—¿Dónde puede estar nuestra barca? —preguntó Pam, aturdida.
—Se la habrá llevado la marea —calculó Pete—. Debimos dejarla más adentro.
—¿Cuál es el sitio exacto donde la dejamos? —preguntó Clementina, dando paseos, de un lado a otro de la playa.
—Creo que éste —contestó Pete, aproximándose a la niña—. Aquí está la señal que dejó la quilla en la arena.
—¡Mirad! —llamó Ricky. Y todos los demás se arremolinaron a su alrededor—. ¡Huellas de pies!
Los muchachos se inclinaron para examinar unas pisadas que conducían hacia el grupo de palmeras que bordeaba la playa. Entre cada par de pisadas, se veía una profunda hendidura, al parecer hecha por la quilla de una embarcación.
—¡Zambomba! ¡Alguien ha arrastrado nuestra barca hasta la arboleda! —exclamó Pete.
—Tiene que ser una broma. ¿Creéis que papá y Charlie habrán querido burlarse de nosotros? —se le ocurrió preguntar al pecosillo.
Pero Pete estaba muy serio. Seguido de los demás, caminó a lo largo de las huellas de la arena hasta el palmar. Allí se abrió paso a codazos entre los matorrales que crecían junto a las palmeras, y de pronto se detuvo y señaló una palmera.
La barca estaba suspendida de una rama alta con la cuerda del ancla. Se bamboleaba suavemente, por encima del suelo.
—¡Esto no es una broma! —exclamó Pam.
—Claro que no lo es —concordó Clementina—. Mirad lo que han pintado dentro.
—¡Canastos! Una calavera y unos huesos cruzados.
Todos se aproximaron más para examinar bien la barca. Debajo del distintivo pirata se leía la palabra: «¡Cuidado!».
Los niños supusieron inmediatamente que alguien había estado vigilando en la isla Santabella. Mientras ellos se dirigieron a Cautiva, los enemigos habían arrastrado hasta allí la barca y la colgaron de la palmera como una advertencia.
—Es escalofriante —dijo Clementina—. Quisiera que estuviese aquí mi padre.
Ricky se ofreció para desatar la cuerda del ancla. Pete le dio un último empujón y el pequeño trepó por el tronco. Mientras Ricky desataba los nudos, Pete y Pam sostuvieron por abajo para bajar la barca de remos. Cuando la cuerda cayó al suelo, los otros ayudaron a bajar la barca hasta la arena. A los pocos minutos Ricky estaba también abajo.
—¡Esperad! ¿Dónde están los remos? —preguntó Holly.
—Deben de estar por aquí —dijo Ricky.
Los niños buscaron por la isla, moviéndose en círculos cada vez más amplios. Encontraron el ancla, escondida bajo unas matas, pero los remos no aparecían por parte alguna.
—Los remos llevan las iniciales de papá —dijo Clementina.
Y explicó a sus amigos que ella misma había ayudado a su padre a marcar a fuego las letras CRT.
—La verdad es que estamos en un buen apuro —dijo Pam—. ¿Qué vamos a hacer?
—Tendremos que buscar a Larry otra vez —opinó Pete—, y utilizar su barca para volver a casa.
Cogiendo la barca por la borda, los niños la trasladaron nuevamente a la isla para buscar la casa de Larry.
Después de mucho caminar encontraron, por fin, la casita del pescador, bien apartada del agua, y en medio de palmeras. Los niños corrieron hacia la casa, llamando a Larry a gritos. El niño asomó por la puerta vidriera, poniendo cara de asombro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Cuando Pete se lo contó, el hijo del pescador quedó muy preocupado.
—¡Qué cosas tan misteriosas! Pero no os apuréis. Yo os llevaré a Cabo Tortuga.
El niño corrió al interior de la casa y volvió con un motor de fuera borda.
—Sentaos muy quietos —aconsejó Larry, mientras ponía el motor en marcha.
El viaje alrededor de la isla fue lento y los pasajeros tenían miedo incluso de respirar hondo, pensando que podían hacer volcar la embarcación. A pesar de que todos se mantenían absolutamente inmóviles, de vez en cuando entraba algo de agua. Todos respiraron aliviados, al fin, cuando Larry llevó la barca hacia la playa.
—Ahora podremos viajar con más tranquilidad —dijo Larry, mientras todos bajaban a tierra.
