MOMENTOS DESESPERADOS

En la cabaña, Pete, su padre y Charlie se habían vestido precipitadamente y corrieron a la caleta.

—¡Allí van! —gritó Pete, señalando la veloz embarcación, cuando ya la señora Hollister y las niñas se acercaban.

—Se dirigen a la isla Cautiva —dijo Holly—. ¡Rickyyy! ¿Dónde estás?

El señor y la señora Hollister llamaron por todas partes a su desaparecido hijo. Viendo que no replicaba, Holly se echó a llorar.

—¡Le han raptado! —gritó Pam, alarmadísima—. ¡Hay que darse prisa! Tenemos que salvarle.

Los dos hombres con la ayuda de Pete, entraron en el agua y levantaron la volcada embarcación de motor a propulsión.

—No veo ningún desperfecto —dijo Charlie.

Puso el motor en marcha. El tubo de escape sacudió las hojas de palmeras cercanas al agua.

—¡Tenemos que actuar de prisa! —dijo el señor Hollister, subiendo a bordo.

Desde la embarcación dio instrucciones a su esposa para que subiese con Holly y Sue a la camioneta de Charlie y se dirigiesen al teléfono más cercano.

—Avisa al sheriff —añadió.

—Y también a los comisarios juveniles —añadió Pete, mientras él y Pam iban a instalarse junto a su padre—. ¡Puede que vengan todos y en el autobús podrán buscar por la isla Cautiva!

—¡Gran idea! —aprobó Charlie.

Tomando a Sue y Holly de la mano, la señora Hollister marchó corriendo a cumplir con su trabajo. Al mismo tiempo, la embarcación de motor a propulsión se alejó en persecución de los fugitivos.

Cuando Charlie conducía su embarcación hacia el canal que separaba el continente de la isla Cautiva, ya salía el sol por el horizonte y hacía bastante calor. Pero ni aun con aquella gran luminosidad de la mañana se pudo ver en la isla otra cosa que no fuera la densa vegetado n.

Charlie condujo alrededor del extremo norte de Cautiva y luego volvió a lo largo del Golfo, pasando cerca del vapor del Misisipi.

—¡Mirad! —gritó Pam, para hacerse oír por encima del fragor del motor—. El señor Seeber está en la timonera.

Pero, cuando la niña le hizo un saludo con la mano, el hombre desapareció de la vista.

—¡Qué raro! ¿Por qué se esconderá de nosotros? —dijo la niña.

—Tiene que ser por algún motivo —gritó Pete—. Puede que él sepa quiénes son los cazadores furtivos.

—Vayamos a la orilla —dijo el señor Hollister al indio—. Le interrogaremos.

—¡Puede que esos hombres estén allí, con Ricky! —opinó Pam—. ¡Por favor, dese prisa, Charlie!

El semínola condujo hasta la playa, a toda velocidad, pero, cuando estaban muy cerca de la orilla, surgió inesperadamente ante ellos, un tronco de árbol. La embarcación chocó con aquel obstáculo. ¡Y los cuatro pasajeros fueron lanzados al agua!

Pam salió a la superficie, tosiendo a causa del agua que había tragado. Pete, su padre y Charlie ya nadaban junto a ella y todos se dirigieron a la orilla. Pero la embarcación de Charlie aún continuaba en marcha y, en aquel momento, después de describir un gran círculo, avanzaba hacia el grupo.

—¡Zambullíos! —gritó el señor Hollister, un momento antes de que la embarcación pasase junto a ellos como un relámpago, para acabar deteniéndose en la playa.

Los nadadores llegaron a la arena estremecidos, pero ilesos. Apenas salieron del agua quedaron inmóviles, escuchando el aullido misterioso que llenaba el aire, más potente que nunca.

Cuando volvió a reinar el silencio, Pam, exclamó, con asombro:

—¡Llegaba del vapor del Misisipi! ¿Por qué no vamos a ver qué hay en la bodega?

Todos cruzaron la arena a la carrera y probaron a abrir la verja. Estaba cerrada con llave.

—¡Hay que trepar y saltar por la cerca! —decidió el señor Hollister.

Todos escalaron la cerca y se dejaron caer al otro lado. Pete se adelantó a los demás y encontró la puerta del buque sin cerrar con llave.

En silencio, todos entraron en el vestíbulo y estuvieron escuchando. No se oía nada en absoluto. Pete abrió la marcha por las escaleras de caracol que llevaban a la cubierta. Ésta se encontraba desierta.

Avanzaron sin hacer ruido, inspeccionando todas las habitaciones, que fueron apareciendo vacías. Cuando se acercaban a la habitación que, según el señor Seeber, siempre estaba cerrada con llave, Pam señaló hacia allí, al tiempo que tiraba de la manga a su padre. ¡La puerta estaba entreabierta!

