Mientras los Hollister se acercaban, volvieron a sonar los gritos de socorro, dentro del coche. Al llegar ante el sedán de dos puertas, detenido junto al bordillo, vieron que una enorme rama había caído sobre la parte delantera. Desplomado ante el volante había un hombre joven, casi inconsciente.
—¡Está herido! —dijo Holly con angustia, mirando por la ventanilla.
—Le sacaremos de ahí —decidió Pete, acercándose a la portezuela más próxima al conductor.
En seguida forcejeó con el picaporte, pero no consiguió moverlo ni un milímetro.
—Con el golpe, el metal se ha combado y la cerradura está encallada —se lamentó el muchachito—. ¡Prueba por la otra puerta, Pam!
Tanto Pam como su madre intentaron abrir la portezuela derecha, pero ésta se hallaba cerrada con llave. El conductor continuaba quejándose y moviendo la cabeza de un lado a otro.
—¡Dios mío! Tenemos que sacarle de ahí —murmuró la señora Hollister.
—¡Ya sé cómo podremos hacerlo! —exclamó Pete y se marchó corriendo al garaje de su casa.
A los pocos minutos volvió con una gruesa escarpa. Tras apoyar la punta de la herramienta en el borde de la portezuela del conductor, Pete hizo presión.
¡Crasch! La puerta se abrió con estrépito y, al mismo tiempo, el desconocido empezó a resbalar hacia la calle. Pete, a toda prisa, le agarró por los hombros.
—Ayudadme a llevarle a casa —pidió a los otros.
Entre tanto, Pam había ido a buscar una manta. En ella tendieron al hombre y, como si se tratase de una camilla, entre todos cogieron la manta por los extremos y llevaron al herido hasta la casa.
—Tiene una brecha muy grande en la frente —advirtió Pam, mientras abría la puerta.
La lluvia que le estuvo cayendo en la cara había reanimado un poco al desconocido, que abrió los ojos que, hasta entonces, había tenido entornados. Pero se sentía demasiado mareado para poder hablar. Los Hollister le tendieron en el sofá de la sala. Holly le colocó un cojín bajo la cabeza.
—Esté tranquilo —le aconsejó, amablemente, la señora Hollister.
—Voy a buscar el botiquín, mamá —dijo Pam, y subió a toda prisa al cuartito de las medicinas.
Pete desabotonó la camisa del herido y Ricky le quitó los zapatos. Luego Holly le abrigó con una manta.
—Me encuentro muy bien ya —aseguró el hombre, haciendo un esfuerzo para incorporarse.
—No se empeñe en levantarse —le suplicó la señora Hollister, cuando ya Pam llegaba con el botiquín.
Entre Pam y su madre desinfectaron la herida y vendaron la frente al hombre.
—Gracias. Muchísimas gracias —dijo él, todavía tendido en el sofá—. Soy Tom King.
—Y nosotros somos los Felices Hollister —anunció Sue—. Todo el mundo nos llama así.
El hombre sonrió. Ahora que se le estaba pasando el nerviosismo y parecía que el señor King no tenía ninguna lesión grave, los niños se acercaron a mirarle con curiosidad. Era un hombre delgado y atractivo, con la piel tostada por el sol y el cabello muy negro. Aunque vestía pantalones y camisa deportiva y una corbata de colores alegres, como muchos hombres de Shoreham, había algo diferente en él.
—A lo mejor es un hombre de otro planeta —cuchicheó Ricky, hablando con su hermano.
Pero el señor King le oyó y sonrió de nuevo, dejando ver sus dientes muy blancos e iguales.
—No. No soy ningún hombre de Marte —dijo, con voz débil—. Soy de Polinesia, del territorio de Hawaii.
—¡Qué interesante! —comentó la señora Hollister—. Es una lástima que haya tenido usted este accidente y más estando tan lejos de su tierra.
—¿De modo que he tenido un accidente? La verdad es que en estos momentos no recuerdo gran cosa.
Mientras Tom King descansaba, los niños se apresuraron a hablarle del estruendo que habían oído, mientras estaban en la buhardilla.
—Habéis sido muy buenos, sacándome del coche —dijo el hombre, agradecido—. Lo último que recuerdo es que, mientras conducía el coche abajo, oí un estrépito espantoso y me golpeé contra el volante. He tenido suerte de que la rama no cayese sobre la carrocería y la abriese.
Ya había cesado la tormenta y brillaba la luz del día.
—Vamos a mirar el coche —propuso Ricky. Y salió de la casa sin que nadie le siguiera.
Inspeccionando el interior del vehículo, el pecoso descubrió un maletín en el asiento trasero. Lo recogió y lo llevó a casa.
—He pensado que puede usted necesitarlo —dijo a Tom King.
—Gracias, Ricky. Pero me marcharé pronto.
—No puede irse. Su coche no se pondrá en marcha —contestó el niño.
—Y tiene usted un daño «tirrible» —intervino Sue con su voz cantarina—. Tiene que ponerse el «jama» y acostarse.
Aquello hizo reír a Tom King que replicó:
—No puedo seguir molestándoos más tiempo.
