¡ACCIÓN! ¡CÁMARA!

¡Crac! ¡Bum!

Un trueno ensordecedor estremeció toda la casa e hizo vibrar los cristales de la buhardilla, en donde los cinco hermanos Hollister estaban jugando.

—¡Zambomba, qué cerca ha caído ese rayo! —exclamó Pete Hollister, el muchachito de doce años, con chispeantes ojos azules—. Pero nosotros sigamos con la filmación.

Pete estaba detrás de un baúl apoyado en el suelo sobre uno de los laterales, en cuya parte superior se había colocado una vieja cámara de cine. Dos grandes focos iluminaban la escena.

—Dinos cuándo tenemos que volver a empezar —pidió Pam, alegremente.

La bonita y morena Pam, que tenía diez años, apoyó una rodilla en el suelo, junto a una banasta de naranjas. En lo alto de la banasta se había subido Sue, la pequeñita de la familia, con cuatro años y cabello muy rubio. Sue rió alegremente, mirando a los otros dos hermanos que se mantenían a un lado.

Éstos eran Ricky, de ocho años y Holly, de seis. El cabello rojizo de Ricky estaba alborotado y el entusiasmo que sentía parecía asomar por cada una de las innumerables pecas que cubrían su carita.

—Vamos, Pete —dijo el pecoso, apremiante—. Que haga en seguida su papel.

Holly sentía un hormigueo de impaciencia y se retorcía las trencitas de pelos castaños, mientras aguardaba las órdenes del cameraman Pete.

—Muy bien —dijo el hermano mayor—. No te olvides, Pam. Tú estabas en una lancha salvavidas, mirando hacia la cubierta del viejo clíper. Tú, Sue, te encontrabas a punto de ser arrastrada por una ola enorme, y Holly y Ricky te salvaban. ¿Estáis preparados?

Los cuatro niños asintieron y Pete dijo:

—¡Atención, empezamos!

Inmediatamente, Pam puso cara de muchísima preocupación.

—¡Por favor, salven a mi hija! ¡Salven a mi pequeñita, por favor! —exclamó, enlazando dramáticamente las manos.

—¡Lo haremos! —aseguró, muy decidido, Ricky.

Y él y Holly se aproximaron a la banasta de naranjas. Oscilando de un lado a otro, como si estuvieran en la cubierta de Un viejo clíper, que hubiera naufragado a causa de una terrible tormenta, el pecoso y Holly formaron una especie de asiento con sus manos e hicieron sentar en él a su hermanita menor.

—La llevaremos a la otra lancha salvavidas —dijo Holly.

Y en aquel momento, Sue prorrumpió en alegres risitas.

—¡Corten! —gritó Pete, desconectando la cámara.

Mientras Sue saltaba al suelo, Pete le dijo:

—En esta escena no tienes que reírte. Figura que estás muy asustada, Sue.

—Como es tan divertido… —se disculpó la pequeña con los ojitos relucientes.

—No es así como trabajan las grandes actrices —declaró Pam—. Ahora tendremos que repetir la escena.

—Y ya no queda mucha película —añadió Pete.

Mientras la lluvia golpeteaba con fuerza en el techo de la buhardilla, los Hollister se prepararon para repetir la escena. Jugar a hacer películas era algo que les divertía mucho a todos en los días de lluvia. Hacía poco habían leído en el periódico que dos famosos actores, Lisa Sarno y Gregory Grant, estaban a punto de empezar a trabajar en la película «El Viejo Barco». Ahora Pam estaba representando el papel de Lisa y Ricky el de Gregory.

Los niños habían oído hablar de barcos clíper de los Estados Unidos, que se utilizaban para comerciar con la China. Salían de la costa de Nueva Inglaterra al iniciar los largos y peligrosos viajes al Lejano Oriente. De modo que Pam había escrito una pequeña historia sobre el naufragio de uno de aquellos navíos y Pete actuaba como cameraman y director.

Mientras volvía a encender los focos y a lo lejos sonaba otro trueno, Pete se preparó para hacer nuevas tomas.

—¡Acción! —dijo.

Esta vez las escenas quedaron bien. Sue hizo varios pucheritos, como si estuviera llorando, mientras Ricky y Holly la salvaban.

—¡Preparados para la próxima escena! —ordenó Pete.

—¿Qué escena va a ser? —preguntó Ricky, volviéndose a Pam que tenía unos papeles en la mano.

—Espera, que consultaré el guión —dijo Pam, muy gravemente—. Ah, sí. Aquí es donde Sue baja por una cuerda que está pendiendo por la borda del buque y se deja caer en el bote salvavidas.