El señor Hollister indicó, por señas, a sus hijos, que se quedasen donde estaban y él, con mucha precaución, abrió la puerta, que dejó a la vista una salita. En la pared del fondo había un viejo órgano y sentado ante él se encontraba Seeber.

—¿Dónde está mi hermano? —gritó, al momento, Pete.

Dominado por el miedo, el hombre gordo, al girar en redondo, perdió el equilibrio y cayó sobre el teclado. Mientras, un ruido ensordecedor, igual que si mil coros estuvieran cantando a un tiempo, invadía la estancia, el señor Hollister cogió al hombre por las solapas y le obligó a erguirse.

—¡Respóndame! ¿Dónde está mi hijo?

—¿Y los cazadores furtivos? —le espetó Charlie.

—Yo… yo no… no lo sé.

—¡Lo sabe usted muy bien! —gritó Pete, indignado.

—Nosotros vamos a registrar este barco y usted nos acompañará —afirmó Charlie, amenazador.

—Claro, claro —tartamudeó Seeber, dócilmente.

—Será mejor que empecemos por la sala de conciertos —decidió Pete, encaminándose a las escaleras. Cuando todos entraron en la espaciosa estancia, el señor Hollister y Charlie se detuvieron justamente encima de la trampilla. Con el rabillo del ojo, Pete vio que Seeber alargaba la mano hacia el cordón de seda.

—¡Apártate, papá! —advirtió el muchacho.

Los dos hombres dieron un salto lateral y un momento después Charlie tenía sujeto a Seeber con sus manos poderosas. Pete, entretanto, cogió una silla y la arrojó al orificio, para mantenerlo abierto.

Pete, Pam y su padre se inclinaron a mirar al negro fondo.

—¡Riiicky! —llamaron todos.

—¡Contéstame, hijo! —pidió el señor Hollister.

Y entonces se oyó un apagado gemido.

—Necesitamos una linterna y una escalera, Seeber —dijo el señor Hollister, con el ceño fruncido—. ¿Dónde hay?

El hombre gordo inclinó la cabeza y murmuró:

—En la timonera.

Pete y Pam corrieron a buscar ambas cosas y pronto regresaron con una potente linterna y una escalera plegable de metal.

Pam enfocó la linterna a una silueta que se encontraba en el oscuro fondo.

—¡Oh! —exclamó la niña—. ¡Si no es Ricky!

Tendido en un camastro pudieron ver todos a un anciano muy delgado que se llevó una mano a la frente, para protegerse los ojos de la cegadora luz.

—Ayúdenme —pidió el anciano con voz temblorosa.

—Me apuesto algo a que es el señor Dodd —dijo Pete.

—¿Lo es? —preguntó Charlie a Seeber.

—Sí. Pero no es culpa mía el que esté ahí. Fue idea de Cedro «Jamones».

Charlie bajó al sótano y volvió a subir con el viejecito señor Dodd cargado a su espalda. Con cuidado de no hacerle daño, fue a dejar al anciano en el sofá. Mientras, el señor Hollister se volvió otra vez hacia Seeber para preguntarle:

—¿Dónde está mi hijo Ricky?

—No lo sé.

—¿Éste es el escondite de los cazadores furtivos? —preguntó Pete.

—Ahora, no —respondió Seeber.

Y explicó que, cuando Cedro «Jamones» se enteró de la existencia del vapor ribereño, decidió utilizarlo como su cuartel general. El jefe de la banda y Seeber habían subido por la costa hasta la isla Cautiva y apresaron al señor Dodd.

—Luego enviamos a Dragg y a Palomo un mapa con una X que marcaba este lugar —añadió Seeber—. Y ellos se reunieron aquí con nosotros. Fue una desgracia que perdieran el mapa cuando derribaron las cabañas.

—¿Quién golpeó a la pobre madre cocodrilo y le robó sus huevos? —preguntó Pam.

—¿Y quién colgó del árbol nuestra barca? —añadió Pete.

—Los demás lo hicieron todo —repuso Seeber con voz melosa—. Yo sólo vigilaba. Mi trabajo consistía en hacer sonar el órgano cuando creía que alguien se acercaba. Yo arreglé el sistema, amplificándolo, para que se pudiera oír a muchas millas de distancia. Pensamos que así se asustaría a la gente y no se acercaría a la isla. Todo salió bien hasta que aparecieron los Hollister. Se pusieron ustedes tan pesados que «Jamones» tuvo que trasladarse a la caleta.

—¿Qué caleta? —preguntó Pete.

El hombre gordo se mordió los labios.

—No puedo decirlo. Ellos me arrojarán a los caimanes si hablo.

El señor Hollister cortó con una navajita un pedazo del cordón de seda y con ello ató a Seeber las manos a la espalda.