—Debe usted quedarse hasta que se sienta más fuerte —opinó la señora Hollister—. Pam, ¿quieres hacer un té para nuestro huésped?
—Muchas gracias. Eso me sentará bien —dijo el señor King—. Puede que me quite el dolor de cabeza.
Mientras se hacía el té, Pete fue al teléfono para informar de que la gran rama del árbol se encontraba atravesada en la calzada. Marcó el número de la policía de Shoreham y preguntó:
—¿Puedo hablar con el oficial Cal?
Mientras aguardaba, con el auricular en la mano, el niño recordó la primera vez que trató con el joven policía. La familia acababa de trasladarse a Shoreham y una de las furgonetas con sus muebles, había sido robada. El oficial Cal les ayudó a encontrarla y los niños, en compensación, le ayudaron a atrapar al ladrón.
—Hola, Cal —dijo Pete, explicando luego lo que había sucedido.
Al poco de haber colgado Pete, Cal y otro oficial se presentaron en un coche de la policía. Los niños corrieron a saludarles.
—Aquí hay trabajo para el servicio de grúas y el servicio forestal —dijo Cal, mirando al coche, primero, y después la rama que había caído sobre el vehículo, medio desprendida por el rayo.
El joven policía de mejillas sonrosadas, dio las gracias a los Hollister por haberle avisado y añadió:
—Daré en seguida un informe completo de esto al cuartelillo.
Entró en su coche y utilizando la radio, pidió que,, inmediatamente, acudiera a casa de los Hollister un equipo forestal. Luego salió del coche, diciendo:
—Ahora iré a ver al señor King.
Cuando estuvo en la casa, Pete presentó a los dos hombres.
—Tal vez sea mejor ir al hospital, para asegurarnos de que no tiene usted ningún hueso roto —sugirió Cal.
Pero el accidentado aseguró al policía que, aparte de la herida de la frente y de un poco de mareo, se encontraba perfectamente.
—Nosotros nos ocuparemos de cuidarle bien —prometió la señora Hollister.
Y Cal, sonriendo, repuso:
—Estoy seguro de que lo harán. Los Hollister parecen capaces de hacer feliz a todo el mundo, aunque el cielo se esté cayendo sobre ellos.
—Como estuvo a punto de caer sobre mí —bromeó el hawaiano, haciendo un guiño a Sue.
Todos se echaron a reír y luego el oficial dijo:
—Señor King, haremos que se traslade su coche a un garaje y, si usted lo desea, le repararán allí los desperfectos.
—Magnífico. Se lo agradeceré.
—Y mañana, tenga la bondad de decirnos cómo sigue —pidió el policía.
Después de que el oficial se hubo marchado, la señora Hollister, notando que Tom King se estaba adormilando, hizo señas a los niños para que se salieran de la sala. Todos se marcharon de puntillas y salieron a la calle para esperar al camión grúa.
Pete intentó cerrar la puerta que había abierto presionando. No logró encajarla y se sintió preocupado.
—Los mecánicos la arreglarán, Pete —le consoló Pam.
Ricky y Holly, entre tanto, se habían quitado los zapatos y calcetines y estaban chapoteando en el agua que corría a lo largo del bordillo, cuando llegaron camiones, uno blanco y negro, del garaje Tony, y el gran vehículo del departamento forestal, con toda clase de equipo para levantar troncos de árboles.
Ya entonces se habían reunido allí muchos niños vecinos. Entre ellos estaban Jeff y Ann Hunter. Ann era la amiga preferida de Pam, y Jeff el mejor amigo de Ricky. El niño tenía ocho años, el cabello lacio y negro y los ojos azules. Ann, con diez años, tenía el cabello negro y ensortijado.
Mientras los empleados del servicio forestal levantaban la rama del árbol con una grúa, los amigos de los Hollister no cesaban de hacer preguntas.
—¿Os habéis fijado en lo grande que es esa rama?
—¡Seguro que ha hecho un ruido horroroso!
—¿Hay algún herido?
Los hermanos Hollister contestaban a todas las preguntas.
—¿Y es verdad que Tom King ha venido de las islas Hawaii? —preguntó Ann—. ¿Va a quedarse a vivir aquí?
—No lo sabemos —replicó Pam.
Antes de que las dos amigas pudieran seguir hablando, el dueño del garaje advirtió:
—¡Cuidado! ¡Apártense a un lado!
Sus empleados pasaron una cadena por la parte delantera del coche de Tom King que, en seguida, empezó a elevarse por los aires. El motor del camión se puso en marcha y pronto el coche accidentado desapareció calle abajo, suspendido de la grúa.
Mientras los hombres del servicio forestal se pusieron a su trabajo, Pam dijo:
—Dios quiera que este olmo tan bonito no haya quedado estropeado para siempre.
—No le pasará nada —dijo el capataz, que luego explicó a los niños que se llamaba Nick.
—¿Qué van a hacer ustedes, ahora? —preguntó Pete.
—Cortar la rama con la sierra mecánica.
Mientras los otros hombres se ocupaban de aquel trabajo, Nick miró hacia la copa del gigantesco olmo y dijo:
—Veo que aquella otra rama también se está desprendiendo. Habrá que cortarla muy cerca del tronco.
