Mientras se agarraba desesperadamente a la cuerda que sujetaba una de las aletas de la tortuga, Ricky miró las caras de los encolerizados cazadores furtivos. Uno era bajo, con cabello cortado a cepillo y barba rubia. El otro era muy alto y tenía las manos más grandes que Ricky había visto nunca.
El hombre más alto agarró a Pete y a Ricky con una de sus inmensas manazas y les arrojó a la arena, haciéndoles dar antes varias vueltas sobre sí mismos. Pero, al hacer aquello, la cuerda resbaló de la aleta de la tortuga.
El hombre bajo dio un grito e intentó detener al reptil, que se alejaba hacia el agua. Pero no tenía fuerzas para competir con la gigantesca criatura marina que, una vez tocó las primeras olas, desapareció entre las aguas del Golfo.
Viendo al señor Hollister y a Charlie que llegaban a la playa, los cazadores furtivos saltaron a su embarcación y tras poner el motor en marcha, se alejaron a toda prisa.
—¡Canastos! ¡La tortuga marina se ha escapado, papá! —anunció Ricky, con un grito triunfal, cuando los mayores llegaron a su lado.
—¿Estáis heridos? —fue lo primero que preguntó el padre.
—Sólo un poco magullados —contestó Pete—. El hombre alto tenía unas manos como jamones.
—Entonces, ya sé quién es —afirmó Charlie, explicando que, aquel cazador furtivo debía de ser Cedro «Jamones», un rufián que aseguraba ser semínola. Y Charlie acabó diciendo, muy indignado—: Pero no tiene nada de indio. Y lo que hace es darnos a nosotros mala fama.
Los Hollister se enteraron, entonces, de que Cedro «Jamones» solía trabajar en una zona más lejana de la costa, donde era el jefe de una banda de forajidos. Charlie estaba seguro de que Cedro tenía algún escondite en las Everglades, no lejos de donde ahora se encontraban ellos.
—Yo diría que «Jamones» está aprovechando algún poblado indio, abandonado.
Después de dar las gracias a los muchachitos por su buen trabajo, los dos hombres echaron a andar entre Pete y Ricky. Charlie se encargó de llevar la canoa al hombro.
Volvieron en la embarcación aérea al Cabo Tortuga, contaron lo ocurrido a la señora Hollister y las niñas, y poco después dormían profundamente.
Al amanecer, los Hollister y su amigo indio se prepararon para entregarse a una prolongada búsqueda. Sólo Sue y su madre se quedarían en la cabaña.
Cuando tuvieron preparada y envuelta la comida, los detectives se pusieron en marcha. Iba inundando el sol las pequeñas islas cuando las dos embarcaciones aéreas zigzagueaban por los angostos caminos acuáticos.
Como él conocía la situación de los poblados indios, era Charlie quien llevaba la delantera. Los investigadores se detuvieron en un poblado indio abandonado, luego en el segundo… No se veía a nadie y un examen atento de las cabañas indicó que ninguna había sido utilizada desde hacía largo tiempo.
Finalmente, Charlie, reduciendo la marcha, maniobró a través de un arroyuelo atravesado a poca altura por tantas raíces y ramas que todos tuvieron que agacharse. Pronto salieron a un pequeño lago, rodeado por islillas muy juntas. Frente a los viajeros, en la isla más grande, se veía elevarse una columnilla de humo.
—¡Mirad! —dijo Pam en voz muy queda—. ¡Hemos encontrado a los cazadores furtivos!
—Es posible —admitió Charlie, mientras cerraba el contacto del motor—. Ése era un campamento abandonado.
Charlie hizo señas al señor Hollister para que también desconectase el motor, y los dos hombres remaron silenciosamente hacia la isla más grande.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Ricky en un cuchicheo, mientras saltaba a tierra.
Charlie «Rabo de Tigre» dijo que pediría por radio un helicóptero guardacostas. Luego, penetrarían en la isla sigilosamente, para impedir que los cazadores furtivos intentasen escapar, al verles. El semínola habló por radio y le contestaron que no tardaría en llegar a la isla el aparato.
