—Noventa…, noventa y cinco…, ¡cien! —gritó Ricky Hollister, que apoyaba la cabeza en un árbol y apretaba fuertemente los ojos—. ¡Voy a buscaros, aunque no estéis preparados!
El muchachito de ocho años, que estaba jugando al escondite, se separó del árbol y giró sobre sus talones. Pero no se veía a nadie en el amplio y verde prado que rodeaba la casa de los Hollister, a orillas del lago de los Pinos. El pelirrojo Ricky echó a andar de puntillas, recorriendo el prado de extremo a extremo. ¡No había nadie!
De pronto sonó una risilla. El niño dio inmediatamente media vuelta y, al hacerlo, sus ojos se fijaron en una extraña embarcación que se encontraba al fondo del lago. Después de contemplarla unos minutos con gran asombro, Ricky gritó:
—¡Canastos! ¡Mirad qué barca tan rara!
Silencio. Los jugadores del escondite no se dejaban ver.
—No os engaño —aseguró Ricky, que no apartaba los ojos de la singular embarcación—. No lo digo para que salgáis y perdáis el juego. ¡Palabra de honor! No es un truco.
De un frondoso árbol saltó al suelo Holly, de seis años, con las trencitas flotando al viento. Pam, de diez años, salió de detrás del garaje; tenía una resplandeciente sonrisa y el cabello oscuro y rizado. La cabeza de Pete, con el cabello alborotado, asomó entre unas azaleas, y junto a él, una figurilla vuelta boca abajo dio un curioso salto. Era la rubita y chiquitina Sue.
—¿Dónde está esa barca? —preguntó la niña.
—¡Allí! Viene hacia nuestro embarcadero.
El guapo Pete, de doce años, corrió delante de sus hermanos, hacia la orilla del agua. Todos se detuvieron en el embarcadero de madera, para contemplar la barca que avanzaba velozmente.
Los Hollister nunca, hasta entonces, habían visto una embarcación así. Era ancha, de casco bajo, y debía de medir unos tres metros y medio de largo. En la parte de proa había dos asientos, seguidos de dos más. Detrás de esto y a más altura, se veía una sola silla de tubo metálico y sentado en ella iba un hombre de piel bronceada, que apoyaba la mano izquierda en el timón. Este timón movía dos aletas, como las de la cola de un avión, y entre ellas estaba montado un tubo que debía de medir un metro, aproximadamente.
—¡Zambomba! —exclamó Pete, mientras la embarcación se aproximaba, con un singular silbido—. Lleva un pequeño motor a propulsión.
—Yo he leído algo sobre las barcas aéreas de Florida —dijo Pam—. ¿No podría ser una de esas barcas?
La extraña embarcación describió un amplio círculo, levantando blanca espuma en las tranquilas aguas del Lago de los Pinos. Mientras la barca se aproximaba a la orilla, un chico de cabello negro, que aparentaba la edad de Pete, entró en el patio.
—¡Ven, Da ve! ¿Has visto qué embarcación tan curiosa?
—Creí que la había hecho tu padre —contestó Dave Meade, que era el mejor amigo de Pete.
—Nosotros no la habíamos visto nunca —dijo Ricky.
En aquel momento, todos los niños quedaron boquiabiertos y ahogaron un grito, cuando la embarcación sufrió una fuerte sacudida hacia atrás. El conductor fue lanzado fuera del asiento y cayó al agua, en medio de gran chapoteo. ¡La embarcación desapareció de la vista!
Por un instante los niños quedaron atónitos. Luego, Pete gritó:
—¡Vamos! Tenemos que salvarle. ¡Holly, Ricky! ¡Id a avisar a mamá! —Y mientras se instalaba en la barca de remos de su familia, Pete añadió—: Dave, necesitaré que me ayudes. Y tú también, Pam.
Inmediatamente, cada uno de los chicos empuñó un remo y condujeron la barca hacia el lugar en que la otra embarcación había naufragado.
—Ahí está —anunció Pam, mientras se acercaban al lugar.
Era cierto. A pocos metros de distancia se veía un hombre que flotaba, boca abajo.
—Ha debido de darse un golpe —reflexionó Pete, llevando la barca junto al hombre inconsciente—. Échame una mano, Dave.
