Mientras Joey Brill escapaba, corriendo, Pete soltó el cucurucho de papel. Adherido a su dedo corazón tenía una tortuguita. Un momento después, el animalito caía al suelo.
—¡Qué bromas tan pesadas! —exclamó Pam, indignada.
Ricky tomó a la pequeña tortuga y se acercó al embarcadero, para echarla al agua. Entre tanto, Pete volvía a mirar con precaución el interior del cucurucho. Todos los caracoles estaban dentro.
—Por lo menos no nos hemos quedado sin los caracoles —dijo, marchando a casa.
La señora Hollister le examinó el dedo, sin encontrar más que un pequeño arañazo en el que aplicó un desinfectante.
—Menos mal que no ha sido el mordisco de una tortuga gigante —bromeó Charlie—. ¡Ya las veréis! Hay algunas tan grandes, que un niño podría montar como a caballo en sus caparazones.
Algo más tarde, el señor Hollister telefoneó al hotel de la Playa del Pelícano para reservar habitaciones. Dijo al director que llegarían dentro de cuatro días.
—Iremos en avión y alquilaremos un coche cuando lleguemos allí —decidió el señor Hollister.
A la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba la embarcación montada sobre el transportador y los Hollister dijeron adiós a su nuevo amigo.
—Nos veremos dentro de una semana —les dijo Charlie— y podréis trabajar de firme en los dos problemas. A no ser —añadió con un guiño— que yo haya sorprendido a todos los cazadores furtivos, para entonces.
—¡Pues no lo haga! —pidió Ricky, suplicante—. ¡Nosotros queremos ayudarle, Charlie!
—No os preocupéis —le tranquilizó el indio—. Ni siquiera con esta embarcación tan rápida va a serme fácil atraparles.
Diciendo adiós a todos con la mano, Charlie condujo su camioneta con el remolque, a la calle, y pronto desapareció de la vista.
—Tendremos que llevar un regalo para Clementina —sugirió Pam, cuando regresaban a la casa.
—¿Podríamos regalarle una muñeca del Centro Comercial, papá? —preguntó Holly.
—De acuerdo —asintió el padre—. Vosotras, las niñas, venid esta mañana a la tienda para escogerla.
—Gracias, papá —dijo Pam—. Nosotras le haremos un equipo de ropa.
Al cabo de una hora, las hermanas Hollister ya habían escogido una bonita muñeca rubia y estaban muy ocupadas cortando un vestido y un sombrero azul para adornarla.
Toda la familia estaba muy nerviosa y hacía apresuradamente preparativos para su visita a las Everglades.
El sábado, Pam y Holly ayudaron a su madre a limpiar la casa y aprovecharon algún rato libre para concluir el equipo de la muñeca. Cuando lo acabaron, guardaron los vestidos y la muñeca en la maleta de Pam.
El domingo, después de ir a la iglesia, Ricky fue a curiosear en la habitación de Sue.
—¡Pero si estás guardando tantas cosas como si fueras a estar fuera un año!
Por todas partes había cajas abiertas y la cama se hallaba llena de vestidos. También se veían montones de muñecas viejas y varias pulseras y collares de bisutería. Además, Sue tenía preparado el pequeño brazalete de oro que se llevaba a todas partes.
—Las chicas necesitamos muchas cosas —contestó la pequeñita, levantando dignamente la barbilla—. Los chicos sois diferentes.
Aquella tarde los niños dejaron sus animalitos con algunos de sus mejores amigos, quienes prometieron cuidarles bien, y el señor Hollister se puso de acuerdo con sus empleados para que atendiesen la tienda durante su ausencia.
En la mañana de la marcha, Sue lucía su pequeño brazalete. El señor Hollister llevó a la familia al aeropuerto en la furgoneta y dejó luego ésta en el aparcamiento, para recogerla al regresar.
El viaje aéreo hacia el sur fue tranquilo y rápido. Cuando el avión aterrizó en el gran aeropuerto, el señor Hollister alquiló un coche. Muy pronto estuvo toda la familia en el nuevo vehículo, devorando kilómetros de la carretera principal, camino de la Playa del Pelícano.
—¡Qué arenosa y qué llana es Florida! —se admiró Holly.
