UN LUGAR MARCADO CON UNA X

—¡De modo que erais vosotros! —exclamó una afable voz, mientras dos hombres se acercaban a los excursionistas.

Porque los dos hombres eran el señor Hollister y Charlie «Rabo de Tigre».

Clementina corrió hacia su padre, que la abrazó fuertemente.

—¡Qué contenta estoy de que no te haya pasado nada! —exclamó la niña india, oprimiendo la cabeza contra el hombro de su padre.

—¡Canastos! ¡Nos habían asustado! —confesó Ricky.

El señor Hollister explicó que, al llegar al hotel, les habían dicho que la familia se había ido de merienda campestre.

—De modo que estuvimos dando paseos entre la arboleda que bordea la playa, hasta oír vuestras voces.

—¿Qué sabéis de los malos? —preguntó Holly, sin rodeos.

Mientras caminaban por la arena, de regreso al hotel, el señor Hollister explicó cómo habían localizado el campamento de Charlie.

—Hemos estado buscando y vigilando toda la noche y casi todo el día —dijo—, pero no hemos encontrado ni rastro de los cazadores furtivos.

—Puede que se hayan trasladado a la parte alta de la costa, por una temporada —comentó el indio—, pero volverán a Cabo Tortuga porque creen que yo me he marchado.

—¿Y nosotros esperaremos a que vuelvan, papá? —preguntó, con valentía, Ricky.

—Sí —declaró el señor Hollister—. Hemos venido a Florida para ayudar a Charlie y vamos a ayudarle.

—Además, estamos metidos hasta el cuello en este asunto —añadió Pete.

Decidieron alquilar en el hotel una habitación más para que Charlie pasase allí la noche, y poder ponerse en camino para Cabo Tortuga a la mañana siguiente. Una vez allí, los Hollister podrían ayudar a construir una nueva casa india.

—Será muy divertido vivir como los indios —opinó Holly.

—Podremos explorar las islas de Santabella y Cautiva y buscar «Zarpas de León» —dijo el pecoso.

—Y procuraremos resolver el misterio del ruido fantasmal. ¿Puede contarnos algo sobre la isla Cautiva, Charlie? —pidió Pam.

—La utilizaban como escondite los piratas —replicó el semínola—. Los bucaneros secuestraban damas ricas y las tenían allí, cautivas, hasta que cobraban el dinero del rescate.

—¡Qué emocionantísimo! —murmuró Holly—. Me gustaría encontrarme algún pirata terrible.

A la mañana siguiente, muy temprano, después que hubieron hecho los equipajes, todo el grupo se puso en marcha hacia las Everglades. Pam pidió que la dejasen viajar con Clementina en la furgoneta del semínola. Los demás fueron con el señor Hollister.

Al cabo de varias horas, llegaron a la pequeña población de Everglades y se detuvieron, ante un «drugstore» para comer. Luego, Charlie «Rabo de Tigre» fue a buscar el remolque que había dejado en la gasolinera, para evitar que se lo destrozasen.

Durante unos cuantos kilómetros, los viajeros avanzaron por la carretera principal; luego, embocaron un camino arenoso que avanzaba paralelo a la costa.

La camioneta de Charlie se bamboleaba de un lado a otro, mientras avanzaba por el sendero lleno de hierbas, para ir a detenerse en un saliente del Golfo. A cierta distancia había dos islillas bordeadas por una franja de mangos.

—La isla de la izquierda es Santabella —dijo Charlie, cuando todos empezaron a bajar de los vehículos—. Y la otra es Cautiva.

Como a aquellas horas la marea era alta, las dos islas estaban separadas por una estrecha franja de agua.

—Vamos ahora mismo —decidió el impaciente Ricky.

Pero su padre repuso:

—Primero tendremos que construir la casa, y tú puedes ayudar.

—Nosotros cogeremos ramas de palmera para el techo —propuso Clementina.

Ante ellos aparecían, medio derruidas, varias chozas indias, rodeadas por palmeras bajas, muy frondosas. Afortunadamente, los postes de sujeción no habían sido destrozados en el ataque de los desconocidos. Charlie y el señor Hollister eligieron la choza menos estropeada y empezaron a reconstruirla, mientras los niños recogían grandes hojas de palmera.

