El Escuadrón de Carranque se puso en marcha de inmediato. Se vistieron y cogieron sus armas, unos fusiles Heckler & Koch que consiguieron en los primeros días de la fundación del refugio, en una cercana comisaría de policía. Durante un tiempo tuvieron trajes antidisturbios completos, pero en la práctica resultaron demasiado pesados y les restaban maniobrabilidad así que los desecharon, de cualquier forma como decía Dozer, si un caminante se te acercaba lo suficiente como para ponerte en peligro, probablemente lo estabas de cualquier manera. También llevaban unas manejables pistolas Star 28 PK que guardaban en su funda bajo el brazo. En el resto del cinto llevaban cargadores suficientes para pasar una buena jornada disparando.
—Esto va a ser duro —dijo Dozer consultando el plano de las alcantarillas que tenían claveteado a una de las paredes en la sala que usaban para guardar el equipamiento de combate—. Son bastantes kilómetros, y no es que se pueda avanzar rápido ahí abajo precisamente. Bueno, en cualquier caso —señaló un punto determinado del entramado en el mapa— avanzamos hasta este punto y desde aquí es terreno inexplorado hacia el éste. Si podemos recorrer esta galería de aquí, hasta esta otra de allí entonces no creo que nos perdamos.
—Entendido —dijo Susana metiendo un cargador en su fusil.
—Otra cosa —dijo sacando un cajón de madera y dejándolo caer pesadamente sobre la mesa. El cajón rebotó brevemente y expulsó una ligera capa de polvo— el trayecto es largo así que aunque nunca las hemos usado hasta ahora, propongo que usemos estas mascarillas de oxígeno.
Uriguen sacó una de la caja y la examinó brevemente. La luz de los tubos de neón se reflejó fugazmente sobre los cristales de la visera.
—Oh, gracias al señor por los pequeños favores —comentó.
—No son máscaras militares, ¿de acuerdo? así que si hay que disparar ahí abajo tenedlo en cuenta —explicó Dozer.
—¿Qué quieres decir?
—Que son industriales. Se diferencian por el filtro que está situado hacia el frente. Las de uso militar tienen el filtro en un lateral, para poder acercar la mejilla al arma al apuntar.
—Ah, coño —dijo José— claro.
—De todas formas espero que no haya que hacerlo hasta salir fuera.
—Vale, cotorras —cortó Susana—. Movamos esos culos.
* * *
Descendieron a las alcantarillas, el hediondo entramado de túneles y pasadizos que conformaban los subterráneos de la ciudad. Por allí se movían deprisa y se sentían a salvo porque todos los accesos eran a través de escaleras de mano y todavía estaba por ver a un zombi capaz de sincronizar sus brazos y piernas para utilizar una.
En los angostos corredores la única fuente de luz eran las linternas magnéticas que tenían acoplados a los rifles, bailaban como espíritus silenciosos correteando por las paredes y el techo a medida que avanzaban ligeramente encorvados, dirigidos por los haces de luz. El canal de cemento que discurría por la pared más oriental del túnel estaba desbordado, sin duda por las descontroladas lluvias que habían venido sufriendo las últimas semanas, así que el agua pútrida estaba llena de sedimentos, basura y piedras arrastradas.
Nunca habían encontrado ratas, ni debajo ni encima del nivel del suelo. A dónde habían ido los fastidiosos animales no lo sabían, pero recordaban con frecuencia el viejo dicho de que ellas son las primeras en abandonar el barco que se hunde, lo que adquiría ahora connotaciones en extremo lúgubres. Quizá sentían que el máximo exponente en la pirámide alimenticia, el zombi, pululaba por encima de sus cabezas.
Tardaron mucho más de lo previsto en atravesar la distancia que les separaba del puerto. Hubo complicaciones desde luego, porque ya nadie atendía las alcantarillas y las lluvias habían causado ciertos estragos. El túnel principal que venían siguiendo estaba trabado por una montaña negruzca de porquería, cascotes y ramas de árboles que impedían el paso completamente. Del otro lado les llegaba el murmullo tumultuoso de agua corriendo, así que tuvieron que tomar un ramal que descendía sinuoso hacia el sur. Éste era mucho más angosto, y el techo tenía rendijas estrechas por las que chorreaba un limo viscoso, probablemente de hongos embadurnados de barro que les hacía resbalar.
