Los cuadernos del ermitaño
Vasta es la lista de escritores que, como Nathaniel Hawthorne, llevaron cuadernos de apuntes con bocetos e ideas para su uso posterior. El caso de Hawthorne, no obstante, resulta particular porque a diferencia de los diarios de Somerset Maugham (por citar otro ejemplo en el que abundan los esbozos literarios), los «gérmenes de relatos», como los llamaba Valéry Larbaud, o los «argumentos y proyectos», como los llama Malcolm Cowley, constituyen uno de los ejes más importantes, si no el más interesante, de los American Notebooks.
Diversos escritores, incluido Maugham, publicaron en vida una selección de sus diarios, efectuada a conciencia por ellos mismos. Otros tantos dejaron listos sus diarios para que fuesen publicados póstumamente. Hasta donde se sabe, Hawthorne no intentó darlos a conocer en vida ni dejó orden alguna para que fueran publicados tras su muerte. Fue su viuda, Sophia Peabody, quien después del fallecimiento de su esposo, ocurrido en 1864, tomó la resolución de hacerlos públicos, a partir de una propuesta de James T. Fields, editor de Hawthorne y redactor de la revista The Atlantic Monthly.
En total, Hawthorne llegó a redactar tres volúmenes de diarios. Los Cuadernos norteamericanos abarcan el período de 1835 a 1853, vale decir su etapa de formación y madurez literaria. Vinieron luego los Cuadernos ingleses y por fin los Cuadernos franceses e italianos. El primer volumen (el de los American Notebooks) corresponde a los años en que Hawthorne vivía en los Estados Unidos y finaliza con su decisión de viajar a Inglaterra, donde cumplió funciones diplomáticas en Liverpool, desde 1853 hasta 1857.
Los Cuadernos norteamericanos se componen, en rigor, de siete cuadernos distintos. Su reconstrucción fue difícil y polémica. Hasta 1978 sólo se conocían cinco, no siete; los restantes aparecieron últimamente. La primera edición, fragmentaria y por cuenta de Sophia Peabody, data de 1868 y llevó por título Passages from the Notebooks of Nathaniel Hawthorne, dado que la viuda llevó a cabo una importante tarea de edición, selección y depuración de los textos. Para encontrar el primer intento de una versión íntegra hace falta remontarse al año 1900 y, sobre todo, la edición de 1932 efectuada por Randall Stuart.
Llenos de tesoros ocultos, los Cuadernos norteamericanos asombran por su calidad pero asimismo por su variedad, ya que incluyen desde frases aisladas hasta fragmentos extensos, desde numerosas ideas para cuentos o novelas hasta anotaciones personales o párrafos puramente descriptivos, estos últimos influidos a las claras por el Walden de Thoreau. «Pocos novelistas han observado la naturaleza con tanta atención», llegó a escribir Paul Auster al respecto. A Henry James, en contrapartida, le impacientaban las descripciones, a su juicio anodinas, de «un perro, un paseo o una persona conocida en una taberna».
De las casi quinientas páginas de los American Notebooks, se incluye aquí una selección que da neta preferencia a los pequeños relatos o esbozos de relatos, en desmedro de aquellos pasajes donde el autor parece dedicarse más al mundo de la naturaleza que a los conflictos del mundo humano.
Salvo una decena de fragmentos traducidos en su oportunidad por Borges y Bioy Casares para sus magníficas antologías; salvo los pasajes traducidos por Carlos José Restrepo para su versión —en la colección Cara y Cruz, de Norma— de El holocausto del mundo; salvo un largo trecho (julio-agosto de 1851) conocido bajo el título de Veinte días con Julian y conejito (Anagrama) y que en rigor constituye casi un libro aparte, una unidad dentro de una suma de textos diversos; salvo estas excepciones, los American Notebooks permanecían —increíblemente— inéditos en castellano.