—En Shoreham no tenemos árboles como éstos —comentó Pam, mientras el semínola iba preparando la techumbre de la vivienda sin paredes.

Charlie explicó que, en aquel clima casi tropical, crecían muchas clases de árboles.

—En las islas que llamamos «hamacas» podréis ver quingomboes y vides marinas. —Charlie quedó un momento silencioso y pensativo, hasta que, mirando a los niños, añadió—: Si alguna vez vais a la isla Cautiva, tened cuidado con el árbol venenoso.

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo lo distinguiremos? —preguntó la señora Hollister.

El indio contestó que el fruto de aquel árbol tenía la forma de manzana y perjudicaba a los seres humanos igual que la hiedra venenosa.

—Incluso el humo que desprende uno de esos árboles al quemarse es peligroso —añadió Charlie.

—Quingombó, quingombó —empezó a canturrear, alegremente, Sue—. ¡Qué nombre tan bonito!

—Necesito algunas palmas más —dijo Charlie.

—Yo iré a buscarlas, papá —contestó Clementina.

Entró en seguida en una arboleda, seguida de Pete, y pronto tuvieron recogidas unas brazadas de palmas, de los árboles más pequeños.

Al inclinarse a recoger unas palmas que habían caído al suelo, Clementina tocó un objeto frío y metálico.

—¡Mira, Pete! —exclamó la niña.

El muchacho dejó en el suelo su brazada de palmas para examinar lo encontrado.

—Es un hacha —dijo—. Pero se le ha roto el mango.

—¿Tú crees que es una pista de los hombres que destrozaron nuestras chozas?

—Podría ser —contestó Pete, mientras encajaba entre su cinturón la herramienta rota—. Se lo enseñaré a papá.

Pete y Clementina fueron a llevar las palmas a Charlie y después enseñaron el hacha al señor Hollister, quien comentó:

—No está muy enmohecida.

—Eso quiere decir que está aquí hace pocos días —razonó Pam.

—¡Un momento! —gritó Pete—. Mirad allí.

El chico llamaba la atención de los otros hacia uno de los postes de las destrozadas cabañas indias. Cerca de la base se veían varios cortes hechos por un hacha.

—No me extraña que todos los postes estén en pie —comentó Charlie, descendiendo del tejado que estaba cubriendo con palmas—. Alguien intentó cortarlos y se le rompió el hacha.

—¿Dónde habéis encontrado esto? —preguntó el señor Hollister.

Pete y Clementina llevaron a los demás al grupo de palmeras y señalaron el lugar del hallazgo. Todos se ocuparon, en seguida, de buscar más pistas.

De pronto, Sue descubrió un papel doblado que asomaba entre las altas hierbas.

—¡Yo he encontrado un dibujín! —anunció a grititos.

Pete cogió el papel de manos de su hermana y exclamó:

—¡Es un mapa!

—De Santabella y Cautiva —añadió Charlie, que miraba el mapa por encima del hombro del chico—. Debió de caérsele a alguno de los cazadores furtivos.

Mientras volvían a la reconstruida cabaña, Pete examinó atentamente el dibujo. En un extremo de la isla Cautiva se veía una minúscula X. Guardándose el papel en el bolsillo, el chico pensó:

«Puede que todo sea una coincidencia».

Cuando la cabaña estuvo completamente terminada, los Hollister ayudaron a sacar del camión de Charlie varias literas plegables.

—Espero que no les importe que todo esto sea tan tosco —se disculpó el indio.

—No se preocupe por nosotros —contestó Ricky—. Somos pioneros.

La plataforma elevada de la cabaña no había sufrido desperfecto alguno y las camas de campaña pudieron colocarse en hileras ordenadas, sin la menor complicación. Mientras Pam y Holly hacían las camas, poniendo sábanas, mantas y almohadas limpias, la señora Hollister hizo la cena en una hoguera al aire libre. Cuando terminaron de cenar, ya estaba anocheciendo y Charlie llevó a sus huéspedes a una caleta cercana, que quedaba muy oculta.

