El empleado, que según dijo se llamaba Henri, tendió a Pete una hoja de envío que el muchacho leyó rápidamente. El nombre del remitente era correcto: Víctor Tremblay. De repente, según iba leyendo, el misterio se puso en claro para Pete.
—Envío para John Hollister, Shoreham, California. Shoreham no pertenece a ese estado.
—Entonces, ahí está el error —dijo el empleado—. Por eso devolvieron el «cariole» a Quebec.
—¿Por qué no le dijeron a Víctor Tremblay lo que ocurría?
El hombre contestó que habían intentado, sin éxito, localizar al fabricante de trineos. Cuando Pete le habló de sus aventuras en Ile aux Coudres, el empleado le felicitó, diciendo que los Hollister eran unos magníficos detectives.
—Habéis encontrado a Tremblay y, ahora, también tenéis vuestro «cariole».
—¿Sí? ¿Dónde está? —preguntó Pete nerviosamente, casi temblando de emoción.
—En nuestro almacén.
—¿Podemos recogerlo ahora?
Henri dijo que el almacén estaba cerrado los sábados.
—¡Zambomba! Entonces ¿no podremos recoger nuestro «cariole» hasta el lunes? —preguntó Pete, desencantado.
El empleado miró a Pete, sonriendo, y dijo:
—Después de haber hecho este viaje al Canadá, para buscarlo, y de haber rescatado a Gabriel Tremblay, os merecéis una solución mejor, ¿verdad? Si puedo arreglarlo, tendréis hoy mismo vuestro «cariole».
—¡Estupendo!
Henri dijo que el guarda del almacén no vivía muy lejos de la estación de mercancías.
—Él tiene la llave. Decidle que yo os he mandado para que os deje*entrar en el almacén a buscar vuestro trineo.
El empleado del ferrocarril escribió las señas del guarda en un pedazo de papel que entregó a Pete. El chico, muy emocionado, llegó corriendo al trineo y explicó a los demás las buenas noticias.
—¡Canastos! ¡Por fin hemos encontrado la pista! —gritó Ricky, entusiasmado.
—Llegaremos a la casa del guarda en un momento —dijo Marielle, haciendo que el caballo reanudase la marcha.
Cinco minutos más tarde, la «duquesa» detenía el trineo ante una casita de madera, de una calle lateral.
—Será mejor que hable yo misma con el guarda —dijo, bajando del trineo—. Lo más fácil es que estas personas sólo hablen francés.
Marielle llamó a la puerta, que se abrió en seguida. Pero no fue el guarda, sino su esposa, la que apareció en el umbral, y después de hablar en francés, indicó a Marielle que entrase.
—Puede que el guarda no quiera damos la llave —dijo Pete, haciendo suposiciones.
—O no querrá trabajar en sábado —opinó Pam.
—Dios quiera que Marielle salga pronto —murmuró Holly, golpeándose las enguantadas manos, para calentarse los dedos.
Por fin volvió a abrirse la puerta y Marielle salió sonriendo a la mujer y diciendo:
—Merci, merci.
La «duquesa» subió al trineo y cogió las riendas.
—No has podido traer al vigilante —se lamentó Ricky.
—No estaba en casa.
Marielle explicó que, al principio, la esposa del guarda había rehusado entregarle la llave del almacén. Pero, tras unos minutos de insistencia, se avino a entregarle a Marielle un duplicado de la llave.
—Yo creo que me la ha dado porque me ha reconocido como a una de las duquesas —dijo la joven, sonriendo.
—Es que eres muy guapa. ¡Reguapísima! —declaró Sue, zalamera, encogiéndose, mimosa, en el regazo de Marielle.
En pocos minutos llegaron al almacén. Era un edificio sombrío, situado muy cerca de la estación de mercancías. Marielle detuvo el trineo y todos bajaron.
—Ésta es la puerta principal —anunció Pete, señalando el candado que la cerraba.
Marielle sacó de su bolso la llave y la introdujo en la cerradura, que se abrió con facilidad.
—Entremos, entremos —apremió Pete.
—¿Dónde está el interruptor de la luz? —preguntó Holly.
Los niños palparon las paredes, pero no pudieron descubrir ningún interruptor. Marielle dijo:
—Tendremos que ir con mucho cuidado para no tropezar en algo y caer.
Cuando la joven entró en el almacén, de altísimo techo, Sue la siguió, diciendo:
—¡Qué «fantasmoso» es esto!
—No tengas miedo, guapina —la tranquilizó Pam—. No puede sucederte nada… ¡Ayyy!
El grito de Pam hizo dar un salto a todo el mundo. Pero, inmediatamente comprendieron el motivo del grito. Un ratón pasó rápido como una centella, entre las piernas de la niña, para refugiarse en una pila de cajas de madera.
Pam se rió de su propia reacción, y explicó:
—No es que me dé miedo un ratón. Fue la sorpresa…
—¿Estás segura? —preguntó Ricky, burlón.
Había paquetes y cajas de todas clases y tamaños, apilados en la espaciosa nave. Los tragaluces del techo, cubiertos de nieve, dejaban entrar una ligera claridad.
—¿Habrá murciélagos? —preguntó, recelosa, Sue, cogiéndose muy fuerte, de la mano de Pam, mientras todos se movían de un lado a otro, buscando un embalaje con un «cariole».
