LA CARRERA DE CANOAS

—¡Más de prisa! ¡Más de prisa! —gritó Pete, mientras el trineo corría a toda velocidad y se iba acortando la separación entre los Hollister y el «cariole» con las iniciales.

Pero en la esquina siguiente cruzó un camión enorme. El trineo tuvo que detenerse un momento para dejarle paso.

—¡Canastos! ¡Qué mala suerte! —masculló Ricky, casi llorando.

Cuando el camión hubo pasado, el «cariole» no estaba ya a la vista.

—Debe de haberse metido por alguna calle lateral —dijo Marielle, haciendo correr más al caballo.

En cada esquina los Hollister miraron a derecha y a izquierda, pero el «cariole» conducido por el misterioso personaje parecía haberse esfumado.

Marielle y los cinco niños recorrieron calles y calles durante una hora, pero todo fue inútil. Por fin, se presentaron en la policía para contar lo que les había ocurrido.

Después de comer, Sue Se acostó un rato y Ricky y Holly pasaron unas horas divirtiéndose en el tobogán, con sus abuelos. Durante ese tiempo, Pete, Pam y Marielle estuvieron recorriendo calles y calles, tanto de la parte alta, como de la parte baja de la ciudad, en el trineo de la joven.

—Parece que nuestro «cariole» se ha esfumado en el aire —se lamentó Pete.

—A lo mejor está escondido en algún garaje —opinó Pam.

—Esté donde esté —dijo Marielle, en tono animado—, vuestro «cariole» volverá a aparecer por las calles en un momento u otro y la policía lo descubrirá.

Poco antes de la hora de cenar, la «duquesa» dejó a Pete y a Pam en el hotel y se marchó, diciendo que se pondría en contacto con ellos al día siguiente.

—Y no os olvidéis de la carrera de canoas —dijo, al despedirse.

A la mañana siguiente la abuela estuvo comentando que le parecía increíble que hubiera transcurrido una semana desde que salieran de Shoreham hacia Quebec.

—Han «sucidido» tantas cosas, que parece un año entero, ¿verdad? —dijo, risueña, la pequeñita Sue.

Después de ir a la iglesia, los niños empezaron a sentirse a cada momento más nerviosos, pensando en que se aproximaba la hora del concurso de canoas. Las sólidas embarcaciones ribereñas se habían concentrado en la helada superficie de la dársena de la Princesa Louise, que era el punto de partida para la carrera. Los abuelos llevaron a los niños en el sedán hasta el lugar en que se encontraban los Tremblay y Víctor.

—¿Estáis preparados? —inquirió gravemente, Sue.

—Sí, guapa —contestó Jean-Marc, riendo.

Víctor sugirió:

—¿Por qué no presencias la carrera desde el Vapor?

Víctor explicó que la enorme embarcación tomaba cientos de viajeros y se situaba en el St. Lawrence, fuera del camino de las canoas.

—¿Por qué no lo hacemos? —preguntó Pete—. Así veríamos todo el tiempo la canoa de los Tremblay.

No había tiempo que perder, ya que el vapor emprendería la marcha dentro de poco rato. El abuelo llevó a la familia y a Víctor en el coche, colina abajo, hasta la parte baja de la población, en donde aparcó el vehículo. Después de comprar los pases, todos entraron en el vapor. Sonó la sirena y la embarcación se puso en movimiento entre los enormes témpanos del río. Al llegar al centro de la corriente el vapor se detuvo y quedó flotando, siendo impelido suavemente corriente abajo.

—Miren allí —dijo Víctor, señalando la dársena Princesa Louise—. La carrera está a punto de empezar.

Los Hollister pudieron ver nueve canoas, con sus tripulantes al lado, que esperaban oír el disparo que daba iniciación al concurso. Los ecos de un disparo surcaron las aguas. Los participantes empujaron sus embarcaciones sobre el hielo, hasta las aguas del St. Lawrence. ¡La carrera había empezado!

—¡Daos prisa! ¡Daos prisa, Tremblay! —gritó Ricky, sin poder dominar los nervios.

Todas las canoas se hallaban ahora en plena corriente y los remeros tenían que hacer grandes esfuerzos para avanzar corriente arriba, manteniéndose paralelos a la orilla. En el muelle de la Reina las embarcaciones cruzaron el río en diagonal, hacia el tramo final, en la orilla de Levis. Los espectadores daban gritos de aliento, unos a un grupo de participantes, otros a otro. Mientras tanto, los concursantes remaban furiosamente, avanzando entre los flotantes témpanos.

