EL POBLADO INDIO

De repente, se oyó el zumbido, seguido del rugir de la hélice de un avión. Al mismo tiempo, una ráfaga de viento llegó hasta las niñas, haciendo ladearse la pequeña embarcación.

—¡Una embarcación volante! —exclamó Pam—. ¡Está escapando!

—¡Otra vez los cazadores furtivos! Apostaría algo —se lamentó Clementina—. Y no podemos alcanzarles.

Pam contestó que bastante suerte habían tenido con que los cazadores no las hubieran hecho prisioneras. Además, podía ser que Charlie «Rabo de Tigre» y el señor Hollister estuvieran siguiendo el rastro de aquella gente.

Mientras la niña semínola hacía dar la vuelta a la barca, Pam miró con atención el nido de cocodrilo, hecho de ramas y hojas. Varios huevos, un poco más grandes que los de gallina, estaban dispersos allí. De pronto, Clementina ahogó un grito:

—¡Cuidado, Pam! El cocodrilo madre…

Cerca del nido medio destrozado y semioculto por los matorrales, las niñas pudieron ver un cocodrilo de casi dos metros de longitud. El reptil estaba inmóvil y con los ojos entornados.

—¿Por qué no habrá protegido su nido? —cuchicheó Pam.

—Puede que esté muerta —repuso Clementina, y aproximó algo más la barca para contemplar al reptil.

Junto al cocodrilo se veía un remo roto. En la pala se veían, marcadas a fuego, las iniciales CRT.

—Han golpeado al pobre animal —dijo Clementina—. ¡Y con el remo de mi padre!

Ahora las niñas tuvieron la certeza de que habían sido los cazadores furtivos quienes siguieron al grupo el día anterior y pintaron en la barca la calavera y los huesos.

—¡Tienen que ser muy malos cuando han golpeado así al pobre cocodrilo madre! —reflexionó Pam, condolida—. Espero que todavía esté vivó.

Su amiga se inclinó hacia delante y tocó con el remo al animal en el rabo. Al momento, el rabo dio una sacudida de izquierda a derecha, con tal fuerza, que el remo estuvo a punto de caer de la mano de la niña. El cocodrilo volvió la cabeza y abrió los ojos amarillentos, con expresión maligna.

—¡Vámonos de aquí en seguida! —apremió Pam.

Pero Clementina no necesitaba ninguna advertencia. Valiéndose de toda su fuerza, remó lo más rápidamente posible a través de la maraña acuática de las Everglades.

Pam volvió la cabeza para mirar por encima del hombro; temía que el peligroso reptil hubiese salido en su persecución. Pero muy pronto perdieron de vista el nido y no apareció ningún cocodrilo en las aguas oscuras.

Las dos niñas dieron un suspiro de alivio y, remando con firmeza, Clementina llevó la barca hasta el Cabo Tortuga.

Al llegar encontraron a los demás saboreando una comida, preparada con los peces que los niños habían pescado durante la mañana. Larry se había marchado hacía pocos minutos. Todos quedaron asombrados al enterarse de lo cerca que Pam y Clementina habían estado de los cazadores furtivos. Y los dos hombres decidieron acelerar sus pesquisas y ver de localizar aquella tarde a los ladrones de los huevos de cocodrilo.

—Si localizamos su campamento, podremos esperar allí a que regresen —dijo Charlie.

Inmediatamente, los niños suplicaron que se les permitiera ir también. Después de reflexionar unos minutos, el semínola estuvo de acuerdo en que les acompañaran los pequeños.

—Podemos convertir este trabajo en una diversión para todos —dijo.

Se planeó buscar en los alrededores del nido de cocodrilo, luego internarse en las Everglades y visitar el pueblo semínola donde ahora vivía la abuela de Clementina.

La señora Hollister, Pam y las dos niñas más pequeñas fueron en la embarcación aérea de Charlie. Pete, Ricky y Clementina acompañaron al señor Hollister. Las dos embarcaciones, la de Charlie delante, se abrieron camino entre las islillas, hasta el lugar en que estaba el nido de cocodrilo. Allí las embarcaciones se detuvieron.

—La madre «coco» ha desaparecido —dijo Charlie, bajando a la húmeda orilla.

Rápidamente, recogió los diseminados huevos, los puso dentro del nido y cubrió éste con hojas. Luego, cogió el remo roto y buscó el otro, que apareció a poca distancia.

—Esos hombres han debido de llevarse, también, al pobre cocodrilo —empezó a decir Charlie que, en seguida, añadió—: ¡Oooh, ahí viene!

Todos miraron al lugar señalado y vieron, a su espalda, asomar entre las aguas un morro y dos ojos. Charlie «Rabo de Tigre», saltó a su barca y ésta y la conducida por el señor Hollister se pusieron inmediatamente en marcha, dejando que el reptil se ocupase de vigilar los pocos huevos que le quedaban.

Las embarcaciones avanzaban veloces, unas veces en el agua, otras sobrevolándola. A veces la separación entre el arbolado de un lado y otro del agua era tan ancha como una calle, mientras que en otros trechos no tenía más amplitud que una acera. Por fin la embarcación que marchaba delante llegó a un pequeño lago. En la orilla más lejana se veía un grupo de cabañas indias.

—¡Ése es el pueblo de la abuela! —dijo Clementina, palmoteando de alegría.