Supieron que estaban cerca cuando el sonido de la sirena parecía nacer ya de las mismas paredes, vibrante y estremecedor.
—La hostia —soltó José sin poder evitar. Su voz sonaba amortiguada tras la máscara.
—Vamos a echar un vistazo, no estoy seguro de dónde nos encontramos exactamente —pidió Dozer.
Como si hubiese recibido una orden Susana pasó su rifle a Uriguen y ascendió por la escalera que tenía a su derecha. Tras algunos esfuerzos levantó la tapa con suma cautela, como a cámara lenta, lo suficiente para echar un vistazo.
—¡Hemos llegado! —anunció cuando llegó abajo.
—¿Sí, dónde estamos?
—A cien metros de la entrada principal, queda a la izquierda nada más salir.
—¿Cuántos hay? —quiso saber José.
—Bastantes, pero están tranquilos.
Dozer se quitó la máscara resoplando fuertemente, tenía la frente cubierta de sudor.
—Vale ¡menos mal! Temía que esa bocina del demonio los hubiese puesto más cachondos que un adolescente en Nochevieja.
—Qué peste, coño —soltó José cuando se quitó su máscara. Los demás le imitaron.
—Vale —dijo Dozer bajando la voz—. Ya sabemos cómo va esto, así que hagámoslo.
—Arriba, pecholobo —dijo Uriguen dándole una palmada a José en la espalda.
* * *
Salieron a la superficie con la rapidez esencial que requería la situación. En pocos segundos, José y Dozer estaban ya arriba controlando con el rifle a los espectros más cercanos mientras sus dos compañeros salían. Ya lo habían hecho antes una infinidad de veces y el protocolo de actuación se había ido perfeccionando con el tiempo. Sabían, por ejemplo, que los caminantes tardaban un tiempo en reaccionar, en adaptarse a la nueva circunstancia de que había personas entre ellos, lo que les proporcionaba un tiempo precioso para llevar a cabo tantas acciones como fuera posible.
Una vez estuvieron todos arriba avanzaron con cierta presteza hasta el muro más meridional. Nunca corriendo, correr era una forma rápida de atraer la atención de esos monstruos, de reactivarlos prematuramente.
Lo que tenían delante era el Muelle Agustín Heredia, una avenida amplia que recorría el flanco del puerto y que se cerraba por ese lado con una verja de hierro terminada en puntas de flecha. A pocos metros de donde estaban había una pequeña estación de la que solían partir autobuses hacia algunos de los pueblos de la Costa, desde Estepona a Nerja; pero ya no había autobuses esperando y los muertos recorrían sus andenes sucios de viejos rastros de aceite de motor. Allí, ceniciento y solitario como un monolito de piedra había una suerte de kiosco construido de forma rudimentaria donde se vendían refrescos, café y revistas.
José se quedó un momento paralizado súbitamente invadido por viejos recuerdos de juventud. Miraba con los ojos muy abiertos los restos de un banco de madera. Jesús, ¿no fue ahí donde la pecosa Tania y yo nos dimos el primer beso hace un millón de años? pensaba. Sacudió la cabeza para sacarse de encima aquellos recuerdos, pero aunque consiguió concentrarse de nuevo en la misión una extraña sensación había aflorado ya en su estómago.
—¡Vamos, vamos! —apremió Dozer haciendo una señal con el brazo para avanzar, pero Susana le agarró de la manga para detenerlo.
—Espera, ¡por ahí no, por el kiosco! —dijo.
No era mala idea. La entrada del puerto daba al mismísimo corazón de la ciudad, la Plaza de la Marina, un espacio diáfano enorme donde los caminantes se hallaban en gran número, congregados quizá en recuerdo de días que no volverían. Pasar por allí era como llamar a las puertas de la Condenación.
La sirena del barco los reclamaba, apremiante.
—De acuerdo —concedió Dozer, y José y Uriguen asintieron al unísono.
Retrocedieron entonces la corta distancia hasta el kiosco. Había apenas dos metros y medio desde el suelo al techo del mismo, y desde el tejado se podía saltar fácilmente la reja de hierro para caer dentro del recinto portuario. Pero cuando Dozer estaba juntando las manos para servir de apoyo a sus compañeros, un inesperado alarido inhumano, alto y colérico les sobresaltó. Con la piel erizada, Susana apuntó instintivamente en la dirección de la que provenía.