—¡Usted viene con nosotros! —ordenó—. Tenemos que encontrar a Ricky.

—¿Y el señor Dodd? —preguntó Pam.

El verdadero guardián del vapor ribereño tenía ahora los ojos bien abiertos y su voz sonaba algo más fuerte.

—Pueden dejarme aquí y enviarme a Lebuff o a Larry para que me ayuden —dijo—. Estoy bien.

Entonces, se obligó a Seeber a caminar hacia la cerca. Una vez allí Charlie sacó una llave del bolsillo del hombre gordo. En pocos minutos la embarcación aérea fue empujada al agua y todos se instalaron en ella. Con gran alivio por parte de Charlie, la nave se puso en movimiento en seguida y fue posible avanzar a lo largo de la orilla, hacia la cabaña de Larry.

Pete se encargó de ir a buscarle a la casa y volvió en seguida, acompañado del otro muchachito.

—Mi padre irá a ayudar al señor Dodd —dijo el hijo del pescador.

—Y Larry puede ayudarnos a buscar esa caleta —añadió Pete, mientras él y el otro chico subían a la embarcación.

—¡Seeber, díganos ahora mismo dónde está esa caleta! —dijo Charlie con indignación.

Pero el hombre gordo parecía demasiado asustado para hablar.

—Yo no sé que haya ninguna caleta en Cautiva —dijo Larry—. Y eso que he explorado toda la orilla, excepto la parte que queda frente al continente. Allí es donde hay árboles venenosos.

—Entonces, lo mejor será que busquemos por allí —opinó Pam.

El señor Hollister consideró conveniente regresar primero a notificar a su esposa lo ocurrido, de modo que ella pudiera decir al sheriff dónde se encontrarían.

Charlie se dirigió a la caleta, donde amarró su embarcación. Todos bajaron y los hombres llevaron a Seeber a la cabaña.

Cuando llegaron al claro donde estaba la isla, Pam ahogó un grito de asombro. Allí se encontraba el autobús amarillo y a su alrededor varias docenas de comisarios juveniles.

—¡Mira, papá! Tenemos ayuda —anunció Holly, a gritos.

El sheriff en persona se había hecho cargo de la búsqueda. Era un hombre alto, curtido por el sol, con penetrantes ojos azules. En un abrir y cerrar de ojos ordenó a uno de sus ayudantes que cuidase del prisionero gordo.

—Ha venido usted a tiempo —dijo el señor Hollister—. Tenemos que registrar toda la isla Cautiva.

Utilizando la embarcación voladora, uno de los hombres del sheriff fue transportando a los jóvenes comisarios a la isla. Entre tanto, los Hollister, Larry y Charlie comieron apresuradamente un desayuno retardado y contaron lo ocurrido. Dejando en la cabaña a Sue y a su madre, los demás fueron a reunirse con los jóvenes comisarios en la isla Cautiva.

—Bien, muchachos —dijo el sheriff, con voz de trueno—. Nosotros avanzaremos por la orilla de la playa. Si alguno encuentra algo, que avise con un silbido. Todos sabéis cuál es el aspecto de los árboles venenosos.

Los comisarios juveniles, con sus camisas blancas, se abrieron camino por el bosque, buscando la entrada de alguna caleta.

Pete y Pam marchaban delante, seguidos de Holly y Larry. De pronto Pam se detuvo, diciendo:

—¡Cuidado! ¡Escuchad!

—¿Has oído algo? —preguntó su hermano.

—Un grito. Parecía de Ricky.

—¿Dónde?

—Allí —contestó Pam, señalando un montículo a orillas del agua.

El montículo no tenía más que unos dos metros de altura, pero era muy ancho y cubierto de vegetación.

—Es un montículo de conchas —aclaró Larry.

Pete dio un prolongado silbido, y hombres y chicos acudieron, apresuradamente. Al aproximarse a Pete, los chicos empezaron a moverse con cautela. Todos se detuvieron a escuchar. No se oía nada más que el distante zumbido de la embarcación aérea que vigilaba, circunvalando la costa.

Pete subió a lo alto del montículo cubierto de musgo. De repente hizo señas a Charlie y su padre, que en seguida subieron junto al chico.

—¡Es la lona de nuestra embarcación! —dijo Pete.

Era cierto, la lona estaba en lo alto del montículo, como si cubriera algo. El señor Hollister hizo señas al sheriff para que hiciese guardar silencio a los comisarios juveniles. Entonces, se agachó y levantó la lona.

¡Debajo había un gran agujero!

—¡Es la entrada a la caleta! —gritó Pete, muy nervioso.

En ese momento apareció la cabeza de un hombre. Sus enormes manos se sujetaron al borde del agujero y a continuación emergió todo el cuerpo del hombre.

—¡Es Cedro «Jamones»! —gritó Pam, desde abajo—. ¡Atrápenle!