El olvido es imperdonable, máxime cuando estas páginas, además de amenas y rebosantes de imaginación, vienen a completar la imagen del escritor. En un breve ensayo titulado «Hawthorne en familia», Paul Auster ha escrito que existen múltiples Hawthorne: el maestro de Henry James; el inspirador de la teoría del cuento de Poe; el creador de alegorías; el fabulador romántico; el cronista de la Nueva Inglaterra; y hasta «el precursor de Kafka», según Borges. La ficción de Hawthorne puede ser provechosamente abordada bajo todos estos ángulos, cree Auster, pero no es menos cierto que existe asimismo «un Hawthorne más o menos olvidado», a causa de la amplitud de su obra: un Hawthorne privado, amante de las descripciones paisajísticas, paciente cultor de las ideas y de los pensamientos fugaces, viajero e historiador de la vida cotidiana.
Las páginas de estos cuadernos desbordan inventiva, y son tan frescas que Hawthorne «deja de parecemos una venerable figura del pasado», como bien ha estimado Auster, para convertirse en un contemporáneo, un escritor en vigencia.
Figura tutelar de la literatura norteamericana, Nathaniel Hawthorne nació en el puerto de Salem, Massachussets, en 1804, más precisamente el 4 de julio, aniversario de la declaración de la independencia de los Estados Unidos. Su verdadero apellido era Hathorne; él le añadió la «w». Su padre, capitán de navio, murió de fiebre amarilla en Surinam cuando Nathaniel tenía apenas cuatro años. Tras este hecho, la familia llevó una extraña vida de reclusión. «Entregados a la Sagrada Escritura y a la plegaria, no comían juntos y casi no se hablaban. Le dejaban la comida en una bandeja en el corredor», contó Borges en su Introducción a la literatura norteamericana.
Salem, ya entonces, era una pobre aldea puritana, muy vieja y en decadencia. Los Hathorne tenían raigambre allí. Cierto antepasado, un tal William Hathorne, había sido en su tiempo un magistrado famoso por perseguir a los cuáqueros, y el propio Nathaniel dijo de él que «tenía todas las características de los puritanos, las buenas y las malas». Otro antepasado, John Hathorne, estuvo entre los jueces que dictaron sentencia en los célebres procesos realizados en Salem en el siglo XVII, por cargos de brujería. «No sé si mis antepasados pensaron alguna vez en arrepentirse y pedirle perdón al cielo por sus crueldades», puede leerse en La casa de los siete tejados, novela donde se postula que los males cometidos por una generación suelen perdurar y aun obrar sobre la siguiente, como un castigo heredado.
Puritano por educación y por convicción, la culpa fue uno de los temas centrales en su obra, en la que abundaron las alegorías no siempre moralizantes. Tanto Poe como Borges deploraron la tendencia de Hawthorne a buscar casi siempre una moraleja a modo de conclusión, lo que a juicio de ambos echó a perder no pocos de sus cuentos.
Su vocación literaria parece haber sido favorecida por un accidente que sufrió en 1813, y que lo recluyó por casi dos años. Poco más tarde su familia se trasladó a Raymond, Maine; pronto él ingresó en el Bodwoin College, donde se hizo amigo de Horado Bridge, Henry Wadsworth Longefellow y Franklin Pierce, este último futuro presidente norteamericano. En 1828, a tres años de haberse graduado, publicó por cuenta propia su ópera prima, la novela Fanshawe, que transcurre en un Harley College que no es sino una versión ficticia del Bodwoin. Su etapa en Bodwoin no sólo le deparó amistades para toda la vida: en los English Notebooks, en 1854, anotó un sueño al parecer recurrente: «Todavía estoy en el colegio».
A Fanshawe le siguieron diversos relatos en revistas como The Token y la Gazette de Salem. En 1836, afincado en Boston, editó un periódico llamado The American Magazine of Useful and Entertaining Knowledge y más tarde escribió una Historia universal para uso escolar. Su primer biógrafo, Georges Parsons Lathrop (también su yerno), creyó detectar un solo pasaje a la altura del escritor en ciernes: en referencia a Jorge V de Inglaterra puede leerse que «aun siendo muy joven a este rey le importaba mucho la ropa y la moda; tenía tan buen gusto al respecto, que es una pena que fuera rey, ya que de lo contrario habría sido un excelente sastre».