Era un zombi desde luego. Los miraba encorvado y brutal desde la otra acera cuatro carriles más allá. Era grande, alto y musculoso, un animal de gimnasio. A su cabeza rapada le faltaba medio lado de la cara, como si lo hubieran arrastrado por el asfalto y hubiera perdido la carne y el hueso por la fricción, el globo ocular asomaba allí como un terrible tumor ovoideo recorrido por intensas venas rojas.
Pero todavía peor que la reacción de aquel monstruoso enemigo era el hecho espeluznante de que todos los zombis a su alrededor estaban respondiendo al grito, buscando frenéticos a su alrededor. Giraban sobre sí mismos con las bocas abiertas, hambrientas, y levantaban las manos crispadas como recuperando un instinto depredador que el hombre ha mantenido latente, grabado en su memoria evolutiva.
—Mierda —soltó José.
—¡Vamos, vamos! —pidió Dozer, moviendo las manos entrecruzadas para indicar que subieran.
—¡Os cubro desde arriba! —dijo José encaramándose con rapidez. Trepó ágilmente hasta el tejado del kiosco y allí hincó la rodilla en el suelo apuntando a los zombis. No disparó aún sin embargo, demasiado bien sabía que con el primer disparo revelarían a todos su posición.
El gigante sin cara comenzó a correr hacia ellos, a punto de tropezar con sus propias piernas al principio y virando peligrosamente a un lado como si fuera a caer de bruces al suelo, pero a mitad de la calle tomó carrerilla y embistió con una ferocidad incontenible. Para entonces también Susana había subido arriba.
—¡Ya! —gritó José apretando el gatillo. El rifle escupió una breve ráfaga que impactó en el muerto viviente. Saltaron trozos de carne muerta en la zona del pecho, el cuello y la boca y provocaron que el coloso se combara hacia atrás. El disparo en plena garganta cortó su horripilante grito de raíz, que se redujo a un siseo sibilino como el de una olla Express. Cuando estaba a punto de caerse sobre Uriguen una segunda ráfaga descarnó completamente su cabeza, revelando una masa fungiforme, palpitante y gris. Dio unos cuantos pasos más erráticos y sin dirección, y se estrelló contra la pared del kiosco. El golpe arrancó un profundo sonido metálico.
Mientras tanto, Uriguen se había encaramado arriba y apuntaba a los otros espectros que ya empezaban a moverse hacia ellos. Unos todavía lentamente, pero otros comenzaban a trotar como marionetas a las que les faltan unos cuantos hilos. Sus ojos muertos estaban fijos en todos ellos.
Dozer saltó sobre sus pies con la mano en alto y José lo atrapó en el aire, dándole el apoyo necesario para que se impulsara hacia arriba y se encaramara al tejado. Mientras lo hacía, Susana y Uriguen habían empezado a disparar a los zombis más cercanos. Su puntería era implacable.
—¡Ya estamos! —anunció Dozer.
Decirlo y saltar sobre la verja de hierro fue todo uno. Cayeron sobre un trozo de tierra cubierto de maleza, apenas un arriate que daba paso a una extensa explanada llena de coches aparcados. El caos era enorme, como si alguien hubiera conducido un autobús o un descomunal tráiler entre ellos, golpeándolos y haciéndolos dar vueltas de campana para dejarlos inservibles y trocados en lamentables chatarras.
Hacia el este a unos ochenta metros se levantaban dos edificios, el más pequeño era el de la Autoridad Portuaria y el segundo era para recibir y dar salida a los pasajeros, cruceristas en su mayoría. Ahora, sólo los zombis lo poblaban.
Y entonces lo vieron.
Se trataba de un buque mercante gigantesco cuyo casco estaba pintado de negro en su parte superior y de un color rojo oxidado desde la mitad hasta el agua. En la proa, dos protuberancias gigantes con un ancla en cada una le daban el aspecto de una cara cuyos ojos ciegos miraban apesadumbrados hacia el mar, como un borrego que va al matadero. En su cubierta se erigían cuatro grúas de carga de un color ocre desgastado, orgullosas como extraños monolitos egipcios, y ya en la proa se distinguía una construcción blanca, alta y aséptica con la bandera de Liberia ondeando tímidamente. En la línea del casco se podía ver la palabra CLIPPER escrita en mayúsculas con grandes caracteres, y en la curvatura de la proa el nombre del barco, el Clipper Breeze.