Cautelosamente, los detectives se abrieron paso entre la maleza de la «hamaca». Por fin llegaron a un espacio abierto donde había tres cabañas. Delante de una de ellas ardía una hoguera, aunque no se veía a persona alguna.
—Puede que se haya ido ya —susurró Pete.
—Ven conmigo —dijo Charlie—. Inspeccionaremos toda la orilla para ver si encontramos alguna embarcación.
Dejando a los otros vigilando el campamento, Charlie y Pete avanzaron entre palmeras y altas hierbas hasta que llegaron a la orilla, bordeada de arbolado. Pero no pudieron seguir adelante porque la maraña de raíces y hierbas era demasiado espesa para atravesarlas sin utilizar un hacha.
El semínola se volvió e hizo señas a Pete para que le acompañase hacia el agua. Los dos se quitaron los zapatos y las camisas y entraron en el lago. Con brazadas laterales, el indio nadó sigilosamente bordeando la orilla, seguido de Pete. Recorrieron unos cien metros sin ver la menor huella de embarcaciones. Pero, de pronto, en una pequeña caleta, Pete advirtió movimiento y cuchicheó:
—Mire allí.
Apareció la proa de una canoa y en ella iba una persona, concretamente un muchacho…
—¡Joey Brill! —exclamó Pete, casi atragantándose con una bocanada de agua. En cuanto se le pasó la primera sorpresa, llamó a gritos:
—¡Eh, Joey! ¡Espera!
Charlie y Pete nadaron velozmente hacia la caleta y empujaron la canoa hacia la arena. Joey estaba tan sorprendido y asustado que saltó a tierra estremecido de pies a cabeza.
—¡Vaya!… ¿Cómo?… ¡Caramba! —fue todo lo que consiguió decir.
Como habían oído el grito de Pete, todos los demás corrieron hacia la caleta. Y pronto Joey se encontró rodeado por los detectives.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Charlie, mientras él y Pete se sacudían el agua del cuerpo.
—Me iba, porque los Hollister son los únicos que se divierten en las Everglades —confesó el chico—. Y yo también quiero divertirme.
Joey explicó cómo, haciendo auto-stop, había logrado llegar a un pueblecito pesquero donde alquiló una canoa y en ella se puso en camino, por las aguas, con una pequeña cantidad de comestibles.
—Sólo quería acampar fuera de casa una noche, pero me perdí —acabó diciendo.
—Ha sido una casualidad el que te hayamos encontrado —dijo Pam.
—Yo me alegro de que estéis aquí —murmuró el chico, inclinando la cabeza—. Estaba asustado.
—Imagínate que tu padre y tu madre nunca hubieran vuelto a verte —dijo Holly, queriendo reprender severamente a Joey—. Los pobres se habrían apenado mucho.
Joey admitió que había cometido una tontería y, con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, se dirigió a las cabañas, acompañado de sus salvadores. En aquel momento, apareció en el claro de la boscosa isla un helicóptero que zumbaba ruidosamente. Las ramas de las palmeras se bambolearon de un lado a otro, sacudidas por el viento que despedían las hélices, mientras el helicóptero tomaba tierra cerca de las cabañas.
—¿Han detenido a los cazadores furtivos? —preguntó el piloto, saliendo del aparato.
—No, pero hemos encontrado a Joey Brill, el muchacho desaparecido. Puede llevárselo con usted —dijo Charlie.
—Muy bien, comisario —contestó el piloto, levantando la vista al cielo. Añadió—: Será mejor no perder ni un momento. Parece que se avecina una tormenta.
Acompañó a Joey al interior del helicóptero.
—Ahora me divertiré un poco —dijo el camorrista, sonriendo, y saludó a todos con la mano, mientras el helicóptero despegaba.
Después de que Pete y Charlie hubieron recuperado sus zapatos y camisas, todo el mundo volvió a las embarcaciones.
