte por un maletín que ha desaparecido.
Joey levantó bruscamente la cabeza.
—¿Cómo? —exclamó, y sin esperar contestación gruñó—: Yo no he visto ningún maletín.
Y muy furioso, empezó a escarbar en la tierra, buscando más lombrices.
La actitud del chicazo hizo pensar a los Hollister que probablemente Joey sabía sobre el maletín de Tom King, más de lo que quería confesar.
—¿No tomaste algo anoche, en la calle? —insistió Pete.
Ahora Joey se puso en pie, de un salto, y dijo tartamudeando:
—Yo no estuve en la avenida Franklin.
—Nadie te ha dicho que estuvieras allí —dijo Ricky.
Joey comprendió en seguida que había caído en su propia trampa y se puso muy colorado. Muy furioso, gritó:
—¿Y qué pasaría si hubiera encontrado un maletín viejo en la calle? No es asunto vuestro.
—¿Así que tú lo encontraste? —inquirió Holly, señalando al chico con un dedito acusador.
—Lo encontré. ¡Lo encontré! Pero eso, a vosotros, ¿qué os importa?
—El maletín es de un amigo nuestro —respondió, muy enfadado, Pete—. Y tiene mucha importancia para él. Así que dánoslo, para que podamos devolvérselo.
—¡Ja, ja! —se burló el chico, mientras metía dos dedos en el bote de gusanos—. Lo que queréis es quedaros con el maletín.
—¡Eso no es verdad! —protestó Holly, muy indignada—. Danos el maletín, Joey. No es tuyo.
—¡Ah! ¿No?
De pronto el chico sacó una lombriz y se la arrojó a Holly. El gusano le alcanzó en el cuello y se adhirió a la piel. La pobre Holly se estremeció y sus deditos buscaron en seguida al animal, para tirarlo al suelo.
Esto fue más de lo que podía soportar Pete, que dio un salto y con un golpe, arrancó el bote de la mano de Joey.
Furioso, el camorrista levantó el puño y golpeó a Pete en la barbilla. El mayor de los Hollister se defendió con otro puñetazo que alcanzó a Joey en plena nariz. Después de esto, los dos chicos se enzarzaron en una pelea cuerpo a cuerpo y rodaron por la hierba.
El alboroto llamó la atención de la señora Brill, que llegó corriendo desde la casa, para ver qué ocurría.
—¡Basta ya! —ordenó, acercándose a separar a los combatientes—. ¡Oh, Joey, cómo me gustaría que los Hollister y tú dejaseis de andar siempre peleando!
—Joey ha encontrado un maletín de un amigo nuestro y no quiere devolvérnoslo —explicó Pam.
—¿Cómo sabéis que es de vuestro amigo? —masculló Joey.
Pam se apresuró a explicar a la señora Brill todo lo que había ocurrido, y añadió, al final:
—Si el maletín lleva el nombre de Tom King, es el maletín del señor que está en nuestra casa.
Cuando la señora Brill hizo a su hijo unas preguntas sobre el maletín, el chicazo arrugó la frente y apretó los labios, sin querer contestar. Pero, al fin, tuvo que confesar:
—Sí. Dice Tom King en una esquina del cuero.
—Entonces, ve a buscarlo inmediatamente.
Joey entró en su casa y a los pocos minutos volvió con un maletín de color marrón.
—Lo iba a usar para llevar el equipo de pesca —rezongó.
La señora Brill volvió a la casa, mientras su hijo, de mala gana, entregaba el objeto a los Hollister. Inmediatamente Pete lo abrió y buscó dentro. ¡El maletín estaba vacío!
—¡Oye, esto no está bien! —exclamó Pete.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Joey, con ojos brillantes de ira.
—Había unos bocetos muy valiosos aquí dentro. ¿Qué has hecho con ellos, Joey?
—¿Valiosos? —dijo, despreciativo, el chico—. No eran más que los dibujos de un barco viejo.
—¡Pues son muy valiosos! —declaró Pam—. ¿Dónde los has metido?
Todos los Hollister volvieron la cabeza y miraron con horror el cubo de basura que Joey señalaba.
—Los tiré ahí —dijo el camorrista, encogiéndose de hombros.
—¡No! —se lamentó Pam—. Seguramente se han estropeado.
—¡Ya vienen los basureros! —advirtió Ricky.