Al aproximarse, los viajeros pudieron ver a mujeres y niños, con trajes de alegre colorido, atareados en distintos quehaceres. Una anciana, de rostro oscuro y arrugado, se acercó al embarcadero con pasos vacilantes; el dobladillo de su falda casi rozaba el suelo.

Charlie «Rabo de Tigre» hizo una maniobra con la embarcación, con objeto de que el señor Hollister pudiera llegar a tierra el primero. Clementina bajó en seguida y corrió a abrazar a su abuela.

—Hemos traído unos amigos —explicó, sonriendo, mientras Pete y Ricky saltaban a tierra.

Cuando la embarcación de Charlie quedó sin viajeros, todos los Hollister fueron presentados a la abuela «Rabo de Tigre». La anciana, cogiéndose las cuentas de su collar de varias vueltas, hizo una reverencia a cada uno de los visitantes.

—Estoy haciendo vestidos —dijo la ancianita semínola. Y dirigiéndose a las niñas, añadió—: Venid, os los enseñaré.

Holly, Pam, Clementina y la señora Hollister siguieron a la abuela «Rabo de Tigre» hasta la cabaña. Allí, montada sobre una mesita, a la sombra de la techumbre de hierbas, había una máquina de coser, muy anticuada. Y sobre ella se veía una enorme falda de muchos colores.

Mientras las niñas miraban, fascinadas, los hábiles dedos de la anciana guiaron la tela bajo la aguja que bajaba y subía haciendo mucho ruido. A Holly le tenía encantada la palanquita metálica que iba y venía constantemente, bajo la presión del pie de la viejecita.

Entre tanto, Sue iba asida de la mano de su padre, mientras éste, Ricky y Pete recorrían el campamento indio con Charlie «Rabo de Tigre».

—Debe de ser «divirtido» vivir aquí —dijo Sue, girando su cabecita más que un tornillo, para poder contemplar a todas aquellas gentes, vestidas de alegres colores.

—Sí, lo es —afirmó un muchachito indio.

Parecía tener la edad de Pete y no era tan tímido como los otros niños, que miraban a los visitantes desde lejos.

—Hola, Jim —dijo «Rabo de Tigre», antes de presentar al muchachito a los Hollister.

Jim tenía la cara redonda, los ojos negros y siempre parecía dispuesto a sonreír.

—¿Queréis ver una canoa hecha de un tronco vaciado? —preguntó.

—¡Claro que sí, canastos! —replicó Ricky.

Mientras el señor Hollister v Charlie seguían su paseo por el campamento, el niño semínola llevó a los otros tres a otro desembarcadero. Allí, en el agua, flotaba una gran canoa de madera. Pete comprobó, inmediatamente, que era un tronco que había sido vaciado en el centro y cortado en ángulo en los extremos.

Jim cogió una larga vara que había en el suelo y dijo:

—Entrad, pero con cuidado. Es una barca semínola. Se vuelca fácilmente.

Pete subió el primero y extendió la mano para ayudar a Ricky y a Sue. Una vez los tres dentro, se sentaron en el fondo. Jim se colocó dé pie, en la proa y, valiéndose de la vara, hizo avanzar la canoa lentamente por el lago.

—¡Zambomba! ¡Qué divertido! —dijo Pete, entusiasmado—. ¿Podría conducir yo una vez, Jim?

El semínola dijo que sí, hizo girar la canoa y volvió al embarcadero. Allí Pete empuñó la vara e impulsó la embarcación a través de las aguas vadosas.

Después de describir un círculo en el agua, Pete regresó para dejar que Ricky probara a llevar la canoa. El pelirrojo lo hizo muy bien, aunque le costaba levantar la vara del fangoso fondo.

Sue, hasta entonces, no había hecho nada más que mirar entusiasmada a su alrededor. Pero cuando Ricky llevó la canoa al embarcadero, la vocecita penetrante de la pequeña anunció:

—Ahora me toca a mí.

—Tú eres demasiado pequeña —protestó Ricky.

—Era pequeña el año pasado. Pero ahora soy grandísima —declaró Sue, ofendida, haciendo un pucherito con el labio inferior.

—Me parece que no podrás sostener la vara, Sue —dijo, en tono cariñoso, Pete.

Pero la pequeña no se tomó la molestia de contestar. Volvió su carita risueña a Jim y, con voz muy melosa, preguntó:

—¿Me dejas que conduzca yo, guapito?

—Bueno. Pero en una canoa infantil. En ésas practican los más pequeños —dijo Jim, mientras todos bajaban de la embarcación.

Entre Pete y Ricky sostuvieron la pequeña canoa, en la que Sue entró, cogiendo la pértiga que Jim le ofrecía.

—Será mejor que vayas tú con ella, Ricky —dijo el muchachito indio.

El pelirrojo se sentó en el fondo de la canoa y Sue manejó la pértiga para alejarse del embarcadero. Cuando habían recorrido una distancia equivalente a la longitud de varias canoas, a Sue le chispearon los ojos de alegría.

—Ahora voy a dar un empujón «gordísimo» —dijo.

Con todas sus fuerzas hundió la vara en el fondo del lago. Pero… ¡no pudo volver a levantarla!

Sujetándose con fuerza a la vara, Sue se encontró en el aire, mientras la canoa se deslizaba, alejándose de ella. ¡La chiquitina se bamboleaba sobre las aguas, agarrada a la pértiga y dando grititos de angustia!