«LULÚ, LA GRANDULLONA»

Al ver el coche del sargento Reno, los dos hombres dieron la vuelta y corrieron en dirección opuesta. Pero se vieron copados por el otro coche, que también les cerraba el paso.

Finalmente, los dos hombres se detuvieron y aguardaron a que el coche del sargento Reno fuese a frenar junto a ellos.

—¡Canastos! ¡Si éstos no son los cazadores furtivos! —exclamó Ricky.

—Es verdad —asintió Pete—. Éstos no son los hombres que nos quitaron a Pam y a mí el arpón.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué corrían? —preguntó el policía a los dos hombres que, con las manos en los bolsillos, procuraban parecer despreocupados.

Dos policías habían salido del otro coche y, en unión de Pete y Ricky, rodearon a los desconocidos. Éstos iban sin afeitar y estaban muy curtidos por el sol. El más alto llevaba un viejísimo sombrero de paja y dijo que se llamaba Bama Crosset. El otro, que se cubría la cabeza con una sucia gorra blanca, dijo que su nombre era Terry Madison.

—Somos buscadores de tesoros de las playas y venimos del norte, camino de Miami —explicó Bama.

—Nos informaron que dos personas sospechosas andaban por la playa —explicó el sargento—. ¿Por qué huían ustedes de nosotros?

Terry se encogió de hombros, contestando:

—Supongo que sólo es que estábamos nerviosos.

—Apóyense en el coche, que voy a registrarles —ordenó el sargento Reno.

Los dos hombres obedecieron. En sus ropas no llevaban nada peligroso, aunque el oficial encontró en sus bolsillos pequeñas piezas de adorno y joyería.

—¿De dónde las han sacado? —inquirió Reno.

Los dos hombres aseguraron que habían encontrado aquellas piezas mientras viajaban a pie por la costa oeste.

—¡Zambomba! —gritó Pete—. Un momento. Si esas cosas parecen las que tiene tío Dan en su casa…

—¿Te refieres al hombre que posee el detector de metales?

—Sí, sí —dijo Ricky—. Vive en aquella parte de la playa, precisamente por donde han venido estos hombres.

—Estos mocosos son unos intrigantes —dijo Madison, fingiendo que tomaba a broma lo que decían los Hollister.

—Vengan con nosotros —ordenó el oficial—. Ahora veremos.

Pero, antes de que Reno hubiera tenido tiempo de hacer entrar a los sospechosos en el coche patrulla, tío Dan se presentó corriendo. Llegaba sin aliento.

—¡Han robado en mi casa! —dijo, con voz alterada.

—¿Son éstos los objetos que le faltan? —le preguntó Reno, poniendo los objetos encontrados en la capota del coche.

—¡Claro! ¡Todos son míos!

—Entonces, aquí tenemos a los hombres que han saqueado su casa —dijo el policía.

Los dos hombres estuvieron protestando, pero acabaron por admitir que habían visto abierta la puerta de la casita, entraron y tomaron lo que más les gustó.

Los objetos robados fueron devueltos a tío Dan y el sargento Reno dejó a los dos policías al cuidado de los detenidos.

—Llévenselos y enciérrenlos —ordenó.

Cuando los dos policías y sus detenidos se hubieron marchado, el oficial se volvió a Ricky y Pete para decirles:

—Venid; os llevaré hasta donde dejasteis las bicicletas. No encontramos a los cazadores furtivos, pero ya es algo haber dado con estos ladronzuelos.

Reno contó que, en más de un caso, una pista había llevado a otro asunto completamente distinto.

—Los dos sois magníficos ayudantes —dijo a los Hollister—. A ver si seguís haciendo tan buen trabajo.

El sargento llevó a los dos hermanos hasta el lugar en donde habían escondido las bicicletas. Pete y Ricky le dijeron adiós, y, pedaleando, se alejaron camino del hotel, ansiosos por contar todas las novedades. Aquella noche, a la hora de cenar, todos hablaron de los emocionantes acontecimientos de aquel día.

