—¡Socorro! —gritaba Sue, que empezaba a resbalar desde lo alto de la pértiga.
Sus piececillos casi rozaban el agua y la diminuta canoa india seguía alejándose.
Pero Ricky, arrodillándose en el fondo de la embarcación, empezó a sacudir velozmente en el agua las manos, como si se tratase de remos, y llegó junto a Sue cuando la niña estaba a punto de darse un remojón.
Agarrando la pértiga con una mano, con la otra tiró de Sue para hacerla entrar en la canoa.
Desde la orilla todo el mundo dio gritos de alegría y aplaudió, mientras Ricky conseguía sacar la pértiga del lodo y llevar la canoa hasta la orilla.
—Yo no he podido ver lo que ha pasado —dijo Pete, guiñando un ojo, mientras los pequeños salían de la canoa—. ¿Querréis repetirlo?
—Parecías un saltador de pértiga —afirmó el señor Hollister, levantando a Sue en sus brazos, antes de dar a Ricky una cariñosa palmada en el hombro, por haber actuado tan de prisa.
—Ven con nosotras, Sue —llamó Pam—. Tenemos algo que enseñarte.
La señora Hollister y las niñas volvieron a la cabaña de la abuela «Rabo de Tigre». La ancianita había confeccionado una diminuta blusa de muchos colores que regaló a Sue. La pequeñita se apresuró a metérsela por la cabeza y con su nuevo atavío empezó a hacer alegres piruetas.
—Para las demás tengo collares —dijo la abuela india, que en seguida pasó un bonito collar de caracolas por las cabezas de Holly, Pam y la señora Hollister.
Mientras las niñas estaban admirando los regalos recién recibidos, Pete, Ricky y Jim charlaban en el embarcadero.
—¿Y si nos entretenemos con un juego? —propuso el niño semínola.
—¡Sí, sí! ¿Cuál? —preguntó Ricky.
—Yo tomo un poco de ventaja, echo a correr y vosotros intentáis alcanzarme. Yo seré Billy «Piernas de Arco».
—¿Quién es ese Billy? —inquirió Pete.
Jim explicó que Billy «Piernas de Arco» había sido un famoso jefe indio semínola.
—Cuando corría por las Everglades, sus enemigos no podían encontrarle. Tampoco vosotros me encontraréis a mí.
—Claro que te encontraremos, porque yo soy un agente del FBI —decidió Ricky.
—Yo daré un buen grito cuando haya tomado la ventaja necesaria. Ya soy Billy «Piernas de Arco». ¡Allá voy!
Inmediatamente, dio Jim un salto, corrió entre las altas hierbas que crecían detrás de una cabaña y desapareció entre la maleza.
—¡Yiii-uuuu! —gritó de pronto Jim.
Pete y Ricky salieron tras su presa, como sabuesos persiguiendo a un conejo. Corrieron entre hierbas que les llegaban hasta la cintura, encontrando de vez en cuando árboles recubiertos de musgo.
—¡Canastos! Ha desaparecido igual que un fantasma —dijo Ricky, extrañado.
—Tiene que estar por aquí —opinó Pete—. No nos lleva mucha distancia.
Los dos hermanos buscaron hasta llegar al otro extremo de la isla y siguieron sus pesquisas al regresar. Pero no encontraron la menor huella de Jim.
Al llegar al límite del bosque, Pete se sentó en un tronco y Ricky se tumbó a su lado, en plena tierra.
—Podemos darnos por vencidos y llamarle —propuso Ricky, al tiempo que se enjugaba con el pañuelo el sudor de su carita pecosa.
—¡Billy «Piernas de Arco», nos rendimos! ¿Dónde estás? —gritó Pete, con las manos colocadas a ambos lados de la boca.
De repente el tronco se movió. Y acabó poniéndose en posición vertical, con lo que Pete se vio lanzado al suelo. ¡De debajo salió su amigo Jim!
—¡Zambomba! —exclamó Pete, poniéndose en pie—. Nos has asustado. ¿Cómo pudiste meterte bajo este tronco?
El muchachito indio sonrió y repuso:
—No es un tronco. Es mi canoa pequeña. Un buen sitio para esconderse.
—Pues nos estabas haciendo volver tontos —dijo Pete—. Esto me da una idea, Ricky. Podíamos llevarnos esta canoa a la isla de Santabella y escondernos debajo para poder descubrir a los cazadores furtivos.
Luego, Pete explicó a Jim que los Hollister estaban ayudando a Charlie «Rabo de Tigre» a descubrir a los cazadores.