Después, el capataz colocó en la calle dos letreros que decían: «Conduzcan lentamente. Obreros trabajando».
Luego fue a la parte trasera del camión y sacó un gran rollo de cuerda. Uno de los extremos lo lanzó por el aire para que cayese al otro lado, pasando por encima de una de las ramas. Tan pronto como los otros hombres acabaron su trabajo, fueron a ayudarle.
Los niños presenciaron con asombro cómo se preparaba el trabajo. ¡Con cuánta rapidez lo hacían todo! Uno se ató la cuerda a la cintura y, con la sierra en la mano, subió al árbol.
—Apartaos de ahí abajo, niños —dijo, a gritos—. Voy a empezar a cortar esta rama.
Todos se apartaron a bastante distancia, para no correr peligro y la sierra empezó a moverse rítmicamente, de delante a atrás.
—¡Canastos, qué fuerte es! —dijo Ricky, admirativo, viendo el movimiento que hacía el musculoso brazo del hombre—. Eso es lo que quiero ser cuando me haga mayor. ¡Un talador de árboles!
El hombre de arriba detuvo un momento la sierra y miró abajo, para gritar:
—¡Cuidado, Nick! ¡Está a punto de caer!
El capataz ordenó a los niños que se apartasen otro poco más, hasta quedar formando un amplio círculo, separado varios metros del árbol. Entonces pidió a Pete:
—¿Quieres ayudarnos a detener el tráfico al principio de la calle, mientras cae la rama?
—Sí, claro.
Pete corrió a la esquina de la calle, levantó los brazos y lanzó un silbido estridente. Los conductores de vehículos se detuvieron y Pete les explicó lo que ocurría.
Viendo a su hermano, Ricky también quiso ayudar. Y decidió que debía detener el tráfico que llegaba en la otra dirección. Sin darse cuenta de que el hombre estaba serrando otra vez, Ricky echó a correr por debajo del árbol. En aquel momento, la gran rama se partió.
—¡Ahí va! —gritó el hombre subido en el árbol. Y al mismo tiempo, Nick exclamó, alarmado:
—¡Apártate de aquí, criatura!
¡Crash! La gran rama estaba a punto de caer a pocos centímetros de distancia de Ricky.
—¡Oooh! —exclamó Pam, estremecida de miedo.
—Yo sólo quería detener los coches que llegaban por el otro lado de la calle —explicó Ricky, avergonzado.
—Está bien, hijo —le contestó Nick, secándose el sudor de la frente—. Hazlo, pero apartándote de este árbol.
Ricky hizo detener un coche que se aproximaba. Luego, después de asegurarse de que todo el mundo estaba bien separado, el hombre del árbol siguió aserrando la rama. Luego, con la agilidad de un mono, se deslizó por la cuerda hasta quedar en el suelo. A los pocos minutos, los empleados del servicio forestal habían apartado la rama de la calzada y empezaron a cortarla en porciones más pequeñas. Pete y Ricky hicieron señas a los conductores para que prosiguieran su camino.
—Muchas gracias por ayudarnos —dijo Nick, mirando a Ricky y sonriendo—. Aunque la próxima vez…
—No lo haré —prometió Ricky, sin esperar a que Nick acabase la frase—. No lo haré nunca más.
No tardaron mucho los hombres en apilar las ramas cortadas y volver a guardar su equipo en el camión. Nick y sus ayudantes subieron a la parte delantera del vehículo, se despidieron de los niños, moviendo alegremente las manos, y se marcharon.
—¡Ahí viene papá! —anunció Holly, en aquel momento.
La furgoneta se aproximó y, un momento después, entraba en el camino del jardín de los Hollister. El conductor sonrió ampliamente cuando sus cinco hijos corrieron hacia él, obligándole a detenerse casi en seco.
—Mamá me ha explicado por teléfono lo del accidente —dijo, saliendo—. Por lo visto tenemos un huésped de Hawaii.
—Sí, sí —afirmó Sue, a grititos—. Ven a verle, papá.
Encontraron a Tom King sentado en el sofá.
—Tom King acepta quedarse un poco más con nosotros —explicó, sonriente, la señora Hollister.
—Y les agradezco muchísimo su hospitalidad —dijo el hombre—. Por cierto… ¿Alguno de vosotros, pequeños, quiere ir a buscar mi maletín al coche?
—Pero ¡si ya se han llevado el coche!
Tom King quedó unos momentos pensativo. Luego dijo:
—Supongo que en el garaje estará seguro. Lo recogeré por la mañana.
Mientras todos los niños le escuchaban con atención, el extranjero explicó que sólo llevaba unas pocas semanas en los Estados Unidos.
—Compré el coche en la Costa —añadió—. Por el camino he ido haciendo preguntas a distintas personas.
—¿Preguntas? —repitió Holly, curiosa—. ¿Es usted un señor que hace preguntas, como en la televisión?
La ocurrencia hizo reír a Tom King.
—No, no. Lo que yo quisiera es encontrar la respuesta a cierto misterio —dijo.