El barco había entrado en el puerto en línea recta, pasando por los dos grandes espigones que lo protegían, y avanzaba lentamente hacia los muelles seis y siete, que se adentraban en las aguas como un brazo acusador. Allí descansaban, solitarios y despuntando contra el horizonte, dos grandes sitios de almacenaje de casi cuatro mil toneladas métricas. Enormes bidones que estaban en ruta de colisión directa.
—Dios de mi vida —exclamó Dozer.
Susana disparó una ráfaga contra un zombi de color que llevaba únicamente unos desgastados calzoncillos raídos. Cayó derribado sobre el capó de un coche cercano, desparramando sus sesos por el cristal agrietado del parabrisas.
—¿Va a estrellarse? —preguntó Uriguen tras disparar dos veces, una a su izquierda y otra a su derecha. Uno de los disparos alcanzó su objetivo en el brazo, que salió despedido hacia atrás y aleteó en el aire hasta caer en suelo con un húmedo chapoteo.
—Eso vamos a ver, vamos en aquella dirección —dijo Dozer señalando—, por la derecha de ese edificio hasta la parte de atrás, ¡vamos!
Corrieron entre los coches despertando inevitablemente a todos los muertos que había alrededor. Los gruñidos guturales se mezclaban con los disparos de los rifles que descargaban ráfaga tras ráfaga. Disparaban tan rápido como podían, alternándose en el avance para darse cobertura unos a otros cada pocos metros, pero la oleada de caminantes parecía no tener fin. En un minuto, alcanzaron la sombra del edificio de la estación marítima perseguidos todavía por un número considerable de muertos vivientes.
Desde allí avanzaron a buen paso hasta la parte de atrás, otra gran superficie llena de contenedores de transporte de mercancía, bastos cajones de hierro de diferentes colores, en mejor o peor estado, almacenados en torres de diferentes alturas conformando un laberinto endemoniado. Pero ahora eran capaces de ver el barco acercándose al muelle, tejiendo ondas en la superficie de un mar verdoso y quedo como la superficie de un plato de porcelana. Se aproximaba inexorablemente al brazo de puerto.
—¡¿Por qué hace eso?! —preguntó Uriguen fuera de sí. Según venían las cosas creía obvio que el barco iba a colisionar con el enorme espigón, aunque fuera por muy poco. Sin embargo, en el último momento, la proa pareció resbalar contra las rocas de la pared de cemento. El sonido del metal rasgando contra el suelo de rocas inflamó el aire, llenándolo tan completamente que fue como si todo se detuviese en el tiempo. La superficie del agua se encrespó, indicio de las espantosas reverberaciones submarinas que el casco estaba levantando. Incluso José y Uriguen, que eran los que cubrían sus espaldas disparando contra sus perseguidores, se encontraron a sí mismos girando la cabeza para ver cómo el barco pasaba rozando el lateral contra las rocas y el mismísimo hormigón.
—Hostia puta —dijo Dozer de pronto viendo cómo el barco había modificado ligeramente su rumbo—. Viene directo hacia aquí.
Así era, el Clipper Breeze avanzaba ahora con la misma lentitud en claro rumbo de colisión frontal contra ellos. Cuánto daño había causado la exasperante fricción contra el manto rocoso no lo sabían, pero de algún modo el colosal buque mercante parecía escorar ligeramente hacia babor, lo que propiciaba la nueva ruta. Mientras tanto, la sirena continuaba su desesperada llamada, que ahora lo sabían muy a las claras era de socorro.
El monstruoso rechinar del metal, alto y vibrante, había provocado otras cosas sin embargo. El sonido no era grave y apagado como el de la sirena del barco que llevaba oyéndose durante bastantes horas en casi toda Málaga, sino agudo y desquiciante, vibrante, y tuvo un efecto inmediato en las hordas zombi que vagaban erráticas por toda la periferia, los atrajo como el aroma del pescado a las moscas. Además, la vibración provocada por la prolongada fricción del barco había causado un problema del que aún nada sabían. Se trataba de las cinco grúas Súper Post Panamax que se erigían como ídolos o, acaso, celosos guardianes del comercio internacional sobre la línea del firmamento de la ciudad; altas estructuras de casi sesenta metros de altura que se usaban para descargar los grandes buques mercantes.