—¿Todavía no sabéis nada de papá? —preguntó Ricky.

—No. Pero me parece demasiado pronto para recibir una llamada telefónica —dijo la madre—. Ahora que tenemos con nosotros a Clementina, ¿por qué no os olvidáis un poco del trabajo y nos vamos todos a divertirnos?

—¿Adónde? —preguntó Sue dispuesta a la diversión.

—Por ejemplo, al Zoo de las Everglades —repuso la señora Hollister con una sonrisa.

Y añadió que el director del hotel le había hablado del extraordinario parque zoológico, que se encontraba a varios kilómetros de allí.

—Tiene la mayoría de los animales que hay en Florida —siguió diciendo la madre—. Estoy segura de que algunos de ellos sólo Clementina los ha visto.

—Las hamacas están llenas de animales salvajes —explicó la niña india.

—¿Duermen en hamacas los animales? —preguntó Sue, atónita.

La risa hizo brillar los ojos castaños de Clementina, quien contestó que se solía llamar «hamaca» a una isla de los pantanos.

—Os asombrará ver todos los animales que tenemos aquí —aseguró—. A mí me gustaría que fuéramos al zoo.

—Entonces, lo mejor será ir —decidió Pam.

A la mañana siguiente, Pete y Rick estaban junto a la piscina entretenidos en arrojarse una pelotita encarnada, cuando su madre y las cuatro niñas salieron del hotel.

—¿Preparados para el viaje al zoo? —preguntó Pam.

Pete rió alegremente y arrojó la pelotita a su hermana que la tomó con gran facilidad y se la pasó a Ricky. El pelirrojo también la alcanzó al vuelo y, luego, se la guardó en el bolsillo trasero de sus pantalones.

—Nos está esperando un taxi —anunció la madre.

Todos corrieron a la calle y se instalaron, muy apretados, en el taxi. No tardaron en llegar a las afueras de la ciudad, donde un gran letrero indicaba el camino a seguir para llegar al Zoo Everglades.

La señora Hollister condujo a todos hasta un edificio bajo, donde pagó las entradas. Caminando detrás de los niños, llegó a un enorme jardín con altos árboles entre los que se veían grandes hondonadas. Ricky fue el primero en llegar al borde de una de ellas.

—¡Canastos! ¡Hay cocodrilos! ¡Millones de cocodrilos!

Descansando en el sombrío estanque se veían docenas de adormilados reptiles que descansaban unos sobre otros. Algunos tenían la boca abierta. Muchos tenían el morro bajo el agua y sólo se les veía los ojos saltones.

—Vengan por aquí —dijo a los recién llegados un hombre joven y simpático—. Yo soy su guía. Si me siguen les contaré todo lo que es interesante sobre nuestros amigos del zoológico de las Everglades.

Después de contemplar un rato a los cocodrilos, los niños, seguidos por otros visitantes que se habían unido al grupo, se detuvieron ante un estanque lleno de tortugas.

—Ahí tenéis una tortuga muy singular —dijo el guía—. Saca su lengua roja dentro del agua y espera. Y cuando los pececillos se acercan a investigar lo que es esa cosa encarnada, ella… ¡Ñam! Ya tiene su cena.

—¡Oooh! —exclamó la pequeñita Sue, estremecida—. Que se espere, que todavía no es hora de cenar.

El sol caía sobre los visitantes, cada vez más ardiente, mientras recorrían un sendero serpenteante. A Holly le gustó mucho el pequeño ciervo de Florida, que vivía dentro del cercado, y Ricky estuvo mirando las gigantescas lechuzas. Mientras él caminaba alrededor de la jaula, una gruesa lechuza volvió en redondo la cabeza para mirarle.

—Tiene ojos hasta en la nuca —bromeó el travieso pelirrojo—. Igual que mi maestra. También ella puede ver todas las diabluras que hacemos en la clase.