El niño indio se ofreció en seguida para prestarles su canoa.
—Pero estaréis mucho más cómodos si, antes, caváis una zanja en la arena y luego colocáis la canoa para que os cubra las cabezas.
La conversación fue interrumpida por el señor Hollister que les llamó, diciendo:
—¡Venid ya, muchachos! ¡Nos vamos!
Entre Pete y Jim, llevaron la canoa al embarcadero, donde la colocaron en la embarcación aérea.
—¿Qué es esto? —preguntó el señor Hollister; y se echó a reír cuando los niños le contaron su plan.
—Está bien. Creo que podemos llevárnosla —dijo Charlie.
La señora Hollister y sus tres hijas estaban despidiéndose de la abuela «Rabo de Tigre» y de Clementina, que había decidido pasar en el poblado indio unos cuantos días.
—Podrá ayudarme a coser —dijo la viejecita—. Clementina es muy habilidosa para eso.
Cuando todos estuvieron instalados en las embarcaciones, la familia Hollister y Charlie regresaron por los angostos pasos acuáticos hasta llegar a Cabo Tortuga.
—Mirad, tenemos un visitante —observó el señor Hollister, mientras las embarcaciones se aproximaban a la caleta.
Esperando en la orilla, junto a su motora, estaba el señor Mark, el empleado de conservación zoológica. El hombre se irguió sobre la punta de los pies para saludarles con la mano.
—Hola, Mark —saludó Charlie—. ¿Qué te trae por aquí?
—Pensé que los cazadores furtivos les habían capturado a todos —dijo el hombre, mientras las embarcaciones se deslizaban en la playa arenosa.
El agente de conservación zoológica dijo que los cazadores furtivos habían estado trabajando muy al norte la noche anterior. El señor Mark les había perseguido y ellos huyeron al sur, hacia las Everglades.
—Indudablemente estuvieron aquí —asintió Charlie—. Pam y Clementina les sorprendieron robando un nido de cocodrilo.
—Hacia dónde han escapado es un misterio —dijo Mark—. Lo que sabemos es que tienen una embarcación aérea muy rápida.
—Tenemos que redoblar nuestras investigaciones —dijo el señor Hollister.
—Y aparte de eso, la policía tiene otro caso que investigar —explicó el señor Mark—. Un muchacho llamado Joey Brill ha desaparecido.
—¿Cómo? —preguntó Pete.
—Nosotros le conocemos —dijo Holly.
El señor Mark dijo que desde hacía dos noches se ignoraba el paradero de Joey. El camorrista de Shoreham había sido visto haciendo auto-stop en la carretera que llevaba a las Everglades.
—¡Dios mío! —se compadeció la señora Hollister—. Confío en que le encuentren pronto.
—A lo mejor se lo ha comido un cocodrilo —razonó Sue.
—Yo no creo que Joey se atreviese a penetrar en las Everglades —fue lo que opinó Peté—. Puede que se haya detenido en uno de esos poblados indios que hay cerca de la carretera.
La señora Hollister invitó a cenar con ellos al oficial. Cuando acabaron, el señor Mark se despidió, diciendo que iba a dirigir su motora hacia el sur, para buscar a los cazadores furtivos entre la cadena de islillas.
—Nosotros vamos a montar vigilancia en la isla de Santabella —dijo Pete, mientras acompañaban al señor Mark a la caleta.
—Buena suerte —le deseó el empleado del gobierno, que subió entonces a su embarcación y, a la escasa luz del crepúsculo, marchó hacia las «hamacas», envueltas en sombras.
Al volver al campamento, Pete encontró a su padre y a los demás delante de la cabaña.
—Papá, ¿por qué Charlie y tú no os unís a Ricky y a mí para hacer guardia esta noche? —pidió el muchachito.
—Me has quitado esas palabras de los labios —dijo el semínola—. Tu padre y yo ya nos habíamos preparado para eso.
Al oír al señor Hollister explicar sus planes, Pam y Holly suplicaron que las dejasen tomar parte en ellos.
—No —dijo la señora Hollister—. Alguien tiene que hacer guardia en la cabaña. Ese trabajo nos toca a nosotras.
Cuando anocheció por completo salió la luna, igual a una gigantesca mandarina, enviando sus ligeros resplandores a todo el Golfo de México.