Su verdadero bautismo como escritor llegó en 1837 con el volumen de cuentos Twice-Told Tales (Historias dos veces contadas), que se ganó los elogios de Longfellow. En el prólogo a la tercera edición de este libro, Hawthorne dijo que sus cuentos poseían «la frialdad de un hábito contemplativo» y admitió que «incluso en el caso de los que pretenden ser retratos de la vida real nos encontramos con la alegoría».
Tras conocer en 1838 a su futura esposa, Sophia Amelia Peabody, Hawthorne entró a trabajar en la aduana de Salem. Llegó a ser nombrado supervisor general, cargo que ejerció de 1846 a 1849, época en la que se asoció fugazmente a la comunidad utópica y trascendentalista de Brook Farm, cuyo ideólogo era Ralph Waldo Emerson.
Su novela más famosa, The Scarlet Letter (La letra escarlata), fue editada en 1850, e inaugura un período fértil: un año más tarde publicó The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados); en 1852, la novela The Blithdale Romance y el libro de cuentos The Snow Image (La figura de nieve); y, en 1853, The Tanglewood Tales.
Ese lustro 1850/1855 fue excepcionalmente fecundo para la literatura norteamericana: Hombres representativos (1850), de Emerson; Moby Dick (1851), de Melville; Walden (1854), de Thoreau; Hojas de hierba (1853), de Whitman.
Nombrado cónsul de los Estados Unidos en Liverpool por su amigo y ahora presidente Franklin Pierce, Hawthorne pasó allí dos años junto con Sophia y sus hijos Una (1844), Julian (1846) y Rose (1851), todos ellos mencionados en diversos pasajes de los cuadernos. Ya adulto, en 1884, Julian escribió un libro llamado Nathaniel Hawthorne and his Wife, y otros de ficción: Bressant (1872), Idolatry (1874), Garth (1877).
Las últimas grandes obras de Nathaniel Hawthorne fueron la novela The Marble Faun (El fauno de mármol), de 1860, que empezó a pergeñar en Florencia en 1858, y un libro de apuntes de viajes —Our Old Home—, publicado en 1863, meses antes de su muerte, y dedicado a su amigo Franklin Pierce.
Hawthorne no fue un escritor que indagara con hondura la psicología de sus personajes. En contraposición, construyó su obra a partir de incidentes, situaciones o aun objetos por lo común excepcionales. «Situaciones, no caracteres», subrayó Borges, mientras que Malcolm Cowley, experto en su obra, ha visto en ella un «uso efectivo de símbolos». La prueba está no sólo en las páginas de sus cuadernos y novelas, sino ante todo en sus cuentos: «Wakefield», quizá el mejor, pone en escena a un hombre que deja a su esposa para instalarse por veinte años, a solas, en una casa de la esquina; «El experimento del doctor Heidegger» presenta un líquido que devuelve «la flor de la juventud»; «El velo negro del ministro» narra el caso de un pastor que anda permanentemente con un velo negro que le cubre la cara; en «El holocausto del mundo», la humanidad, cansada de toda acumulación, resuelve destruir el pasado por medio de una hoguera universal; en «La marca de nacimiento», una hermosa mujer, Georgiana, tiene una marca singular «en el centro de la mejilla izquierda», y su esposo, Aylmer, hombre de ciencia, insiste en quitársela.
«La marca de nacimiento» muestra bien cómo suele proceder Hawthorne en sus cuentos. Primero expone el hecho («sobre la piel rosada se definía imperfectamente la marca, en un rojo más oscuro») y sus detalles: «Cuando la muchacha se ruborizaba, la marca se hacía difícil de distinguir y acababa por desvanecerse en el triunfal flujo de sangre que bañaba con su resplandor toda la mejilla». Acto seguido, refiere una leyenda: «Al nacer Georgiana, decían sus admiradores, un hada le había puesto la mano en la mejilla, dejándole su marca en prenda de los encantos que le darían poder sobre todos los corazones». Por último le da un significado alegórico a sus propias imágenes: «Era la falla fatal de la humanidad que, de una u otra manera, imprime imborrable la Naturaleza en todas sus creaciones, para anunciar que son temporales y finitas, o que su perfección debe forjarse con trabajo y dolor».
