EL POLIZÓN

Permaneciendo quietos como estatuas, los tres niños escucharon, mientras los pasos se aproximaban.

De repente, una voz de mujer llamó:

—¡Pete! ¡Pam! ¿Estáis por ahí?

—¡Mamá! —exclamó Pam, apresurándose a retirar la cortina.

—¡Zambomba, papá! ¿Cómo supisteis dónde estábamos? —preguntó Pete.

Y Larry añadió:

—Creímos que los cazadores habían vuelto por nosotros.

Notando la sorpresa de su padre, Pam contó en pocas palabras lo que les había sucedido. Iba a contar el episodio de la trampilla cuando Seeber se unió al grupo, y la niña prefirió guardar silencio hasta más tarde.

—Éste es el señor que nos salvó —dijo Pete.

Se hicieron las presentaciones y el señor Seeber estrechó la mano al señor Hollister.

—Tienen ustedes unos hijos muy simpáticos —dijo el hombre gordito—. Un poco curiosos, eso sí, Pero todos hemos sido niños alguna vez.

Y al decir esto, el hombre empezó a reír hasta que le temblaron las mejillas.

Mientras contemplaba a los hombres, Pete se sentía cada vez más confundido. El guardián del barco ¿estaría obrando con sinceridad o sólo fingía delante de los señores Hollister?

Cuando Seeber les hubo acompañado cortésmente hasta la verja, Pam no pudo dominar más su curiosidad.

—Papá, mamá, ¿cómo se os ocurrió venir a buscarnos? —preguntó.

El señor Hollister contestó que él y Charlie «Rabo de Tigre» se encontraban bordeando la isla, camino del campamento, cuando vieron a Cedro «Jamones» y a Dragg circunvalando la isla Cautiva en una embarcación aérea. Pero, cuando la nave de Charlie salió de su persecución por el canal que separaba la isla del Cabo Tortuga, los cazadores furtivos habían desaparecido.

—Se esfumaron muy rápidamente —comentó el señor Hollister.

—Luego, papá y Charlie atravesaron esta isla y vieron a las niñas y a Ricky conmigo, buscando caracolas —terció la señora Hollister—. Yo les dije que vosotros habíais ido a buscar a Larry.

—Y después de haber visto a esos dos hombres temimos que pudierais estar en peligro —dijo el señor Hollister, mientras caminaban por la arena—. De modo que salimos a buscaros. Como en la cabaña de Larry no encontramos a nadie, supusimos que habíais ido a ver el vapor.

—Cuando encontramos la verja abierta y vimos huellas de pisadas, comprendimos que estabais dentro —concluyó la madre.

Después de cinco minutos de andar, llegaron al lugar en que aguardaba Charlie «Rabo de Tigre» con la embarcación. También estaban allí Sue, Holly y Ricky, cargados con una gran colección de las más bonitas conchas marinas que Pam había visto nunca.

Larry se despidió de todos y volvió a su casa. El amable semínola tuvo que hacer dos viajes para transportar a todos a la cabaña de Cabo Tortuga.

Aquel atardecer, después de cenar, cuando todos estaban sentados alrededor de la hoguera, Pete habló de la misteriosa trampilla.

—¡Canastos! ¡Daría todas las conchas que tengo por saber qué hay allí dentro! —declaró Ricky.

—Tal vez era un escondite especial para cargamento de valor —sugirió la señora Hollister.

—Y puede que ahora mismísimo haya alguien escondido allí —añadió Holly.

Sue, que se frotaba los ojitos cargados de sueño, anunció:

—Pues yo «querería» verlo.

—Papá —dijo Pam—, puede que te parezca una tontería, pero yo no creo que los cazadores furtivos estén escondidos en las Everglades.

A la parpadeante luz de la hoguera pudo ver la cara de asombro que todos pusieron al oír la opinión de la niña.

—¿Y dónde crees que están? —preguntó Pete.

—En alguna parte de la isla Cautiva —repuso su hermana—. Cerca de allí fue donde desapareció su embarcación esta tarde.

Charlie «Rabo de Tigre» opinó que la corazonada de Pam muy bien podía ser acertada. Los hombres pudieron deslizarse por la playa, sin ser vistos desde el canal. El lado de la isla Cautiva que quedaba frente al continente no era muy boscoso, pero solía estar desierto.

—Nadie pasa por allí por miedo a los árboles venenosos —explicó—. Pero quienes conocen bien las Everglades saben evitarlos. Por cierto, ¿no les he hablado nunca de los montículos de conchas?