—El piloto tenía razón, respecto a la tormenta —observó Charlie.
El cielo se estaba ensombreciendo y el viento levantaba crestas de espuma en el agua, hasta entonces tranquila.
Apenas había llegado el grupo al Cabo Tortuga cuando empezó a llover y a soplar un viento fantasmal en las playas. Todos se refugiaron en la cabaña hasta el anochecer, cuando cesó la tormenta.
—Mañana será un buen día para buscar conchas —dijo Charlie, cuando se preparaban para acostarse.
Por lo visto aquel fuerte oleaje llevaba a la arena las más bonitas y raras conchas de las profundidades del Golfo.
Al día siguiente, después de que los dos hombres salieron a inspeccionar las «hamacas» por la región norte, los niños y la señora Hollister marcharon en la barca de remos a la isla de Santabella. Había preparado una comida campestre y se pusieron los trajes de baño debajo de los vestidos playeros. Después de divertirse dentro del agua toda la mañana, comieron con gran apetito. Luego, mientras Sue, Holly y Ricky buscaban conchas con su madre, Pete y Pam se encaminaron a la casita de Larry.
—Hola —saludó el hijo del pescador, saliendo a su encuentro—. ¿Habéis tenido suerte con los cazadores furtivos?
—No —repuso Pete, y contó a Larry todo lo que les había sucedido.
—¿Por qué no vamos a ver otra vez el vapor de río? —propuso Pam. Y con un guiño, añadió—: A lo mejor el viento lo ha empujado hasta el agua.
Los tres corrieron playa adelante para cruzar el agua por la parte más vadosa, hasta la isla Cautiva.
—¡Mirad! —exclamó Pam, cuando tuvieron a la vista el vapor.
Las dos altas chimeneas habían sido dobladas por el viento y la puerta de la verja estaba abierta.
—¿Dónde estará el señor Seeber? —dijo Pete, acercándose a la cerca.
—Debe de haberle ocurrido algo. Puede que el señor Seeber quedase herido cuando el viento dobló las chimeneas —razonó Pam.
Los tres niños cruzaron la verja y la cerraron a su espalda. Luego empezaron a andar alrededor del gran vapor.
—Me gustaría saber por dónde se entra —dijo Pete.
Y Larry repuso:
—Hay una puerta en frente. Venid conmigo.
El hijo del pescador echó a andar, muy decidido, pero de pronto corrió a ocultarse entre unos matorrales y Pete y Pam le imitaron.
—¡He visto a alguien! —cuchicheó Larry.
Agazapados en el suelo, los tres niños dirigieron la vista al vapor ribereño. En la entrada estaban Cedro «Jamones» y el hombre de los bigotes rubios. Los dos fruncían el ceño y miraban al lugar en donde se habían escondido Pam y los chicos.
—¡Estoy seguro de haberles visto! —rezongaba «Jamones», alargando un brazo, para señalar—. ¡Allí, entre los arbustos!
Los dos hombres echaron a correr en línea recta al escondite de los niños.
—¡No podemos quedarnos aquí! —cuchicheó Pete, apurado—. ¡Vámonos!
Los tres salieron a la carrera en dirección a la verja.
—¡Ahí están! —gritó Cedro «Jamones»—. Hay que atraparles.
Como tenían tan cerca a sus perseguidores, no les dio tiempo a los niños de abrir la verja. De modo que continuaron corriendo alrededor del vapor, mientras Pam gritaba, pidiendo auxilio.
Aunque los perseguidores eran personas mayores, no eran tan veloces como los jóvenes perseguidos. Pete, Pam y Larry dieron una vuelta alrededor del vapor. No quedaba sitio a donde ir como no cruzasen la puerta de entrada. Y eso fue lo que hicieron. El primero en entrar fue Larry, le siguió Pam y Pete fue el último. A muy poco distancia, corrían los cazadores furtivos, gritando indignados. Pete cruzó el umbral de un salto y se apresuró a cerrar la puerta.