Ricky fue a un rincón de la buhardilla para coger una escalera de mano y la colocó bajo una viga. Después buscó un trozo de cuerda y, subido a la escalera, ató sólidamente la cuerda a la viga. Entre tanto, Pam colocó frente a la cámara la gran cartulina que representaba una barca de remos.

—¿Creéis que Sue podrá bajar por la cuerda? —preguntó Pete, pasándose una mano por el cabello alborotado.

—Claro que puedo —aseguró Sue, muy digna.

—Está bien. Ricky, tú colócate a su lado, por si se cae —indicó el hermano mayor.

Cuando todo estuvo preparado, Sue subió por la escalera y se cogió a la cuerda. Entonces Ricky apartó la escalera.

—Ve resbalando despacio —dijo Pam, cuando Pete empezó el «rodaje».

Sue estaba a mitad de la cuerda cuando, de pronto, otro tremendo trueno estremeció los cristales. El estruendo hizo estremecerse a la pequeñita.

—¡Ayudadme! ¡Socorro! —chilló, asustada—. Voy a caerme.

Ricky corrió a ayudar a su hermana, pero, al acercarse, tropezó en la barca de cartón y cayó de bruces, debajo de la cuerda y… ¡Catapum! Sue aterrizó sobre la espalda de su hermano.

—¡Uff! —rezongó Ricky que, por un momento había quedado sin aliento.

Pete desconectó la cámara y él y Pam fueron corriendo a levantar a Sue.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Pam.

—No —contestó la chiquitina, echándose a reír—, pero a lo mejor le he «hacido» daño al salvavidas Ricky.

El pelirrojo respiró profundamente y exclamó:

—¡Canastos! No quiero volver a ser un salvavidas.

—¿Tenemos que repetir la escena? —quiso saber Holly.

—No —repuso Pete—. Ha sido una escena buenísima.

La tormenta estival era cada vez más fuerte y los sonidos que producía el viento y la lluvia crecían también de volumen. De repente se oyó algo que parecía desgarrar los tímpanos. El trueno y el relámpago se produjeron al mismo tiempo. Los focos se apagaron. A todo esto siguió un ruido estremecedor que se produjo fuera, sobre algo metálico.

—¡Dios mío! —exclamó Pam—. ¡El rayo ha caído en algún sitio de aquí cerca!

—Yo creo que ha sido en la calle —opinó Pete—. ¿Por qué no salimos a ver?

En aquel momento las luces volvieron a encenderse. Pero ya estaban todos muy preocupados y decidieron dejar el juego. Pete abrió la puerta de la buhardilla y todos bajaron al primer piso.

Los cinco hermanos Hollister y sus padres vivían en una enorme y acogedora casa de la simpática ciudad de Shoreham, junto al Lago de los Pinos. En la zona comercial de la población, el alto y deportivo señor Hollister tenía un establecimiento en el que vendía artículos de ferretería y deportes, además de juguetes. Lo llamaban El Centro Comercial. Tanto él como su esposa, la señora Hollister, que era muy guapa y esbelta, estaban siempre dispuestos a tomar parte en las aventuras de sus hijos.

Cuando los niños llegaban a la planta baja, «Zip» salió de la cocina, para correr al encuentro de sus amos. «Zip» era un hermoso perro pastor. Los truenos le habían puesto muy nervioso, y Pam, amable y compasiva como siempre, le dio unas suaves palmadas en el lomo, para tranquilizarle.

—No te preocupes, «Zip». Pronto se terminará todo esto —le dijo, antes de salir con los demás al porche.

La señora Hollister, con un abrigo y un sombrero impermeables, ya estaba fuera, mirando al otro extremo del césped, a través de la espesa cortina de lluvia.

—Qué trueno tan terrible —dijo, cuando sus hijos es acercaron.

—Ha debido de estallar en algún sitio muy cerca —opinó Ricky—. Vamos a mirar.

El pecoso y todos sus hermanos volvieron a entrar para ponerse los impermeables y capuchas. Pete buscó, además, una linterna.

—¿Alguno de vosotros ve en dónde ha podido caer el rayo? —preguntó la señora Hollister, cuando sus hijos volvieron a salir.

—Me parece que allí veo un coche —contestó Pete, atisbando con fijeza y enfocando la linterna hacia el lugar al que miraba.

—¡Mirad! —exclamó de repente Pam—. Hay un coche delante del jardín y un árbol ha caído encima.

En aquel mismo momento, los Hollister oyeron una voz que gritaba:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Sáquenme de aquí!

—Alguien está dentro y no puede salir —dijo Pete—. ¡Vamos!

Sin titubear ni un momento, la señora Hollister y sus hijos bajaron, corriendo, las escaleras del porche, y cruzaron el patio, para llegar junto al coche accidentado.