EL QUINGOMBO

Larry volvió corriendo a donde estaba Holly para ayudarla a levantarse.

—Te has caído en un nido de tortuga excavadora —dijo.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Pam, examinando el tobillo de su hermana.

—No. Sólo ha sido un susto.

Todos los niños se acercaron a contemplar el hoyo.

—¿Veis? —dijo Larry—. Está hecho por una tortuga excavadora de Florida. Holly ha tropezado en la entrada del túnel y lo ha roto.

El tímido Larry iba sintiéndose cada vez más a sus anchas con los demás niños y les explicó que aquellos nidos de tortugas llegaban a veces a medir doce metros.

—Y en estos nidos viven toda clase de animales.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntaron, casi a un tiempo, Pete y Pam.

Larry les dijo que las inofensivas culebras índigo, las lechuzas de madriguera, los zorrillos y muchos insectos utilizaban como vivienda las madrigueras de las tortugas.

—Entonces, no debemos causarles más molestias —dijo la bondadosa Pam, inclinándose para recoger una palma, para cubrir el agujero.

—Así la señora Tortuga de Madriguera no cogerá una insolación —dijo Holly, riendo y echando a correr delante de los demás.

Después de una larga caminata, llegaron al extremo más apartado de la isla y corrieron por la playa del cabo de Santabella.

—Está bajando la marea —dijo Larry—. Podremos vadear hasta isla Cautiva dentro de media hora.

Emplearon ese tiempo en buscar conchas marinas de formas raras. Cuando el agua estuvo lo bastante baja, todos se descalzaron y pasaron a pie a la otra isla. Allí, en la playa, había un grupo de árboles y los niños dejaron sus zapatos y la cesta de la comida a la sombra de un árbol llamado mango.

Mientras caminaban playa adelante, Pete dijo a Larry:

—Me gustaría saber quién dibujó este mapa y por qué puso esa X.

—No lo sé —contestó Larry—. El señor Dodd es un viejecito muy amable. A mi padre y a mí, siempre nos saluda cuando pasamos cerca en la barca.

La arena era blanca y apelmazada bajo sus pies desnudos. De vez en cuando, Holly y Ricky se desviaban para chapotear en las aguas vadosas.

Pronto llegaron a una curva de la playa. En frente, entre los árboles, asomaban dos chimeneas.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Eso debe de ser parte del vapor de río.

—Sí —asintió Larry—. ¿Verdad que son grandes?

Pronto quedó visible todo el vapor y los niños se detuvieron para contemplarlo. La enorme embarcación blanca tenía tres cubiertas y una pequeña timonera entre dos chimeneas. En la popa, se veía una gran rueda de palas.

Pete y Larry se adelantaron a los demás para acercarse a la alta cerca de tela metálica. Los dos chicos tuvieron que ponerse de puntillas, para poder ver algo por encima de los arbustos que crecían en el interior del cercado.

Pete se sujetó con las dos manos a los entramados de la cerca y estaba a punto de trepar por ella para inspeccionar mejor el interior cuando, directamente delante de él, se separaron unas altas plantas y apareció un rostro de hombre.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó el hombre con muy malos modos—. ¡Haz el favor de no subir por ahí!

Inmediatamente, el hombre corrió a lo largo de la cerca, abrió la verja y salió para enfrentarse a los muchachos.

Era bajo y regordete, de cabeza calva y cejas espesas y rubias y boca pequeñísima sobre una doble papada. Mientras hablaba parecía a punto de sonreír, pero su sonrisa se nublaba constantemente. Su voz era casi un ronroneo cuando volvió a hablar para preguntar:

—¿Buscáis a alguien?

—Creí que podríamos ver al señor Dodd —dijo Larry.

—Yo soy su ayudante. Me llamo Seeber. El señor Dodd no está en estos momentos.

—Mis amigos y yo estamos visitando estos alrededores —explicó Larry—. Yo quería enseñarles el vapor.

El hombre volvió a forzar una sonrisa.

—Miradlo cuanto queráis, desde fuera —dijo—. Pero nada de trepar por la cerca. ¿Has oído, chico?