Henry James explicó la propensión de Hawthorne a la alegoría por las lecturas de su infancia: Bunyan y Spencer. Borges sostuvo que el primer libro que compró Hawthorne con su dinero fue The Faerie Queen, una alegoría.
Si se mira con atención, más de un texto de los cuadernos finaliza con una frase como «esto demuestra que…», «metáfora de…», «esto podría simbolizar…» o «la moraleja es que…». Esta tendencia a lo alegórico se combinó, en su caso, con un marcado gusto por la paradoja más o menos teñida de amargura o de ironía. En «La marca de nacimiento», justamente, se nos dice que «si Georgiana hubiese sido menos hermosa» la cicatriz no le habría molestado tanto a Aylmer: «viendo a su esposa tan perfecta […] este defecto se le fue haciendo más y más intolerable». En el cuento «El experimento del doctor Heidegger» se menciona a una muchacha que estuvo a punto de casarse con el doctor «pero, aquejada por un leve malestar, tomó un remedio recetado por su prometido y murió antes de la noche de bodas».
Algo por el estilo puede detectarse en varios pasajes de los cuadernos. Un hombre, queriendo embellecer una mansión, la estropea; una mujer siente empatía con las emociones ajenas pero es incapaz de sentir la menor emoción por cuenta propia; un hombre hace penitencia durante el que, a ojos de los demás, es su momento más glorioso y más triunfal; alguien desea cierto objeto que al fin obtiene pero en tal abundancia que se vuelve un flagelo que envenena su existencia. Al decir de Malcolm Cowley, Hawthorne fue un hombre de profundas paradojas: un misántropo, sí, pero con un gran afán de comunicación con sus lectores; un amante del fuego (tanto el relato «Ethan Brand» como los American Notebooks concluyen con una fogata) pero también del hielo y de los espejos, que Poe odiaba. Pocos autores, en efecto, echan mano con tamaña recurrencia de espejos y demás sustitutos.
A la par, Borges apuntó que en los cuadernos se advierte una tendencia llamativamente «moderna», casi pirandelliana, a jugar con «las confluencias del mundo imaginario y del mundo real». Los ejemplos abundan y también, en muchos casos, conducen a juegos especulares.
El bien y el mal, la sombra del pecado y la preocupación ética atraviesan toda la obra de Hawthorne y son bien palpables en estos cuadernos. Quien primero habló del «gran poder de la negrura» en el autor de La letra escarlata fue su amigo y contemporáneo Herman Melville. Un crítico francés lo catalogó, en 1860, como un «escritor pesimista», y en un extenso ensayo Henry James lo contradijo: «Superficialmente la etiqueta es válida, pero sólo superficialmente. El pesimismo consiste en visiones o teorías mórbidas y amargas acerca de la naturaleza humana. No hay modo de probar que Hawthorne abrigara esas doctrinas o convicciones».
En los cuadernos, por cierto, son escasas las teorías de cualquier índole. Y de la misma forma en que no hay teorías, tampoco hay mayores opiniones literarias, ni impresiones de lector, ni casi referencia alguna a obras o autores, fuera de casos aislados como Byron o sir Thomas Browne. «Aparentemente Hawthorne (por lo menos en sus años juveniles) no leyó a Balzac, a Stendhal, a Hugo, ni a ningún romántico alemán, excepto Tieck», apunta Cowley.
Ni hablar, por su parte, de las escasas confidencias o alusiones a la intimidad. Hawthorne llevó una vida «poco o nada interesante», al decir de James, quien subyugado por su misantropía lo describió como «escéptico, soñador y lo opuesto a un hombre de acción». En efecto, la soledad y la figura de «un hombre al margen de los otros» (la frase corresponde a «El velo negro del ministro»), otras grandes constantes en su obra, guardan un claro correlato con su vida. Como «un ermitaño» se define en los cuadernos. Y en 1837 le escribe a su amigo Longfellow: «Me he recluido, sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo».