—¡Nosotros vamos delante! —gritó, con entusiasmo, Pam.

Los amigos de los Hollister llevaban a los demás una pequeña ventaja. Todos remaban rítmicamente en las frías aguas. Pero súbitamente, Víctor masculló una palabra de desaliento. Un enorme témpano de hielo que giraba veloz, en la corriente, bloqueaba el camino de los Tremblay.

—¡Van a chocar con el hielo! —se alarmó Holly—. ¡Oh, mirad!

Efectivamente, la canoa chocó con el enorme bloque de hielo, pero uno de los hermanos saltó en seguida fuera de la embarcación. Le siguió otro de los hermanos y entre los dos empujaron la canoa hasta situarla sobre el témpano. Todos los Tremblay se encontraban ahora sobre el bloque de hielo, empujando y arrastrando la embarcación hacia el otro extremo del témpano, para situarla en el agua otra vez.

Con una habilidad sorprendente, los hombres volvieron a saltar a la embarcación, que ya habían llevado al agua. Pero, por desgracia, se habían quedado en segundo lugar y remaban furiosamente, deseosos de avanzar a los que ahora llevaban la delantera.

Ahora las canoas formaban una hilera que cruzaba el río de una orilla a otra. Una de las embarcaciones tuvo mala suerte, quedó bloqueada por varios témpanos y se vio empujada corriente abajo.

Los Tremblay, entre tanto, luchaban por colocarse en cabeza de la hilera y, poco a poco, iban aproximándose a la primera canoa. Por unos momentos, la embarcación encontró obstruido el paso por uno de los abundantes témpanos y los Tremblay aprovecharon la ocasión para adelantarse por un estrecho canal que acababa de formarse en el flotante hielo. Los cinco hermanos llevaban ahora una Ventaja de media longitud de su embarcación.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Pete, entre la barahúnda provocada por los demás espectadores, amontonados en la borda del vapor.

Los Tremblay fueron los primeros en llegar al helado embarcadero de Levis. El último tramo tuvieron que recorrerlo cargándose la canoa sobre sus espaldas.

Viendo la victoria de sus primos, Víctor tarareó una alegre tonadilla francesa y movió los pies, con ganas de ponerse a bailar.

—¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! —gritó, emocionadísimo—. Y no habríamos ganado, de no ser por los Felices Hollister.

Los espectadores estuvieron mirando cómo, una tras otra, las canoas iban llegando al muelle de Levis. La banda de música interpretaba melodías alegres. Sonaron fuertes aplausos cuando los triunfadores cruzaron la pasarela y entraron en el vapor, para efectuar en él el viaje de regreso.

Transcurrieron casi diez minutos, antes de que los Tremblay dejasen de recibir abrazos y apretones de manos de la entusiasmada multitud. Por fin, los cinco hermanos pudieron llegar a donde les esperaban los Hollister.

—¡Qué orgullosos estamos de ustedes! —dijo Pam, mientras toda su familia felicitaba a los ganadores de la carrera.

—No podíamos defraudar a nuestros pequeños amigos —contestó Jean-Marc, sonriente, agachándose a tomar a Sue para sentarla sobre sus hombros y subir con ella a la cubierta superior.

Los demás le siguieron y, durante la travesía hacia Quebec, Pete puso a los Tremblay al corriente de la persecución del «cariole».

—Ya lo estábamos alcanzando, pero, en el último momento, desapareció —concluyó el muchacho.

—¿Pudisteis ver bien al conductor? —preguntó Víctor.

—Yo sí —afirmó Holly.

—¿Le reconocerías, si volvieras a verle?

—Claro.

El vapor iba abriéndose camino entre el flotante hielo. Ya sólo faltaban cien metros para llegar a Quebec cuando Holly, que se distraía inspeccionando a los pasajeros de abajo, gritó, de repente:

—¡Le veo! ¡Le estoy viendo!

La pequeña señalaba a un hombre que se abría paso entre los pasajeros, para llegar el primero a la pasarela.

—¡Ahí está el hombre que nos quitó nuestro «cariole»! —siguió diciendo Holly, a gritos.

—¡Vamos! ¡Hay que alcanzarle! —decidió Pete.