Pero, antes de que la niña hubiera terminado de hablar, el señor Hollister y Charlie ya habían caído sobre el rufián y los tres rodaron por el suelo, resbalando por la pendiente del montículo de conchas.

A un grito del sheriff, los comisarios juveniles rodearon el montículo. Cuando Omar Dragg salió por el agujero se vio apresado por una docena de muchachos que le llevaron hasta el sheriff.

El llamado Palomo fue el siguiente. Éste tuvo todavía menos posibilidades de escape que los otros. Y a continuación aparecieron los dos hombres que quitaron a Pete el arpón. Después de que se hubo esposado a los prisioneros, Pete, Pam, Holly, el señor Hollister y Charlie bajaron por unos toscos peldaños al interior del montículo de conchas.

Al llegar al fondo se encontraron en una gran caverna. Estaba ligeramente iluminada por la luz del sol que se filtraba entre los resquicios de la roca. Allí, en un rincón, estaba Ricky, atado y amordazado. Pete corrió a libertar a su hermano.

—¡Papá! ¡Qué contento estoy de verte! —exclamó el pequeño, cuando su padre acudió a abrazarle.

—Dinos qué te ocurrió —pidió Pete.

—¡Teníais que haberme visto debajo de la lona, en la barca de Charlie! ¡Canastos! Me daba miedo hasta respirar. Por fin, se detuvieron. Me di cuenta de que todos bajaban y pensé que podría escapar en cuanto todos hubieran salido. Pero, entonces, les oí decir: «Un momento. Necesitamos algo para tapar la entrada. Esta lona nos servirá». Dieron un tirón de la lona y… ¡allí estaba yo!

—¡Oh! —exclamó Holly, con angustia—. ¿Y qué hiciste?

—Quise correr, pero me atraparon y me ataron. Al principio no podía saber dónde estaba. Pero una vez les oí decir que estábamos en el montículo de conchas.

—Pero ¿es que la barca llegó hasta aquí dentro? —preguntó Charlie, con sorpresa.

—Sí —dijo el pequeño—. Hay un pasadizo abierto en el montículo desde el agua. No lo vemos porque está cubierto por hiedras. Os lo enseñaré.

Ricky llevó a su padre al exterior de la caverna y, a través del montículo de conchas, hasta la embarcación robada y la que pertenecía a los cazadores furtivos. Todos le siguieron.

Sin demora, se llevaron las embarcaciones al agua y en ellas se hizo entrar a los detenidos.

Mientras éstos eran conducidos a través del canal, hasta Cabo Tortuga, los comisarios juveniles prorrumpieron en un grito triunfal.

—¡Hurra por Pete y Ricky! —gritó Alf Cohen.

—¡Otro hurra por Pam! —propuso Bud Lardnes—. Yo creo que debemos nombrarla miembro honorario.

—Hagamos ahora mismo votación —decidió Wyn Gillis—. Yo digo «sí».

Al momento, se levantó un enorme griterío y los «síes» de todos los comisarios juveniles pudieron oírse hasta en la cabaña de Cabo Tortuga. El honor hizo que Pam se pusiera colorada hasta el nacimiento de los cabellos.

Después de que se hubo marchado el autobús con los comisarios juveniles, los Hollister, Charlie y Larry pasaron aquella última velada juntos en torno a una hoguera. Mientras se ponía el sol, el hijo del pescador se alejó para buscar más leña; pero volvió a los pocos momentos, para decir:

—¡Venid! En la playa está la tortuga más grande que he visto en mi vida.

Pete subió a la chiquitina Sue sobre sus hombros y los cinco felices Hollister corrieron a la orilla del agua. Allí vieron una gigantesca tortuga que regresaba al mar. El animal se detuvo y movió la cabeza de un lado a otro.

—¡Canastos! ¡Es la tortuga más grande del mundo! —declaró Ricky, estupefacto y, en honor al gigantesco animal, dio unas cuantas volteretas en la arena.

Sue saltó de los hombros de su hermano tan ágilmente como lo hubiera hecho un insecto. Antes de que nadie tuviera tiempo de detenerla, la pequeñita corrió junto a la tortuga y saltó sobre su caparazón.

—¡Sue, ven aquí! —llamó Pam, alarmada.

La tortuga no hizo el menor caso a su pasajera y reanudó su camino hacia el agua. Holly corrió a colocarse delante de las olas, sacudiendo los brazos para detener a la enorme criatura.

Todos los demás contuvieron gritos de sorpresa, mientras Sue se esforzaba por mantenerse sobre el oscilante caparazón. Por fin la pequeñita cayó en la arena, riendo alegremente. Holly saltó, ágilmente, a un lado, y la tortuga penetró, chapoteando, en las aguas del Golfo de México.