Gran parte de la obra de Hawthorne, según Cowley, trata de «un hombre orgulloso que se ha apartado de la sociedad y sufre la tortura del aislamiento».
Durante sus primeros años, en compañía de sus hermanas o ya casado con Sophia, Hawthorne cumplió una rutina inalterable. Por las mañanas escribía, o en su defecto leía, hasta la hora del almuerzo; todas las tardes escribía, leía o se echaba a soñar. Al ocultarse el sol, salía a dar un paseo. Y en verano solía nadar.
Las primeras anotaciones para los Cuadernos norteamericanos hay que rastrearlas en el verano de 1835, el mismo año en que nació Mark Twain. El ritmo de trabajo es regular, si bien Hawthorne tiene etapas más proclives a la invención y otras donde es más propenso a la observación.
Henry James supo preguntarse si en toda la literatura universal existe algo comparable a estos American Notebooks, conformados de impresiones antes que de emociones, a tal punto que por ello podrían describirse como «objetivos». El propio Hawthorne sostuvo cierta vez sobre sus Twice-Told Tales que semejaban «unas páginas en blanco». Algo no muy diferente podría pensarse, a la ligera, de los tenues gérmenes de ideas que hay en sus cuadernos. Lo indudable es que la forma eminentemente fragmentaria parece ideal para un inveterado observador de las pequeñas cosas, para un autor con verdadero apetito por los detalles.
En el prólogo a una antología de cuentos de Hawthorne publicada por la editorial Alianza, Luis Loayza dijo del relato «Wakefield» que su autor «nos muestra la historia haciéndose» y que «vemos el resultado de la imaginación y también la imaginación en movimiento». Lo mismo podría aplicarse a los American Notebooks, ya que en sus páginas se asiste al desarrollo de su fantasía, incuestionable pilar de su obra.
Margaret Fuller, que frecuentó a Hawthorne en la comunidad de Brook Farm, dijo que éste sólo había llegado a escribir una ínfima parte de cuanto imaginó o incluso bosquejó en sus cuadernos: «De aquel océano, sólo hemos tenido unas gotas».
Paul Auster encontró acaso la mejor fórmula para evaluar los mil tesoros que albergan (y rescatan) estos cuadernos. Sostuvo que el presente texto es grandioso, y que lo es en miniatura.
Cuando unos cuadernos de trabajo como los de Hawthorne se vuelven públicos, vienen a plantear una inquietud: ¿constituyen estos apuntes un género aparte, no el de los diarios de vida, no el de los diarios de reflexiones (pensum), ni tampoco el de las obras literarias concluidas? Uno podría arriesgar que sí, desde que los lectores y los editores resolvieron colocarlos, más allá de su carácter provisorio, al lado de los libros «oficiales», de manera semejante a lo ocurrido con Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, Los hechizados, de Witold Gombrowicz, o El último magnate, de Scott Fitzgerald, todas novelas inconclusas, «acabadas» o validadas no por sus autores sino por la Cultura.
Hechos de argumentos en bruto, sin tramar o tramados en apretada síntesis, los cuadernos de apuntes anticipan los libros por venir; no sólo los del propio autor, sino quizá también los de quienes escribirán en el futuro. En tal sentido, los American Notebooks resultan una caja de sorpresas. Un argumento aquí apuntado, el del hombre que vive al revés, de la vejez hacia la infancia, con una «visión inversa de las cosas», podría sintetizar La flecha del tiempo de Martin Amis. Otro, en su esencia, remite al Beckett de Esperando a Godot: la intriga donde el personaje central, siempre a punto de entrar en escena, no aparece nunca.
Borges escribió que Hawthorne murió durmiendo y que tal vez por eso nos legó la tarea de soñar. Sin duda, como escritor, Hawthorne soñó muchos más libros de los que podía escribir; sólo que, en vez de resignarse a ello, parece desde sus diarios una suerte de Pushkin que dicta a múltiples Gogol sus ideas geniales, arriesgadas o insólitas, desafiándolos a volverlas materia literaria.