—Sí, señor —contestó Pete.

Seeber volvió otra vez a la verja, allí quedó un momento indeciso, y al fin volvió la cabeza para preguntar:

—¿Estuvisteis vosotros husmeando por aquí, anoche?

—No —dijo Pam.

—Yo tampoco —aseguró Larry.

—¿Por qué nos lo pregunta? —quiso saber Pete—. ¿Acaso vio a algún chico?

El hombre regordete dijo que había oído voces en la playa.

—Serían cazadores o curiosos.

—¡Apuesto a que eran cazadores furtivos! —dijo Ricky—. Han estado por aquí.

—Le aconsejo que tenga usted cuidado —dijo Pete al ayudante del guarda—. Hemos encontrado un mapa. Mírelo.

El muchachito buscó en su bolsillo y sacó el papel con el mapa y la X. Seeber tomó el papel con una mano, mientras con la otra se rascaba la calva, pensativamente.

—Puede que hayan marcado este lugar, porque piensan cometer un robo —dijo Pam.

El hombrecillo gordo rió apagadamente y sus hombros se estremecieron. Volvió a esbozar la sonrisa, que se esfumó en seguida.

—¿Un robo? Pero si aquí no hay nada que robar.

—Nadie podría llevarse el barco. Es verdad —dijo Ricky, bromeando alegremente.

—Entonces, será que éste es un buen sitio para robar tortugas —fue la opinión de Pete.

—Vaya… Parece que sois de los que piensan en todo —observó Seeber, contemplando a los niños con admiración.

—Es que estamos intentando resolver un misterio —le explicó Pete—. ¿Sabe usted algo de esos ruidos misteriosos?

El hombre arrugó las espesas y rubias cejas y se llevó un dedo a los labios.

—¡No lo mencionéis! —dijo.

—¿Lo oyó usted anoche? —preguntó Larry.

El hombre cabeceó, asintiendo y añadió:

—Nada bueno nos traerá esto. ¡Son rumores terroríficos! Vienen de alguna parte de la isla de San tabella.

—¡No, no! —dijo Larry—. Lo sé seguro porque yo vivo allí.

—Y vosotros, ¿dónde vivís? —preguntó Seeber a los Hollister.

Los niños dijeron que vivían en la nueva cabaña, que habían ayudado a construir a Charlie «Rabo de Tigre».

—¡Ah, sí! El semínola —dijo Seeber, cruzando la verja—. El señor Dodd me ha hablado de él. Un buen hombre, por lo visto.

El hombre rechoncho cerró la verja, dio un manotazo a la mosca que se había posado en su calva y desapareció por el frondoso sendero que llevaba hasta el vapor.

—¿Qué sabes de él? —preguntó Pete a Larry, cuando Seeber no podía oírles ya.

—No me gusta tanto como el señor Dodd —repuso Larry—. Y no comprendo por qué el señor Dodd ha traído a un ayudante.

—Es un sitio demasiado grande para tenerlo cuidado —razonó Pam—. Si el señor Dodd es viejecito, necesitará ayuda.

Los niños fueron caminando a lo largo de la cerca metálica, teniendo buen cuidado de no tocarla. La gran mole del viejo vapor de río se elevaba, blanco y resplandeciente, por encima de los árboles.

—Hay alguien en la timonera —anunció Larry.

—Es el señor Seeber —gritó Holly, al tiempo que la calva cabeza del hombre desaparecía de la vista.

—Sí. No deja de vigilarnos —dijo Pete—. Será mejor volver a la orilla.

—Está bien —asintió Larry—. Puede que la próxima vez podamos encontrar al señor Dodd.

Ricky, que iba saltando a la pata coja por la orilla del agua, se lamentó de su poca suerte.

—Con lo que me habría gustado ver ese barco por dentro…

Mientras caminaban por la playa curvilínea, los niños se agachaban con frecuencia para recoger raros ejemplares de conchas marinas.

—¡Qué colección más bonita vamos a llevarnos a casa! —dijo Pam—. Podemos guardarlas en bolsitas pequeñas para venderlas en el Centro Comercial.