Al cabo de un rato, Pete se fijó en una gran puerta de doble hoja, situada al fondo de la nave.
—Si nuestro «cariole» está aquí, lo más seguro es que lo dejasen cerca de esas puertas. Es el único sitio por donde puede meterse un trineo —razonó el mayor de los Hollister.
Pero por mucho que buscaron, no descubrieron otra cosa más que cestas. Formando una pila muy alta, vieron tres grandes cajas, colocadas una sobre otra. Ricky anunció:
—Aquí hay un rincón donde todavía no hemos mirado.
—¿Dónde es? —preguntó su hermano.
—Detrás de estas cajas.
—Son muy pesadas para que nosotros podamos moverlas.
—Yo te ayudaré, Pete. Entre los dos podremos apartarlas.
Los dos hermanos apoyaron los hombros en la caja de debajo.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Pam, acercándose.
Pete dio un nuevo empujón que hizo que la caja de arriba se ladease. Él no se dio cuenta de ello, pero Pam, que miraba hacia arriba, gritó:
—¡Cuidado!
La advertencia llegó en el momento oportuno. La caja se inclinó aún más y cayó en el momento en que los dos chicos se apartaban de un salto. La enorme caja se estrelló en el suelo a muy pocos centímetros de Ricky.
—¡Oooh! —exclamó Pam, muy tranquilizada.
—Gracias, Pam —dijeron a un tiempo Ricky y Pete.
Entre los tres colocaron bien la caja, que había quedado ladeada. Por fortuna, no se había estropeado con la caída.
—Ahora ya podemos ver lo que hay detrás —dijo Holly.
Levantándose sobre las puntas de los pies, la niña miró por encima de las dos cajas. ¡Pero el «cariole» no estaba allí!
—¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que os hayan robado el trineo? —exclamó Marielle.
—¿Cómo pueden haberlo robado? Este almacén está cerrado siempre que falta el guarda.
—Bueno. Tendremos que devolver la llave —dijo Marielle—. Di palabra de llevarla en seguida.
Desencantados, los niños volvieron al trineo y en él se encaminaron a casa del guarda. Esta vez Ricky fue quien desmontó y llamó a la puerta. Abrió la mujer y Marielle, desde el trineo, le explicó que no había podido encontrar el «cariole».
—Puede que volvamos el lunes para ver a su marido —dijo la joven, en francés.
Ricky subió al trineo y el carruaje se puso en marcha, camino del hotel. Pero esta vez no se conversaba alegremente.
—No os deis aún por vencidos —dijo amablemente Marielle—. Yo os seguiré ayudando en la búsqueda.
Mientras hablaba, Marielle dio un tironcito de la rienda izquierda y el caballo dio la vuelta por una esquina. En dirección opuesta llegaba un caballo blanco, tirando de un «cariole» y lo que vieron entonces hizo estremecerse a los cinco hermanos.
Era la parte delantera, el «cariole» llevaba dos iniciales doradas: F. H.
—¡Es nuestro «cariole»! ¡Deténgase! —gritó Pete al conductor—. ¡Deténgase!
Pero el conductor siguió adelante, sin hacerle el menor caso. Lo que no podían saber los Hollister era si lo había hecho adrede o si, por llevar un sombrero hundido hasta las orejas, no había oído a Pete, El caso es que siguió su camino, sacudiendo las riendas, con lo que el caballo aumentó la velocidad.
—¡Pare! ¡Pare! —suplicó Pam—. Éste es nuestro «cariole».
—Por favor, Marielle, da la vuelta y síguele —pidió Holly, con los ojos llenos de lágrimas.
—Quisiera hacer algo —dijo la «duquesa»—, pero la calle es demasiado estrecha y no puedo girar aquí. Tendremos que esperar a llegar a la primera esquina.
Faltaban varios metros para llegar a la esquina y, cuando Marielle hizo girar su trineo y empezó la persecución, el «cariole» estaba a gran distancia, aunque todavía visible.
—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Vamos a atraparle!; —gritó Sue, sacudiendo la mano de Marielle, con el deseo de que el caballo acelerase su ritmo, que corriese a más velocidad.
Por fin el animal emprendió el trote.
—¡Hurra! ¡Le estamos alcanzando! —gritó Ricky, entusiasmado.
El conductor del «cariole» parecía ignorar que los niños le perseguían, pues ni volvía la cabeza, ni miraba a derecha o izquierda.
—Es muy extraño —murmuró Pete, hablando con Pam—. ¿Crees que pensará meterse por algún callejón?
El rápido «clop, clop, clop» de los cascos de los caballos sobre la endurecida nieve, y el silbido del viento azotando los rostros de los niños hacían más emocionante la persecución. Dentro de pocos minutos habrían llegado junto a su «cariole», pensaban los cinco hermanos.
Mientras Marielle azuzaba al caballo, para hacerle correr aún más, Ricky} sintiéndose como si participase en un concurso de carreras, empezó a gritar:
—¡Le estamos ganando! ¡Le estamos ganando!
Pero, en aquel mismo momento, Pam exclamó con voz ronca:
—¡Mirad! El caballo blanco también va al trote. ¡El conductor está intentando desaparecer!