Los niños se encontraron en un vestíbulo muy adornado. Una elegante escalera de caracol conducía a la cubierta superior. Mientras los niños corrían, como locos, por las alfombradas escaleras, los cazadores furtivos cruzaron la puerta de abajo.
—¡Quietos, volved aquí! —ordenó Cedro «Jamones», al tiempo que él y su compinche empezaban a subir las escaleras.
Esto hizo que los niños corrieran aún con más rapidez. Mientras llegaban a cubierta y corrían junto a la borda, a Pete le asaltó un pensamiento estremecedor. ¿Y si Seeber estaba de acuerdo con los cazadores furtivos? ¿Podía ocurrir que el vapor fuese el escondite de toda la banda?
Dejando muy atrás a sus perseguidores, los niños llegaron a un salón cubierto de gruesas alfombras y pronto estuvieron ante otro tramo de escaleras. Al subirlas, se encontraron ante la timonera. Allí estaba Seeber. El hombre se volvió en redondo y los niños estuvieron a punto de arrojarse en sus brazos.
—¡Sálvenos! —suplicó Pam a gritos.
—Vamos, vamos. Calmaos —dijo Seeber, con una semisonrisa—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo habéis llegado aquí?
Sin decir el nombre de sus perseguidores, Pete contó lo ocurrido. La cara de Seeber se ensombreció al preguntar:
—¿Dónde están esos hombres? Yo les detendré.
Con asombrosa agilidad, en un hombre tan grueso, el guardián ayudante bajó velozmente las escaleras, cruzó el salón y llegó a la cubierta superior, donde vio a los dos hombres.
—Fuera de aquí —rezongó el rechoncho guardián—. Esto es propiedad privada.
—¡No les deje escapar! —gritó Pete—. ¡Debemos detenerles! ¡Son cazadores furtivos!
Pero Cedro «Jamones» y su compañero dieron media vuelta, corrieron hacia el primer piso, atravesaron la puerta, siguieron corriendo junto al lateral del vapor y, por fin, cruzaron la verja, dejándola abierta.
Pete, Pam, Larry y Seeber corrieron tras ellos.
—¡Volved, sinvergüenzas! ¡Volved! —gritaba el hombre gordo, sacudiendo amenazadoramente los puños.
Los dos hombres penetraron en un bosquecillo cercano al agua y salieron en seguida arrastrando una embarcación que llevaron a la orilla. Pronto tuvieron el motor en marcha y se alejaron a toda velocidad.
—Parece que van a dar la vuelta a la isla —dijo Pam, al llegar a la orilla del agua.
Seeber supuso que los cazadores furtivos escaparían por el canal que había entre la isla Cautiva y el continente.
—Probablemente se dirigirán al sur de las Everglades —dijo el guardián, que luego invitó a los niños a visitar el vapor—. Yo seré vuestro guía —dijo, sonriendo—. Os lo merecéis, después del susto que os habéis llevado.
Mientras cruzaban de nuevo la verja, Pam se preguntó mentalmente por qué razón los cazadores furtivos habían estado merodeando por aquel lugar.
—Probablemente para robar latas de conserva —dijo Seeber, cuando la niña le habló de lo que pensaba.
Abriendo la marcha, Seeber acompañó a Pete, Pam y Larry por el lujoso vapor del Misisipi.
Primero entraron en una sala donde estaba la maquinaria que hacía girar la rueda de palas. Olía a grasa y metal, y los dos chicos contemplaron, sobrecogidos, los gigantescos engranajes.
—Bien, amigos. Prosigamos nuestra visita —dijo Seeber, encaminándose a la parte alta del barco.
En la próxima cubierta había un sinfín de salones, vestíbulos y salitas.
—¡Qué bonito! —se admiró Pam—. Los muebles son como los de épocas antiguas.
Al pasar, los niños se fijaron en una puerta que estaba cerrada con llave.
—¿Qué hay aquí? —preguntó Larry.
—No lo sé. Siempre está cerrada con llave. Deben de ser comestibles o algo por el estilo —contestó Seeber, sin querer dar importancia a la pregunta.
Cuando llegaron a la cubierta superior los niños contemplaron la superficie llana de la isla. Algunas nubecillas blancas se extendían por el cielo azul. En el agua no se veía ninguna barca.