Pete y Ricky tomaron una linterna cada uno; luego, entraron en la embarcación de motor a propulsión con su padre y Charlie. En poco rato dieron la vuelta en torno a Santabella, tomaron tierra y ayudaron a los mayores a arrastrar la embarcación para dejarla oculta entre el denso follaje.
Siguiendo sus planes, el señor Hollister y Charlie tomaron posiciones, a cierta distancia uno del otro, entre el arbolado, detrás de la playa. Pete y Ricky, con la canoa de Jim colocada sobre sus cabezas, llegaron a un trecho próximo al agua a mitad del camino entre los dos hombres ocultos. Luego, excavando como si fueran tortugas, hicieron un gran hoyo en la arena, se metieron después en el hoyo y colocaron la canoa sobre sus cabezas.
—¡Canastos! Esto es divertidísimo. Parece que estamos viviendo en una casita de la playa.
Mientras esperaban, los dos hermanos fueron escarbando en la arena, en trechos separados, para tener algunos orificios por los que vigilar la playa. Pete hizo, además, un agujero más grande en la parte posterior para poder hacer señas con las linternas, desde allí, a su padre y a Charlie, si llegaba a ser necesario.
Así empezó una larga espera. Unas veces Pete y otras Ricky enfocaban la linterna sobre su reloj para saber cuánto tiempo iba transcurriendo. Mientras, la marea iba ascendiendo por la arena, centímetro a centímetro.
—No podemos estar aquí mucho tiempo, o nos mojaremos —dijo Ricky.
Pete tuvo que confesar que no había pensado en eso cuando cavaron el hoyo tan cerca del agua. Pero ya no había tiempo para abrir otro agujero más atrás, si querían evitar el ser descubiertos.
Estaba Pete mirando hacia la parte más baja de la playa y Ricky hacia la más alta, cuando los dos exclamaron a un tiempo:
—¡Una tortuga marina!
Con muy pocos segundos de diferencia, dos grandes tortugas salieron del agua, quedando bien visibles a la claridad de la luna. Los dos hermanos pudieron distinguir, incluso, los dos rastros que iban dejando los animales al arrastrarse playa arriba. Por fin se detuvieron y empezaron a excavar con rapidez.
De pronto los niños notaron que empezaba a filtrarse agua fría en su escondite.
—¡Mira, Pete! Tenemos las olas casi encima.
El agua llegaba hasta los orificios abiertos bajo la canoa, pero los niños no se atrevían a moverse. Podían asustar a las tortugas. Mientras esperaban, la luna fue quedando cubierta de nubes y cada vez resultaba más difícil ver a distancia.
De pronto, a Ricky el corazón le dio un salto en el pecho. Quiso hablar, pero las palabras se le hicieron un nudo en la garganta, y no pudo hacer más que dar un tirón del brazo a su hermano y señalar hacia las oscuras aguas del Golfo. A menos de seis metros de los dos chicos, una barca acababa de rozar la arena de la playa.
Dos hombres salieron de la embarcación y corrieron hacia uno de los nidos de tortuga. Un poco antes de llegar se acurrucaron en la arena y observaron cómo el gigantesco reptil cubría con arena los huevos que había puesto.
—Daremos la señal a papá y a Charlie —dijo Pete al oído de su hermano.
En seguida buscó su linterna, que estaba al fondo del hoyo. ¡La linterna se había humedecido! ¡Y la de Ricky también! ¡No iban a poder dar la señal luminosa!
—¿Qué haremos ahora? —se lamentó Pete, en un susurro.
La gran tortuga que los cazadores habían señalado como su primera presa empezó a arrastrarse lentamente hacia la playa. Los dos hombres se apresuraron a saltar sobre ella y le ataron una cuerda alrededor de una de las aletas.
—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó Pete—. ¡Vamos, Ricky!
Inmediatamente, levantaron la canoa apartándola de sus cabezas, y gritando como indios, los dos salieron del hoyo y corrieron hacia los dos hombres.
—¡Papá! ¡Charlie! —llamaron a grandes voces.
Los cazadores furtivos giraron sobre sus talones, con la boca abierta de par en par por la sorpresa. Sin ningún miramiento, golpearon a Pete y Ricky, haciéndoles caer al suelo, y continuaron arrastrando la tortuga marina hacia su embarcación. Pete se puso en pie lo más de prisa que pudo y Ricky le imitó. Los dos hermanos se arrojaron sobre la cuerda a la que iba atada la tortuga. En la distancia oyeron gritar a su padre y a Charlie «Rabo de Tigre». ¡Por suerte se estaban acercando!