Allí, disimuladas entre los árboles de colgantes ramas, estaban las dos embarcaciones del semínola. La nueva, con el motor a propulsión, tenía una instalación de radio junto al asiento del conductor. Junto a la otra embarcación de hélice se veía una gran barca de remos.

Aunque Ricky y Holly rogaron que les dejasen dar un paseo en aquella barca, les contestaron que ya era demasiado tarde.

—Cuando se pone el sol, oscurece muy rápidamente en el agua —contestó Charlie.

De regreso a la cabaña, Pete y Ricky caminaron lentamente, buscando caracoles en los árboles. Muy pronto el sol no fue más que una línea roja en el horizonte y los dos hermanos habían quedado muy rezagados de los demás, a quienes ni siquiera se veía.

—Será mejor que les alcancemos —opinó Ricky.

Pete se volvió a mirar la caleta y, con gran sorpresa, vio desaparecer tras un árbol una cabeza humana.

—¡Ven, Ricky! —cuchicheó, echando a correr en dirección a la cueva.

Se oyeron crujidos en los matorrales, mientras alguien se esforzaba por escapar de allí. Pete y Ricky penetraron en aquel paraje de improviso, sorprendiendo a un muchacho que aparentaba tener la edad de Pete. Era delgado, tostado por el sol y de cabello muy rubio. Sus ojos grandes, muy abiertos, reflejaban mucho miedo.

—¿Quién eres? —le preguntó Pete—. ¿Qué estás haciendo aquí?

El niño contestó que se llamaba Larry Lebuff y que vivía en la isla Santabella. Era hijo de un pescador.

—¿Nos estabas espiando? —quiso saber Pete.

El otro movió la cabeza, asintiendo.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Pete.

—Mi padre había salido en la barca, esta tarde, y os vio llegar —dijo el niño, a media voz—. Yo quería ver cómo erais.

—¿Y por qué no has venido tranquilamente a decirnos hola? —preguntó Ricky—. No te habríamos mordido.

Larry bajó la vista, tímidamente, sin contestar.

—Siento que te hayamos asustado —se disculpó Pete—. Creíamos que eras uno de los cazadores furtivos.

A continuación, Pete habló al muchacho del destrozo que habían hecho en las cabañas semínolas.

—Una noche, vi a tres hombres en una barca —dijo Larry—. Vi las luces desde la orilla. Estuvieron navegando entre las «hamacas». Papá dijo que, probablemente, eran cazadores de luz.

Como los Hollister no le entendían, Larry explicó que solían llamar así a los hombres que enfocaban luces en los ojos de los animales salvajes. De este modo les cegaban y podían matarles sin peligro.

—¡Qué mala intención! —se escandalizó Ricky.

Y Larry movió la cabeza, demostrando que estaba de acuerdo con el pelirrojo.

En ese momento, se oyó la voz de Charlie «Rabo de Tigre», al que los muchachos vieron llegar, corriendo. Al notar que los dos Hollister no estaban en el campamento con los demás, el buen indio había vuelto hacia la caleta. Después de que entre él y su hermano contaron lo que les había sucedido, Pete preguntó:

—¿Conoce usted a este chico?

—Sí —repuso el semínola—. Y a su padre también. Son buena gente. Podéis hablar un rato más con él, si lo deseáis. Ahora que sé que estáis bien, vuelvo al campamento.

Cuando Charlie se marchó, Pete y Ricky dijeron a Larry quiénes eran ellos. Al cabo de un rato el muchachito rubio se despidió, diciendo que su barca estaba cerca de allí y debía regresar a Santabella.

—Antes de que te vayas, quisiera que vieses esto —dijo Pete, sacando el mapa de su bolsillo—. ¿Hay algo especial en la isla Cautiva, en la zona que aquí está marcada con una X?

—Sí. Hay una gran barcaza.

—¿Querrás llevarnos a verla? —dijo Pete.

—¡No! Tengo… tengo… miedo —replicó Larry, aterrado.