—Es una lástima que hayan podido escapar —se lamentó Pete.
—Puede que papá y Charlie les hayan capturado —dijo Pam, esperanzada.
Seeber hizo un encogimiento de hombros.
—Dragg es muy resbaladizo —masculló.
Al momento quedó silencioso, viendo que Pam se volvía a mirarle cara a cara.
—¿Ése es el hombre rubio?
La pregunta de Pam tomó por sorpresa al hombre, que tartamudeó:
—Pues… esto… Yo creí que conocíais a esos hombres.
—Sólo de vista —contestó Pete.
De nuevo, mientras entraban en una gran sala, cubierta de gruesas cortinas de terciopelo rojo, Pam insistió en el tema:
—¿Sabe usted algo de ellos?
—Yo he oído hablar de la banda —dijo el hombre, en tono calmoso—. Leí una información sobre ellos en el periódico Fort Myers. Por eso he supuesto que el hombre alto era Cedro «Jamones» y el otro Omar Dragg.
Pete y Pam quedaron tranquilizados viendo la expresión de inocencia del hombrecillo gordo.
—Nosotros no hemos visto ningún periódico en varios días —dijo Pete, mientras contemplaba el bello salón—. ¿Cómo lo consiguió usted?
Seeber contestó que el señor Dodd había llevado uno del continente, cuando regresó de su anterior viaje.
—Ésta debió de ser la sala de conciertos —dijo Pam, admirando un enorme piano que había al fondo de la habitación—. ¿No os imagináis a los caballeros con casacas y las señoras adornadas con plumas y volantes?
Mientras los niños examinaban el elegante mobiliario, su guía dijo que les iba a dejar un momento.
—Tengo que hacer en la timonera. Volveré dentro de un minuto.
Después de haber dado una vuelta por toda la habitación, Pam se detuvo junto a un grueso cordón de seda, cercano a la puerta.
—Me gustaría saber para qué es esto —dijo la niña.
Los dos chicos se acercaron en seguida a contemplar el cordón.
—Te reto a que des un tirón —dijo Larry, riendo.
—Seguramente tocaba una campana para avisar a los sirvientes —opinó Pam.
—Anda, llama —insistió Pete, bromeando.
A Pam le brillaron los ojos cuando acercó la mano al grueso y brillante cordón.
—¡Ahora! —dijo, alegremente.
En el momento en que la niña tiró del cordón, la pequeña estera cuadrada sobre la que estaba Pete, se inclinó extrañamente hacia abajo.
—¡Una trampilla! —gritó Pam, viendo que su hermano daba un grito y resbalaba por la abertura del suelo.
Larry le sujetó a tiempo y Pete pudo agarrarse al borde de la trampilla. En seguida, con la ayuda de Pam y Larry se asomó por el orificio, sumido en sombras. Al cabo de un rato la trampilla volvió a subir a su lugar, sin que nadie la tocase, y la esterilla quedó como si jamás se hubiera movido de allí.
—Quisiera saber si el señor Seeber está enterado de esto —dijo Larry.
Pete supuso que nadie, aparte del propietario, había sabido nada sobre la trampilla secreta.
—¿No creéis que debemos decírselo a alguien? —preguntó Pam.
Pete dijo que a él le gustaría echar otro vistazo al negro agujero.
—Puede que conduzca a una mazmorra —murmuró.
—Pero… ¿y si encuentras algún esqueleto? —sugirió Larry, estremeciéndose.
Pam estaba a punto de tirar otra vez del cordón, cuando Pete advirtió a media voz:
—¡Chissst! ¡Escuchad!
Todos pudieron oír pasos de alguien que subía, corriendo, las escaleras. Instantáneamente los niños quedaron como helados de miedo. ¿Tal vez acababan de ser acorralados por Cedro y Dragg?
—¡Escondeos! ¡De prisa! —ordenó Pete—. ¡Detrás de las cortinas!
Los tres se ocultaron, asegurándose de que no dejaban a la vista los pies, detrás de las pesadas y peludas cortinas. Pronto oyeron voces apagadas.
—No hagas ningún ruido —susurró Pete al oído de Pam.