—No. ¿Qué es eso? —se interesó, inmediatamente, Holly.

—Los indios prehistóricos que vivieron por aquí comían muchos moluscos y fueron dejando las conchas en grandes montones que se han conservado hasta nuestros días.

—Me gustaría ver esos montículos —dijo Pam.

Pero Pete opinó:

—Creo que sería mejor explorar toda la isla Cautiva.

Aunque Charlie «Rabo de Tigre» no creía que hubiera caletas donde los cazadores furtivos pudieran ocultarse, estuvo de acuerdo en que sería conveniente hacer una investigación al día siguiente.

Dos veces, durante aquella noche, fueron despertados los excursionistas por el misterioso grito o alarido. La segunda vez a Ricky le resultó imposible volver a conciliar el sueño, y estuvo rebullendo y dando vueltas en su colchón campestre hasta cerca del amanecer.

Cuando empezaba a clarear se deslizó silenciosamente de la cama y se vistió. Pero, sin querer, tocó el colchón de Holly y la niña se despertó.

—¿Adónde vas? —preguntó en un cuchicheo, Holly.

—No puedo dormir. Me voy a la playa a buscar más conchas.

—Voy contigo —decidió su hermana.

Cuando la niña estuvo vestida, los dos hermanos se alejaron de puntillas hacia un trecho de la playa cercano a la caleta en que estaban amarradas las embarcaciones.

La fresca y salobre brisa alborotaba los cabellos a los dos pequeños, que saltaban alegremente por la arena a la escasa luz del amanecer.

Ricky se estaba llenando los bolsillos de conchas cuando, de pronto, señaló una canoa que avanzaba silenciosa por el agua, delante de Cabo Tortuga. El pecoso y Holly se escondieron entre unos arbustos y estuvieron observando.

—Van tres hombres en la canoa —dijo Ricky.

—¡Hay que volver corriendo, para decírselo a papá! —apremió Holly.

—Ve tú —repuso el chiquillo—. Yo me esconderé en una de las embarcaciones para espiarles.

Mientras Holly se alejaba silenciosamente, Ricky corrió a la caleta. Se acercó a la embarcación de hélice, quitó la lona que cubría el motor, extendió dicha lona en el fondo y él se escondió debajo. Sólo su cabeza y los ojos quedaban a la altura de la borda para poder vigilar la canoa.

Ésta se iba acercando, acercando…

«¡Oh, Dios quiera que Holly se dé prisa!», pensó el niño, viendo que los tres hombres saltaban a la arena y se dirigían… ¡directamente a la embarcación de motor a propulsión!

Ricky se apresuró a meterse en el fondo y hundir la cabeza debajo de la lona. En seguida oyó voces ásperas.

—Robaremos las dos —decía un hombre.

—¿Sabes poner en marcha el motor de propulsión? —preguntó otro.

A estas palabras siguió una risa ronca y un tercer hombre afirmó:

—Palomo puede poner en marcha cualquier cosa.

Ricky oyó pasos. Inmediatamente, la barca en que el pequeño se encontraba empezó a balancearse cuando alguien entró en ella y se instaló en el asiento del conductor.

—Vamos, Palomo, ponlo en marcha —dijo el hombre que estaba en la misma embarcación que Ricky.

—Está bien, «Jamones». Está bien —repuso el otro—. Pero dame un poco de tiempo.

—¡No podemos esperar un siglo! Se está haciendo de día. ¡Nos descubrirán!

El corazón del pobre Ricky latía apresuradamente. Se oyeron ruidos metálicos, seguidos de palabras furibundas.

—¡Oigo que alguien se acerca! —gritó «Jamones»—. ¡Dragg, Palomo, vámonos! Nos marchamos en éste.

—Pero antes estropearemos el motor a propulsión —dijo la voz de Dragg.

Ricky esperó, muy envarado; confiaba en que su familia llegase a tiempo de ayudarle. Al poco oyó un fuerte chapoteo. Un momento después, la barca de hélice se bamboleaba peligrosamente, mientras los dos hombres entraban en ella. Se puso en marcha el motor, con una sacudida, y Ricky se dio cuenta de que la embarcación avanzaba por las aguas espumosas.

«¡Oh, papá, por Dios, sálvame!», suplicaba, mentalmente, el pobre Ricky, mientras la barca robada corría por las aguas del Golfo.