El niño ató la embarcación de Charlie «Rabo de Tigre» detrás de la suya. Entonces, entre Pete y Ricky, empujaron la barca de remos al agua y saltaron al interior, llevando a Pam con ellos. Ahora que el cargamento estaba repartido, los niños se sintieron más tranquilos mientras cruzaban el canal hacia Cabo Tortuga.
—Gracias, Larry —dijo Pam, cuando llegaron a la orilla y desataron la barca de remos dé Charlie.
—Si encuentras los remos, haz el favor de decírnoslo —pidió Pete.
—Muy bien —asintió el niño isleño, antes de volver su barca en dirección a Santabella.
Ricky le preguntó:
—¿Podrás volver, para jugar con nosotros, mañana por la mañana?
—Estupendo. Hasta mañana.
Junto a la cabaña india, el fuego estaba encendido y la señora Hollister empezaba a hacer la cena. Los mayores quedaron asombrados cuando los niños contaron su aventura. El señor Hollister y Charlie «Rabo de Tigre» habían estado inspeccionando entre las «hamacas» y las Everglades, pero no pasaron por Santabella ni por Cautiva aquella mañana.
—Estoy seguro de que los cazadores furtivos tienen un escondite en una de las islas —dijo Pete—, y fueron ellos los que colgaron la barca del árbol, como advertencia.
—Nuestros enemigos son muy testarudos —dijo el semínola.
—Pero no nos darán esquinazo continuamente —aseguró el señor Hollister.
—Ya verás cómo les descubriremos, papá —prometió Pete.
Pronto notaron todos el olor de las hamburguesas y se prepararon para cenar.
Cuando terminaron, Sue se puso en pie y, acercándose a su padre, preguntó:
—¿Puedo decirlo ahora?
El señor Hollister, riendo, dijo que sí.
—Vamos a hacer una carrera de barcos aéreos —anunció Sue.
—¡Canastos! —gritó Ricky, dando zapatetas que recordaban algunos bailes indios—. ¡Yo quiero ir con Charlie!
—¡Y yo! ¡Y yo! —añadió la traviesa Holly.
—Así no estaría equilibrado el peso de las embarcaciones —dijo el semínola—. ¿Qué os parece si Ricky y Pam viajan conmigo, y Pete y Holly con vuestro padre?
Los niños se adelantaron a la carrera hasta la caleta escondida y saltaron al interior de las embarcaciones.
—John, yo creo que lo justo es que tú tengas un poco de ventaja al empezar —dijo Charlie.
—De acuerdo. ¿Qué te parece diez largos del barco?
—Comprendido —contestó Charlie, poniendo en marcha su motor a propulsión.
Acompañando sus maniobras de una ruidosa sacudida y una columnita de negro humo, el señor Hollister puso en funcionamiento la hélice. Las dos embarcaciones se deslizaron hasta el agua y una vez allí los dos hombres decidieron hacer una carrera de una milla, hacia el sur, hasta un grupo de «hamacas», a orillas del Golfo. Allí efectuarían un giro alrededor de la primera isla, y volverían al punto de partida.
Cuando ya el señor Hollister le llevaba una buena ventaja, Charlie sacudió la mano, como señal de salida y ambas embarcaciones adquirieron gran velocidad, en medio de un ruido de todos los infiernos.
—¡De prisa, papá! —gritó Pete.
El señor Hollister aceleró más la marcha y de ambos lados de la embarcación, que surcaba el aire a poca distancia del suelo, se vio surgir una rociada blanca. Holly, con las trencitas flotando al viento, se volvió a mirar a los otros.
—¡Nos están alcanzando, papá! —advirtió a gritos.
Detrás, a muy poca distancia, Ricky y Pam se sujetaban con fuerza a los asientos; el viento casi les cortaba la respiración.
Después de que el señor Hollister efectuó un limpio giro alrededor de la isla, ambas embarcaciones iniciaron el regreso. Los niños se miraban unos a otros, sin poder hacer otra cosa más que sonreír. ¡No se atrevían a separar ni una mano del asiento para saludar!
Durante medio kilómetro las embarcaciones corrieron juntas. La de Charlie aullaba como un fantasma y la del señor Hollister rugía como un león. Pero, entonces, el motor a propulsión empezó a dar muestras de su potencia. Palmo a palmo, fue tomando ventaja a la embarcación de hélice. Al llegar a la meta, Charlie había adelantado un buen trecho a los otros.