Habían sido diseñadas para resistir los más fenomenales embistes de las aguas y los fuertes vientos, pero los pilares principales de la quinta estaban seriamente comprometidos; en los días en los que los malagueños huían en los barcos, hubo escenas escalofriantes en aquel mismo lugar. Un autobús en llamas recorrió los últimos veinte metros que le separaban de una de las patas de acero y terminó por estrellarse violentamente contra ella. Explotó violentamente, generando una onda expansiva de calor intenso y esquirlas en llamas, acabando con la vida de seis hombres que esperaban para subir a una de las embarcaciones. Allí permaneció ardiendo durante tres horas, durante las cuales las llamas hicieron su trabajo contrayendo todas las juntas, debilitando los tornillos, calcinando las partes móviles pequeñas y haciendo reventar los cojinetes de las bases. Ahora, aunque ninguno de los miembros podía escucharlo la estructura chirriaba ensimismada, las vigas de unión se tensaban más allá de lo que el castigado metal podía soportar, y amenazaba con desmoronarse.
Pero eso aún no había ocurrido, y a muchos metros de allí, el Clipper Breeze continuaba su avance. En el muelle, Dozer y el Escuadrón escuchaban con creciente inquietud los gritos cada vez más encolerizados de las hordas zombi.
—Esto se pone muy jodido —dijo Dozer con los tendones del cuello en tensión y mirando alrededor. Los intensos alaridos salvajes provenían de algún lugar al otro lado del edificio. Naturalmente, sabían lo que eso significaba. Estaban entrando en el puerto. Estaban entrando en masa.
—¡No llegaremos a las alcantarillas! —chilló Uriguen.
—¡No hay tiempo! —confirmó Susana— ¡al edificio, resistiremos en el edificio!
Como si fueran uno solo corrieron tan rápido como pudieron hasta uno de los accesos al edificio. Era apenas una puerta metálica de una sola hoja, una entrada trasera, pero mientras avanzaban hacia ella ensombrecidos por el griterío de los muertos, José se descubrió a sí mismo rezando para que estuviera abierta.
Lo estaba, y con los pasos estremecedores de los zombis doblando ya la esquina desaparecieron en su interior. Era apenas una escalera que ascendía una docena de peldaños y viraba a la derecha, fundiéndose con un corredor monótono y aséptico. Dozer y Uriguen apoyaron sus hombros contra la puerta respirando agitadamente. Susana, mientras tanto, se concentraba en proporcionar cobertura apuntando a la parte superior de las escaleras.
Y por fin, el Clipper Breeze llegó al término de su azaroso viaje. La proa golpeó brutalmente contra el muelle provocando una vibración insólita que reverberó por toda la estructura de hormigón. Los cristales del edificio estallaron en millones de pequeñas esquirlas, provocando un sonido ensordecedor. El casco del buque, ya oxidado y testigo de innumerables viajes por aguas salubres se comprimió como un viejo acordeón; el metal se retorcía y reventaba por mil sitios diferentes exponiendo sus impudencias a la luz del Sol. La sirena enmudeció de pronto, interrumpida en plena colisión y dos de las grúas de la cubierta cayeron hacia los lados como si fueran de papel. Y ahora sí, sacudida finalmente por la reverberación, la fenomenal grúa Súper Post Panamax se inclinó peligrosamente como un malabarista que fuerza su representación hasta el extremo, y por fin sucumbió como la enorme mole de hierro y acero que era. Lo hizo cayendo sobre la segunda grúa que tenía a su lado, que se desmoronó también prácticamente al instante. Cayeron al suelo abrazadas una a la otra, retorcidos sus hierros mortales en un abrazo lascivo. Algunos trozos alcanzaron el agua, creando fuentes de espuma que se levantaron muchos metros por encima del nivel del mar.
Semejante fanfarria provocó un escándalo de unas dimensiones tan impresionantes como no las recordaba Málaga desde los días en los que la ciudad era bombardeada masivamente por tierra y aire, en plena Guerra Civil. La onda de sonido llegó inexorable a todas partes, y en las calles y la procelosa oscuridad de los edificios abandonados, los muertos despertaban.
Fuera del edificio los muertos aullaban completamente fuera de sí, entregados a una especie de orgía cruel y sobrecogedora. Era tal su enajenación que arremetían unos contra otros, desbocados, salvajes, enloquecidos como una estampida que no se había visto desde los peores días de la Pandemia Zombi.
¿Y en su interior? El Escuadrón vivía, sí, pero prisioneros de los muertos vivientes.