En la próxima jaula vivían dos panteras de fiero aspecto, que iban de un lado a otro mirando a todos con ojos muy relucientes. Estaban los niños mirándolas, fascinados, cuando uno de los animales se aproximó a la parte delantera de la jaula y dio un potente rugido.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¿Creéis que os gustaría que estuvieran fuera de la jaula y pudiéramos verlas cara a cara?

Holly se estremeció, sin saber qué contestar.

—Ya veis que pueden correrse muchos peligros en las Everglades —dijo el guía.

—Mirad los mapaches —anunció Pam, acercándose al próximo cercado.

Los diminutos animales, con sus graciosas caras semejantes a máscaras, iban de un lado a otro, mirando a todo el mundo con curiosidad.

—Yo no sabía que en Florida hubiera mapaches —comentó Pete.

—Los hay a miles —repuso el guía—. Y son unos ladronzuelos con los que hay que andar con ojo.

Luego, el joven guía levantó una mano, añadiendo:

—Allí tenemos otro animal salvaje que no es de Florida. Pero a la «Grandullona Lulú» le gusta el clima cálido y está muy contenta aquí.

El guía señalaba el sendero que llevaba hasta una poza de verdosas aguas. Cerca del agua se veía un gigantesco hipopótamo.

—«Grandullona Lulú» es muy afectuosa, si se es amable con ella —afirmó el guía.

Mientras todos se arremolinaban alrededor de la poza, para contemplar el hipopótamo hembra, Holly oprimió repetidamente el brazo de Pete, murmurando:

—Mira quién viene…

Pete volvió la cabeza y vio que Joey avanzaba hacia ellos. Llevaba una camisa de comisario juvenil que parecía ser tres tallas más pequeña de lo que él necesitaba.

—Mirad —dijo el chico, al llegar junto a los Hollister—. Me han nombrado comisario.

Clementina, que hasta entonces había caminado en silencio al lado de Pam, tomó la mano de su amiga, conteniendo la risa.

—¿Qué es lo que te hace gracia? —preguntó, con el ceño fruncido, el camorrista.

En aquel momento, una mujer que llevaba de la mano a un pequeño de pelo color panocha, se acercó a Joey para ordenarle:

—¡Devuelve a mi hijo su camisa!

En la mano llevaba la señora una camisa color marrón que sin duda pertenecía a Joey.

—No ha sido más que un cambio —se defendió el camorrista—. Yo le di mi camisa y él me dio la suya.

—Tú le obligaste a que te la diera —repuso la señora.

—Sí. Él me obligó —dijo el niño.

—Muy bien, Tandy —masculló Joey, arrugando la frente—. No has sabido cumplir el trato.

—De todos modos, esa camisa es muy pequeña para ti —dijo Holly.

Joey cogió la camisa marrón y se ocultó detrás de la jaula de las lechuzas para quitarse la camisa blanca. Al poco, volvió con la camisa marrón puesta, y devolvió la blanca a Tandy. Luego, sin decir una palabra, se acercó a Ricky, por detrás, y le quitó del bolsillo la pelotita roja.

—Devuélvemela —exigió Ricky.

Pero, en lugar de hacer caso al pequeño, Joey arrojó la pelota al hipopótamo. La «Grandullona Lulú», al recibirla con fuerza en el hocico, dio un gruñido de enfado.

La pelotita rebotó por los laterales de la poza hasta detenerse junto a una de las enormes patas del hipopótamo. En ese momento, el animal se tendió en el suelo y la pelota desapareció bajo la mole inmensa de su cuerpo. El guía volvió la cabeza para reprender a Joey, pero el chicazo ya había escapado, corriendo.

—Llamaré al guarda —dijo el guía. Y con un silbido llamó la atención de un hombre de cabellos grises que se encontraba en el otro extremo de la morada del hipopótamo—. La «Grandullona Lulú» se ha sentado sobre una pelota de goma. ¿Querrá usted ir a recogerla?