Pero bajar las escaleras y alcanzarle entre tanta multitud no era cosa fácil. Cuando los Hollister alcanzaron la cubierta inferior, el vapor había llegado al muelle y ya estaba tendida la pasarela.

—¡Rápido! ¡Rápido! —apremiaba Holly, nerviosísima—. Hay que atraparle.

Sin embargo, a pesar de lo mucho que se esforzaron los Hollister por alcanzarle, el hombre llegó, a empellones, a la pasarela y desembarcó. Viéndolo, Víctor dijo a los niños:

—No os preocupéis. A nosotros no se nos escapará.

Pete corría detrás de los Tremblay cuando éstos salieron a la calle inmediata al embarcadero.

—¡Por ahí va! —anunció el chico, a voces.

El hombre iba por la acera, con andares despreocupados.

—¡Deténgase! ¡Deténgase! —le gritó Pete.

Y Paul Tremblay añadió:

—Arrétez-vous, arrétez-vous!

Al oír aquello, el hombre miró a su alrededor. Pete se apresuró a sujetarle por un brazo y Paul por el otro. En el rostro del hombre se pintó una infinita sorpresa.

—¿Qué quieren? —preguntó en francés.

Los Tremblay le explicaron rápidamente lo que sospechaban.

—¡Pero yo no soy ningún ladrón! —protestó el hombre, al enterarse.

—Entonces, ¿por qué usa el «cariole» de los Hollister? —preguntó Víctor.

Los cinco niños observaban, mientras los hombres intercambiaron en francés rápidas frases, incomprensibles para ellos.

—¡Ah! —exclamó, finalmente, Víctor—. Eso lo explica todo.

Víctor dijo a los niños que el hombre al que acababan de detener era el guarda del almacén del ferrocarril. Había estado admirando el «cariole» y, el día anterior, se le ocurrió sacarlo para probarlo.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Pete.

—En el garaje del almacén. Iremos allí inmediatamente.

Como el almacén no quedaba demasiado lejos, todos fueron a pie. El guarda sacó una llave y abrió la puerta. ¡Allí estaba, por fin, el «cariole»!

—¿Os gusta? —preguntó Víctor, que sabía perfectamente cuál iba a ser la respuesta.

—¡Nos gusta! ¡Nos gusta! —afirmó Pam.

—¡Es un gran trabajo, Víctor! —declaró Pete, muy serio.

Los cinco hermanos subieron al «cariole», mientras sus abuelos y los Tremblay les observaban, sonriendo aprobadoramente.

Sonaron exclamaciones de alegría, mientras todos los niños corrían a tocar el bonito trineo.

El guarda volvió a hablar en francés y Víctor tradujo a los Hollister lo que el hombre decía:

—Quiere obsequiaros de alguna manera y os alquilará un caballo para que podáis pasear en el «cariole» hoy.

El guarda se marchó a toda prisa, para volver más tarde con un caballito blanco que enganchó al «cariole».

—¿Crees que podrás conducir tú solo, Pete? —preguntó Víctor.

—Claro que puedo —repuso Pete.

Con frecuencia había conducido Pete a «Domingo», tirando de su carreta, y se sentía capaz de gobernar un caballo que tirase del trineo, aunque fuese cargado de pasajeros.

—Ahora nosotros tendremos que irnos a visitar unos parientes que tenemos en Quebec —dijo Víctor.

—Hasta la vista, amigos —dijo Ricky, haciéndose el hombre, cuando los Tremblay se marcharon.

Los abuelos volvieron al muelle para recoger el coche, aparcado allí, después de acordar con los niños que se reunirían en el hotel.

—¡Arre! ¡Arre! —gritó Pete, y el caballo arrancó el «cariole», por las angostas calles de la parte baja de la ciudad.

—¡Hurra! ¡Ya lo tenemos! —vociferaba Ricky, en el colmo de la alegría—. ¡Qué contentos van a ponerse papá y mamá!

Mientras conducía al caballo por una cuneta, Pete efectuó un giro hacia la izquierda. Lo hizo bien, pero con demasiada rapidez. La parte izquierda del trineo ascendió a un banco de nieve y el vehículo osciló peligrosamente.

—¡Sujetaos! —gritó Pam a sus hermanos.

Pero la repentina y fuerte sacudida había tomado a todos por sorpresa. Los cinco Felices Hollister se vieron lanzados a la calle cubierta de nieve.