Además de puntos de partida, sin embargo, los cuadernos de trabajo señalan puntos finales: hasta aquí llegó el autor cuando no pudo desarrollar más su ocurrencia; aquí está lo que dejó a un costado el autor porque no le convencía del todo la idea; aquí están los límites, no sólo individuales sino quizá de una época. Acaso Flaubert nunca escribió cierto relato esbozado en sus cuadernos, acerca de un hombre-mono, hijo de un hombre y una mona, porque el realismo de su Madame Bovary dejó atrás esta clase de argumentos o porque aún faltaban libros y años para el auge de la fantaciencia. Acaso muchos de estos cuadernos de apuntes estén repletos de invenciones a destiempo.
Entre las muchas maneras de juzgar a un escritor está la de estimar cómo continúa a sus predecesores. En tal sentido, Flaubert habría tomado donde «abandonó», por ejemplo, Balzac; o Kafka, según Nathalie Sarraute, parte de Dostoievski y su hombre del subsuelo. Los cuadernos de apuntes revelan que muchos libros que amamos fueron antes soñados por otros, fueron antes planeados pero no escritos.
Al leer que el mismo Flaubert dejó entre sus proyectos truncos la historia de una isla habitada por un hombre a quien «se le ha concedido el don de realizar todo aquello que piensa», surge la sombra de La invención de Morel. ¿Habría escrito Bioy Casares su novela de haber concretado Flaubert su proyecto sobre la «isla de las locuciones»? Más aún, ¿supo Bioy del proyecto de Flaubert?
Conviene distinguir, no obstante, entre el boceto para un cuento o una escena y el plan para una novela, como por ejemplo Mme. Moreau, libro que Flaubert imaginó pero no escribió:
El marido, bueno, iniciador de jovencitas… (noche) baile de máscaras en casa de la Presid. Coup. París… teatro, Campos Elíseos… adulterio lleno de remordimientos y de (miedo) (terrores). Miseria del marido desarro., filosófs. del amante. Fin de cola de ratón. Todos conocen su posición recíproca y no se atreven a decírsela.
Novelista de raza, Flaubert comulga con Goethe en eso de que «todo depende del plan». La síntesis de Mme. Moreau podría, de hecho, compararse muy bien con el plano de un edificio; porque así como un edificio y un plano están hechos de distintos materiales, no hay huellas de escritura literaria en su plan casi jeroglífico. El sentimiento es que no estamos leyendo a Flaubert, más bien espiándolo mientras razona.
Algo diferente sucede con esas páginas en las que es factible el placer de la lectura: leemos al autor, reconocemos su voz.
El diputado de Constantina es elegido por tercera vez. El día de la elección, a mediodía, muere. A la noche van a aclamarlo. La mujer sale al balcón y dice que está ligeramente cansado. Poco después, el cadáver es elegido diputado. Era necesario.
(Albert Camus en sus Carnets).
Un hombre aborrece ser príncipe, va a Hollywood y no puede interpretar más que a príncipes. O a un general, que es lo mismo.
(Scott Fitzgerald en The Crack Up).
Estos dos ejemplos, al igual que los «argumentos anotados» de Nathaniel Hawthorne, son pequeñas piezas literarias que, aunque inconclusas, pueden disfrutarse. La extrema concisión importa poco, no por nada Augusto Monterroso probó que un cuento puede llevar apenas siete palabras. Entre un «germen» de Hawthorne y «El dinosaurio» de Monterroso («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí») la diferencia mayor tal vez sea la intención del autor. El cuento hiperbreve se ofrece como logrado, el apunte como aproximación. Un lector desinformado, no obstante, leería ambos sin hacer la distinción.