El guardián se inclinó para tomar una larga vara de madera que tenía a su lado. Con dicha vara empezó a aguijonear suavemente al hipopótamo. Pero la «Grandullona Lulú» no hizo más que poner muy tiesas sus pequeñas orejas. El guardián probó a hurgar a «Lulú» con la vara en los flancos y ella gruñó, sin moverse. Entonces, el hombre desapareció para volver a los pocos momentos con un pequeño haz de heno que ató a la vara y bajó hasta el hocico del animal. «Lulú» se apresuró a dar un mordisco y continuó sin mover ni una pezuña.

Ya todos los presentes reían y el guardián dijo a los Hollister:

—Volved mañana, que ya la habré recogido.

Y entonces sonó la vocecilla cariñosa de Sue que pedía:

—¡Anda, «Grandullona», guapísima, levántate!

Como si aquéllas hubieran sido unas palabras mágicas, el hipopótamo se levantó y entró, perezosamente, en las aguas verdosas.

Todos los presentes aplaudieron cuando el guardián recobró la pelota y se la entregó a Ricky.

Al regresar al hotel, todos se pusieron los trajes de baño. Pam alquiló uno para Clementina y así bajaron a la arenosa playa, dispuestos a refrescarse.

—Parecéis las nutrias del parque —comentó la señora Hollister, mientras nadaba entre los niños, con ágiles y suaves movimientos.

Cuando salió del agua y mientras sacudía las gotas de sil cabello, preguntó:

—¿Qué os parece si tomamos una cena-merienda, en la playa?

—¡Canastos! ¡Qué divertido! Nosotros podemos buscar leña —se ofreció, en seguida, el pelirrojo.

—¿Podremos preparar «perros calientes»? —preguntó Holly.

—¿Y hamburguesas? —quiso saber Clementina—. ¡Me gustan tanto…!

Cuando se cansaron de jugar en el agua, los jóvenes nadadores fueron a las duchas, que estaban cerca del patio asfaltado, antes de regresar al hotel.

Después de que todos se hubieron puesto ropas limpias, la señora Hollister encargó que les llevasen de las cocinas del hotel comestibles para preparar una cena campestre. Pronto les subieron a la habitación todo lo que habían pedido, en una gran cesta de mimbre.

Clementina y Pete se encargaron de llevar la cesta y todo el grupo marchó alegremente playa adelante, en dirección opuesta al lugar en donde la tortuga había dejado los huevos.

Al cabo de un rato llegaron a un bosquecillo de palmeras al que no alcanzaba la marea alta.

—Éste es un buen sitio para encender fuego —opinó Ricky, encaminándose a una pequeña hondonada en la arena.

—Muy bien —asintió la madre.

Las niñas se ocuparon de extender un mantel en la arena, mientras Pete y Ricky buscaban leña. Cuando el sol empezaba a desaparecer hacia el deslumbrador horizonte del Golfo de México, los excursionistas tenían preparada una espléndida hoguera.

Una vez estuvieron las ascuas debidamente encendidas para asar, se ensartaron las salchichas de Fráncfort en espetones de madera y las hamburguesas se colocaron en pequeños recipientes de metal.

—Hammm, está riquísimo —declaró Pam, mientras comía una sabrosa hamburguesa, colocada dentro de un blanco panecillo.

A cada uno de los niños le correspondió una botellita de refresco. Cuando desaparecieron los últimos rayos del sol, los niños se acercaron más a la hoguera.

Iba oscureciendo rápidamente y las ascuas de la hoguera relucían como rojísimas cerezas, mientras los niños recogían todos los utensilios que habían empleado en la preparación de la cena.

Acababa la señora Hollister de guardar el mantel en la cesta, cuando Clementina tomó a Pam por un brazo y murmuró:

—He oído un ruido extraño.

La niña india señalaba un grupo de palmeras y todos se detuvieron para escuchar. Luego Pete, valerosamente, avanzó unos pasos, cogió un puñado de piedras y las arrojó con fuerza entre el grupo de árboles.

¡Súbitamente dos siluetas salieron con sigilo de la arboleda!