Por fin, se detuvieron en los terrenos que rodeaban el hotel y Pam exclamó:
—¡Es un sitio precioso!
Estaban ante un edificio blanco, de tres pisos, desde donde podía contemplarse el Golfo de México. La estrecha playa tenía resplandecientes arenas blancas y en el extremo más lejano del agua había una hilera de conchas marinas.
Entre la orilla del agua y el hotel había mesas para jugar al tejo y una piscina de agua dulce. Detrás del edificio, se veía un gran campo de golf.
En cuanto la familia estuvo en sus habitaciones, los niños se apresuraron a ponerse los trajes de baño y corrieron a la playa.
—¡Mirad qué azul es el Golfo de México! —exclamó Pam, mientras se humedecía los pies en las aguas tibias y onduladas.
—¡Y qué calmada está la mar, canastos! —añadió Ricky.
—El agua está calentita —observó Sue, entre risillas, cuando una pequeña ola le acarició los pies.
—Pero, Sue, no debiste traer el brazalete —dijo Pam—. Anda, dámelo para que te lo guarde.
—Yo lo cuidaré bien —dijo la chiquitina, alejándose de los demás.
Separándose un trecho de la orilla, se puso de rodillas y empezó a hacer un castillo de arena.
Los Hollister chapotearon en las tranquilas aguas, jugaron en la arena y recogieron conchas marinas, en cubos de plástico que el hotel proporcionaba a sus huéspedes.
Otros varios niños y algunas personas mayores también disfrutaban de la playa y del cálido sol.
—¡Florida es estupenda! —declaró Ricky con entusiasmo.
—Pero acordaos de que hemos venido aquí a resolver un misterio —le recordó Pam.
—Es verdad. Y tendremos que empezar a trabajar en ello —asintió Pete—. No podemos pasarnos el tiempo jugando.
El mayor de los Hollister se dio un nuevo chapuzón y, al salir del agua, oyó llorar a Sue.
—¿Qué te pasa, guapa? —le preguntó—. ¿Te ha mordido alguna tortuga gigante?
—Se me ha perdido la pulserita.
—A lo mejor se la ha llevado un pez —bromeó Ricky.
Pero esto hizo llorar a Sue con más desespero.
En ese momento, pasó junto a los Hollister una niña de unos quince años, con un traje de rayas de colores igual que un caramelo, que iba buscando conchas marinas.
—Yo conozco a alguien que puede ayudaros —dijo—. Id a ver a tío Dan, el hombre mágico.
—¿Es un mago? ¿Y puede hacer que las cosas aparezcan? —preguntó Pete, poco convencido.
La niña contestó que tío Dan era un pescador retirado, que vivía en una casita de campo, a poca distancia, playa abajo. Y que poseía un detector de metales.
—Encontrar cosas perdidas es su diversión y le alegrará poder ayudaros.
La niña señaló el lugar en que estaba la casita y Pete se encaminó allí, acompañado de Holly y Ricky. Pam se quedó cuidando de Sue.
Cuando se acercaron a la casa, Pete apretó más el paso y subió las escaleras de madera de dos en dos. En seguida llamó a la puerta y salió a abrir un hombre de edad, robusto y de sonrosadas mejillas.
—¿Es usted tío Dan, el hombre mágico? —preguntó Ricky.
—Yo soy. ¿Se os ha perdido algo?
Cuando Pete le habló del brazalete de Sue, tío Dan repuso:
—Os ayudaré, pero antes entrad. Os enseñaré las cosas que tengo aquí.
Los niños entraron en una salita y a un lado vieron una mesa larga. Sobre ella pudieron ver cientos de artículos, incluidas navajas, pequeñas joyas, botones, encendedores y otras cosas hechas de metal.
—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¿Dónde encuentra usted todo esto?
—¿Se dedica usted a venderlo? —preguntó Pete.
Tío Dan respondió que no. A veces los conservaba meses y meses, hasta que los propietarios iban a reclamar aquellos objetos.
—Pero hay cosas que nadie reclama —concluyó tío Dan.