Pocas tentaciones para los escritores como estos cuadernos de apuntes. ¿Por qué no tramarlos, «concluirlos»? Sabido es que muchos textos literarios nacen de la lectura: el escritor cree detectar que tal o cual historia podría ser contada de otra manera, mediante un cambio de estilo, perspectiva, marco o trama. Más de un crítico ha señalado que Marcel Aymé se inspiró en una idea de los American Notebooks (la del hombre que vive trechos fragmentarios en vez de un tiempo continuo) para su relato «La carte», incluido en Lepasse-muraille. Borges ha escrito que la idea que formula Hawthorne de un relato con «todas las incoherencias, las curiosas transformaciones, las extravagancias y la falta de dirección que hay en los sueños» es, en el fondo, un proyecto que «toda nuestra literatura moderna trata vanamente de ejecutar, y que, tal vez, sólo ha realizado Lewis Carroll». Y en cuanto al «diario íntimo de un corazón humano» que también propone Hawthorne, difícil no pensar en Watasenia, de J. M. G. Le Clézio.
Tantas apropiaciones (casuales o no) hacen olvidar que el propio Hawthorne empleó varios de estos «gérmenes» en su obra, como cuentista y también como novelista. Claude M. Simpson (The Centenary Edition of the Works of Nathaniel Hawthorne) señala varios ejemplos: el caso del «reformador moderno» nutrió The Blithdale Romance; la idea de contar una historia a partir de nuestra imagen en un espejo sirvió para un cuento de Mosses from an old Manse; la situación del hombre que visita a sus seres queridos sabiendo que ha de morir reaparece en «Main Street», un cuento de Other Twice-Told Tales. Sin hablar, desde luego, de una idea apuntada en 1844 («La vida de una mujer que, según las viejas leyes coloniales, fue condenada a usar la letra A cosida sobre sus ropas, como señal del adulterio cometido») y que condensa la novela La letra escarlata.
Una cita adjudicada a sir Thomas Browne (la historia del príncipe indio que le envió a Alejandro una hermosa mujer alimentada con venenos), así como cierta mención a unas flores «inmortales», reaparecen de forma más elaborada en el sugestivo relato «La hija de Rapaccini».
Y en un solo párrafo del cuento «El experimento del doctor Heidegger» pueden rastrearse al menos dos ideas apuntadas en estos cuadernos. En su cuento, Hawthorne habla primeramente de un espejo en el que habitaban «los espíritus de todos los pacientes muertos del doctor, quienes se le quedaban mirando cara a cara cuando se les ponía delante». Después habla de un libro de magia negra que «no llevaba una sola letra escrita en el lomo» y que estaba cubierto de polvo. «Una vez —puede leerse—, al levantarlo la criada para sacudir el polvo, el esqueleto hizo sonar sus huesos en el armario, la joven del cuadro dio un paso adelante, aparecieron en el espejo varios rostros demudados y, arrugando el ceño, la cabeza de Hipócrates dijo: ¡No!».
Escritores como Julien Green o John Updike se declararon fervientes entusiastas de los American Notebooks, pero ninguno quizá como Valéry Larbaud, autor de Fermina Márquez, amigo de Ricardo Güiraldes e incansable traductor.
Hasla que Larbaud no se interesó en los textos breves de Hawthorne, los American Notebooks casi no se conocían fuera de los Estados Unidos. La primera traducción al francés apareció a comienzos de 1929, en la revista Commerce, junto con un breve ensayo sobre el autor a cargo del mismo traductor. Larbaud escogió cuarenta y cinco «anotaciones, gérmenes y proyectos» y en un prefacio destacó su «energía», con la esperanza de que ayudaran a difundir mejor la obra de Hawthorne.
En una carta a Jean Paulhan, Larbaud confesó el deseo de que su traducción ayudara a sacar a Hawthorne de «la sombra de la estatua de Poe, donde ha estado oculto hasta hoy».
Alguna vez Larbaud dijo, en referencia a estos «gérmenes», que no eran sólo ideas para futuros relatos, sino también «verdaderos poemas». La definición vale no para todos pero sí para algunos de los apuntes de Hawthorne, principalmente aquellos en los que nace por momentos una sensación ambigua entre narrativa y poesía.