—Nos ha vencido en toda la línea —confesó Pete, desmontando en la caleta.
—¡Es el más rápido de todas las Everglades! —aplaudió el señor Hollister, saludando al vencedor.
Sue, que estaba en la orilla, asida a la mano de Clementina, declaró, suplicante:
—Yo también «quero» dar un paseíto. En la barca que silba.
—De acuerdo —sonrió Charlie—. Subid.
Sue y Clementina ya habían subido a la embarcación, cuando la señora Hollister preguntó:
—¿Puedo ir yo, también?
—¡Canastos! Mamá también quiere pasear —se asombró Ricky, ayudando a subir a la señora Hollister.
Esta vez no se trataba de ninguna carrera y Charlie no puso el motor a toda velocidad. Lo que hizo fue dar una marcha media para que sus pasajeros pudieran contemplar con calma el paisaje. En algunos trechos había que pasar por tramos angostos, llenos de follaje.
El indio se inclinó hacia adelante, desde su asiento, para decir:
—Clementina conoce muy bien estas aguas. Ha remado por ellas muchas veces.
—¡Cuidado, Charlie! —gritó, de pronto, Sue—. ¡Vamos a tener un «alcidente»!
El indio elevó más la embarcación para evitar chocar con lo que parecía ser un tronco flotando en el agua.
—¡Es un caimán! —exclamó la señora Hollister, viendo que el reptil sacudía la cola y desaparecía bajo el agua.
Charlie detuvo la embarcación.
—Es un cocodrilo —aseguró—. ¿No se ha fijado en el morro estrecho y puntiagudo? Los caimanes tienen el morro más romo. De todos modos, no hay muchos cocodrilos por aquí. Éste debía de ser una hembra que tendrá cerca el nido.
Mientras su padre hablaba, Clementina miraba atentamente hacia las aguas.
—Tendríamos que buscar ese nido y protegerlo, sobre todo si la hembra ha puesto ya los huevos —dijo Charlie.
Pero estaba oscureciendo demasiado para hacer una exploración. El semínola guió la embarcación en dirección a la caleta. Cuando llegaron y contaron su aventura, Pam murmuró:
—Me gustaría ver el nido de cocodrilo.
Clementina sonrió, sin decir nada. Pero algo más tarde, cuando se acostaron, la niña india se acercó a Pam y le cuchicheó algo al oído.
A la mañana siguiente, después del desayuno, se presentó Larry para jugar con Pete y Ricky.
—Ya le he dicho a papá lo que vamos a hacer, así que no te preocupes —dijo Clementina. Y cogiendo un remo de la embarcación aérea de su padre, añadió—: Lo utilizaremos en la barca de remos.
Clementina se ocupó de remar y la barca se abrió camino entre el laberinto de islas. Los estrechos pasos de agua entre una y otra isla eran sombríos, aunque de vez en cuando se filtraba entre las ramas la luz del sol que reverberaba en las aguas oscuras. En algunos trechos, un musgo espeso cubría los laterales de las islas.
—Ten mucho cuidado, no vayamos a perdernos —cuchicheó Pam, mientras avanzaban, en medio de un gran silencio.
Pam hizo, entonces, una seña a Clementina y las dos niñas echaron a andar bajo el follaje de las palmeras, camino de la caleta.
—He tomado un atajo para llegar al lugar en donde vimos el cocodrilo —le tranquilizó Clementina.
Al cabo de un rato, la niña india dijo a media voz:
—Aquí es. Ahora buscaremos el nido. No estará lejos.
El «chap, chap, chap» del remo era el único sonido que podía escucharse, mientras la embarcación avanzaba por las aguas vadosas. Los ojos muy atentos de la niña semínola miraban constantemente a izquierda y derecha. Al poco, Clementina dijo:
—Veo huellas de cocodrilo en aquella orilla fangosa.
Inmediatamente, hizo virar la embarcación para dirigirla a la orilla.
Pam distinguió las oscuras huellas dejadas por las patas del reptil y, cerca, un montón de hojas y ramas. Estaba a punto de preguntarle a Clementina qué era aquello, cuando un escalofrío le recorrió de pies a cabeza. No se notaba nada de brisa y, sin embargo, aunque muy ligeramente, unas briznas de musgo acababan de moverse. Mientras Pam escuchaba con toda atención, se onduló la superficie del agua.
¡Alguien se ocultaba en el pantano, muy cerca de las dos niñas!