Cuando se aproximaban al árbol junto al que habían dejado la cesta con la comida, Ricky dijo:

—¡Qué apetito tengo! ¿Por qué no comemos ya?

—En la playa, no. Hace demasiado calor —se lamentó Holly, secándose las gotitas de sudor de su frente.

—Yo conozco un buen sitio —informó Larry, con los ojos chispeantes, mientras conducía a sus amigos al bosque.

—¡Mirad! Aquí hay caracoles de colores —anunció Pam, acercándose al tronco de un árbol.

Las vistosas criaturas brillaban a la luz del sol que se filtraba entre las ramas de los árboles.

—Son muy bonitos —comentó Larry, asombrado de que aquellos niños, procedentes del Norte, supiesen algo sobre los caracoles del Sur—. Pero venid aquí. Estaremos mejor a la sombra de este árbol.

Pete llevó la cesta, mientras Pam y Clementina extendían un mantel de cuadros rojos y blancos en un trecho de terreno liso.

—¡Qué árbol tan raro! —comentó Pete, levantando la cabeza.

—Es un quingombo y es de los raros —repuso Larry, volviendo la cabeza.

Clementina vio que el muchachito hacía un guiño y por eso guardó silencio.

—¿Por qué es extraño? —quiso saber Pam.

Pero Larry aparentó no oírla y cogió una piedra blanca que arrojó al aire. La piedra rodó por la arena de la playa, resplandeciendo al sol abrasador del mediodía.

—¡Venid a comer! —llamó Pam a Ricky y Holly.

Los dos hermanos llegaron corriendo desde una higuera de procedencia oriental, a la que habían estado intentando trepar. Los dos se sentaron con las piernas cruzadas bajo el quingombo.

Pero, mientras comían los bocadillos y bebían limonada, algo muy extraño empezó a ocurrir. De todas las ramas del árbol fue desprendiéndose un espeso vaho que descendía sobre los niños.

—¡Canastos! ¡Este árbol está incendiado! —exclamó Ricky, poniéndose en pie de un salto, con un bocadillo a medio comer en su mano.

—¿Estaré viendo visiones? —preguntó Pete, dejando su vaso de cartulina.

Larry y Clementina se echaron a reír.

—Me había imaginado que ocurriría esto —dijo el hijo del pescador—. Aunque no mucha gente consigue verlo.

Y Larry explicó a los Hollister que en los días muy calurosos el quingombo despedía vapor.

—No puede hacer daño —añadió Clementina—. Pero es mejor que vayamos a sentarnos debajo de aquella higuera.

Cuando los niños acabaron la comida, el quingombo había cesado de desprender vapor. Larry dijo entonces:

—Ya es hora de que vuelva a casa. Tengo que hacerle unos recados a mi padre.

—Será mejor que nosotros volvamos también —resolvió Pete.

Todos vadearon el agua hasta Santabella.

—Gracias por habernos enseñado la isla y el vapor —dijo Pete.

—Gracias a vosotros por la comida —contestó Larry—. ¿Sabréis llegar solos al otro lado de la isla?

—Claro.

—Entonces, me despido aquí. Adiós a todos —dijo Larry echando a correr playa abajo.

Los Hollister y Clementina se pusieron los zapatos y empezaron a caminar hacia el lugar en donde habían dejado la barca.

—Éste es el misterio más grande que hemos visto nunca —dijo Pete a Pam.

—Sí. La isla Cautiva es un lugar muy extraño —concordó la niña—. ¿A ti te gusta el señor Seeber?

Pete se encogió de hombros.

—Supongo que es un buen hombre. También él está asustado con esos ruidos.

Buscando las huellas que habían ido dejando a la ida, Pete pronto encontró la madriguera de tortuga. No tardaron en llegar a la playa arenosa que quedaba frente a Cabo Tortuga.

Pete miró a un lado y otro del agua y acabó exclamando:

—¡Eh! ¿Dónde está nuestra barca?

—¡Ha desaparecido! —murmuró Holly, lloriqueando.