Algo análogo suscitan, por ejemplo, los muy antiguos cuentos chinos: «Cuando hay un pelo de un hombre sujeto en el pico de un pájaro que vuela, ese hombre sueña que vuela» (Zhang Hua).
La frontera entre poesía y narrativa es puesta en duda por una especie de «prosa intensiva», casi siempre cargada de simbolismo.
Por lo menos dos escritores argentinos plasmaron cuentos en los que se advierte la huella de los American Notebooks de Hawthorne.
Uno de ellos, Ángel Bonomini, incluyó en su Libro de los casos un breve relato en el que un viejo espejo vuelve a entregar imágenes que reflejara en el pasado. «Minuciosamente el espejo detalló su memoria, desentrañó su olvido, enunció su pasado», escribe Bonomini, que en ningún momento alude a Hawthorne como fuente; todo hace pensar, sin embargo, que el autor debe de haber leído ese pasaje de los Notebooks, más cuando se trata de uno de los que Borges y Bioy tradujeron.
El segundo caso es el de Rodolfo Rabanal, quien escribe el cuento «Sarah» explícitamente inspirado en otro apunte de Hawthorne: «Dos amantes —o dos personas—, debiendo tratar un asunto de lo más privado, se citan en un lugar que presuponían muy solitario y lo encuentran repleto de gente». En una vuelta de tuerca muy ingeniosa, el asunto tan privado que deben tratar el narrador y Sarah es la tarea de «concluir» ése y otros apuntes de Hawthorne. El cuento funciona como una mise en abîme, y el lugar donde se encuentran el narrador y Sarah también se ha llenado de gente, para sorpresa de ambos. Contra las aspiraciones de los protagonistas, el cuento de Rabanal no «concluye» el argumento de Hawthorne; en verdad lo reproduce, aunque «amplificado», más tramado. Lo inconcluso no estaba en la «anécdota» sino en el discurso, porque al fin y al cabo el cuento de Rabanal, como todos los cuentos, es un discurso que otros escritores han dejado en silencio.
Si en algún momento Hawthorne se volvió un autor bastante leído en lengua castellana, esto sin duda se debió en primer lugar a Borges, y en segundo lugar, acaso, al también argentino Mario Lancelotti, cuyos didácticos libros en torno al cuento (El universo de Kafka, De Poe a Kafka, y ante todo Teoría del cuento) se ocuparon de difundir, al influjo de Borges, la obra del autor de «Wakefield».
Se ha dicho con razón que Hawthorne prefiguró el universo de Kafka o, mejor aún, que Kafka vino a confirmar «un estilo que se vale de la sugerencia», al decir de Lancelotti, según el cual es responsabilidad de Hawthorne, de Poe y más tarde de Kafka que el cuento no se limitase únicamente a una simple tranche de vie.
Más allá de estos cuadernos y de su célebre La letra escarlata, en pocas cosas descolló tan a las claras Hawthorne como en su obra cuentística. Lo particular de ella es que sus cuentos no permiten ser descritos como cuadros o escenas, mucho menos como sketches. Herméticos, los relatos de Hawthorne trazan un círculo que se cierra en sí mismo y representan un ejemplo cabal de lo que Poe llamaba «unidad de efecto».
En su teoría del cuento, Lancelotti indica que una diferencia importante con la novela es que todo cuento puede leerse como una «recapitulación» de algo que se dio antes. «Cuando Hawthorne tituló a sus relatos Twice-Told Tales (Historias dos veces contadas) no lo hizo caprichosamente. Sabía que un cuento se narra siempre por segunda vez, en la medida en que supone volver a contar lo que ya está terminado, acaecido», sostiene Lancelotti, para concluir que un cuentista que no tiene resuelto su cuento desde las primeras líneas ha fracasado de antemano. Enunciado de otra manera: «No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplique al designio preestablecido», como sentenciaba Poe.
En tal sentido, estos cuadernos de Hawthorne aparecen como el más maravilloso laboratorio en pos de la ya mentada «unidad de efecto». Es aquí, en estas páginas de los American Notebooks, donde las historias de Hawthorne (y de otros) fueron contadas por primera vez.
Eduardo Berti