Los niños contemplaron aquellos tesoros, mientras tío Dan entraba en otra habitación. Pronto volvió a salir, llevando una larga vara metálica. Unido a uno de los extremos se veía un disco redondo de metal. Un cable unía la vara a los auriculares que llevaba el hombre en su cabeza.
—Vámonos. Buscaremos ese brazalete —dijo tío Dan.
Holly avanzaba a saltitos por la playa, al lado de tío Dan, haciéndole cientos de preguntas sobre las cosas que él encontraba.
—¿Nunca ha encontrado usted oro de algunos piratas, o cañones y cosas así?
—Nunca he encontrado nada tan interesante —contestó el hombre, mientras se acercaba a donde aguardaban Sue y Pam.
Después que Pete le hubo presentado a las dos niñas, tío Dan se ajustó bien los otófonos y movió el disco de metal de uno a otro lado, sobre la arena.
—¿Cómo sabe cuándo ha encontrado algo? —preguntó Pam.
El viejo pescador explicó que el detector hacía sonar en sus oídos un ligero tictac. Cuando había algún metal bajo la arena, ese tictac resultaba mucho más sonoro.
—¡Esperad! Aquí. Aquí se oye más ruido. Escarba por aquí, hijito.
Ricky rebuscó con ambas manos en la arena, lo mismo que un perro, buscando un hueso, hasta que sus dedos tropezaron con la cinta de un gorro de baño. Un extremo de dicha cinta llevaba un broche metálico.
—Falsa alarma —dijo tío Dan, sonriendo—. Pero no os preocupéis. Seguiremos probando.
Una y otra vez movió el detector, acercándose cada vez más al agua. Al cabo de un rato, tío Dan exclamó:
—¡Vaya! Aquí vuelve a sonar más fuerte.
Esta vez fue Holly quien escarbó en la arena. Y al cabo de un momento dejó escapar un grito.
—¡Aquí está! ¡Lo he encontrado! ¡Aquí está el brazalete!
—Seguramente se le resbaló del brazo a tu hermana y rodó hasta la orilla del agua —calculó el hombre.
Todos los niños le dieron las gracias por su amabilidad. Cuando tío Dan regresaba hacia su casa, Holly corrió tras él para decirle, tímidamente:
—¿No podría probar yo ese detector, aunque sea sólo una vez?
—¿Te parece que una jovencita como tú será capaz de manejarlo?
—¡Claro! ¿No ve qué músculos tengo? —repuso Holly, doblando el brazo para enseñar al pescador sus poderosos bíceps.
—Realmente, parece que eres muy fuerte —admitió el hombre, sonriendo, y puso a la niña los auriculares.
Holly tomó el detector con las dos manos. Era muy pesado para ella, pero, con un esfuerzo, pudo arrastrarlo sobre la arena.
—Sólo oigo ruiditos chiquitines —declaró, levantando la cabeza hacia tío Dan—. ¡No, no! Ahora suena más.
Inmediatamente, dejó el detector y empezó a escarbar. En seguida encontró una reluciente moneda de diez centavos.
—¿Puedo quedarme con la moneda?
—Claro que sí, hija. El tesoro lo has encontrado tú —repuso, riendo, el pescador.
—A lo mejor encontraré el arca de un tesoro completo —dijo Holly, con ciertas esperanzas.
Muy contenta con su buena suerte, volvió a coger el detector y lo movió de un lado a otro, sobre la arena, hasta que llegó a un trecho de la playa a cuyos lados crecían dos pequeños cedros.
—Por ahí no encontrarás nada —advirtió tío Dan, llamando a la niña a gritos.
Mientras él decía esto, los ojos de Holly se fueron abriendo más y más, hasta parecer tan grandes como el mismo detector.
—¡La he encontrado! —gritó—. ¡He encontrado el arca del tesoro!
El hombre corrió a su lado. Los dos empezaron a remover la arena y Holly encontró, en seguida, una barra metálica cilíndrica. Tomándola, con las dos manos, tiró de ella para desenterrarla por completo.
—Pues no es ningún arca de un pirata —dijo, con desencanto.
Pero tío Dan dio un ligero silbido, antes de decir:
—Has encontrado algo muy importante, muchachita. Esto es el arpón de un cazador furtivo. ¡Debemos comunicárselo inmediatamente a la policía!