Los dos muchachos se inclinaron sobre el accidentado y tiraron de él hasta pasarle por encima de la borda y dejarle en el fondo de la barca. Entre Pete y Pam, le practicaron la respiración artificial y, a los pocos momentos, el hombre parpadeó.
—¿Quién es usted? —fue lo primero que preguntó Pete.
El hombre tartamudeó unas sílabas y todos creyeron entender que había dicho «Rabo de Tigre». Luego volvió a quedar inconsciente.
—¡Caramba! —exclamó Dave—. «Rabo de Tigre» no es ningún nombre. Debe de estar delirando.
Pam apoyó en su brazo la cabeza del desconocido, mientras Pete y Dave volvían a remar para llevar la barca a la orilla, lo más rápido posible. Estaban a medio camino del desembarcadero de los Hollister cuando pasó junto a ellos, a toda prisa, una canoa con dos muchachos a bordo. Eran Joey Brill y Will Wilson.
—¡Nosotros también hemos visto esa barca! —gritó Joey, un muchacho robusto, de la edad de Pete, que siempre se divertía embromando y molestando a los niños más pequeños.
Will era su amigo y hacía siempre lo que Joey ordenaba.
—Podemos reclamarla para nosotros —chilló Will, mientras hundía su remo en el agua.
Y Pam protestó, indignada:
—No haréis nada de eso. La embarcación pertenece a este pobre hombre que está herido.
Sin querer escuchar las palabras de Pam, Joey le hizo una mueca y remó hacia donde se había hundido la extraña embarcación.
Cuando la barca de remos llegó al embarcadero, la señora Hollister y los otros niños estaban ya esperando. La madre de los Hollister era una señora guapa y esbelta, con el cabello oscuro. Aunque casi siempre estaba sonriendo, en esta ocasión aparecía muy preocupada, mientras ayudaba a Dave y Pete a levantar al accidentado hasta el embarcadero.
—Le sentaremos en esta mecedora —dijo la señora a los dos muchachos.
—Yo he telefoneado ya al oficial Cal —anunció Ricky—. Va a venir con la Brigada de Urgencia.
Tan pronto como el pecoso acabó de decir esto, desde el final de la carretera llegó el sonido de una sirena. Unos momentos después, el coche de la Brigada de Urgencia entraba en el camino del jardín de los Hollister y se detenía; de ella salieron tres hombres que corrieron al embarcadero. Uno de ellos era Cal Newberry, un joven oficial de rostro sonriente que había trabajado con los niños Hollister en alguno de los misterios que los cinco hermanos habían resuelto.
Los hombres de la Brigada de Urgencia examinaron al inconsciente barquero, que estaba chorreando.
—No hay huesos rotos —anunció Cal, sonriendo.
El hombre abrió otra vez los ojos y miró a su alrededor, con extrañeza.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—Está usted bien —le tranquilizó el oficial Cal—. ¿Cuál es su nombre?
—Charlie «Rabo de Tigre» —contestó el hombre, irguiéndose y frotándose la cabeza—. He sufrido un accidente.
—Ha debido de darse usted un golpe muy fuerte en el agua —dijo Pam, compadecida.
—¿Ése es su nombre de verdad? —preguntó, perplejo, Ricky—. No conozco a nadie que se llame «Rabo de Tigre».
En el rostro bronceado del hombre brilló una sonrisa.
—Eso es porque en Shoreham no hay indios semínolas.
—¿Es usted semínola? —preguntó la señora Hollister.
—Sí. —De pronto el hombre señaló hacia el lago y preguntó—: ¿Esos chicos intentan apoderarse de mi barca?
Joey Brill, inclinado sobre la borda de su canoa, hundía los brazos en el agua. Pete le gritó, furioso:
—¡Fuera de ahí, Joey!
—¡Es nuestra barca y vamos a llevárnosla! —fanfarroneó Will.
—¡No! ¡Nada de eso! —gritó, amenazador, el oficial Cal, corriendo hacia la barca de remos de los Hollister, e instalándose en ella.
Al verle, Joey y Will se alejaron en su canoa a toda velocidad.
—¡Tendrás que verte las caras conmigo, por haber avisado a los «polis», Pete Hollister! —vociferó Joey, levantando un puño amenazador.
Cuando los dos chicazos desaparecieron en una curva, el oficial saltó al embarcadero.
—Voy a comunicarme con la Patrulla del Lago de los Pinos —dijo—. Nosotros sacaremos su embarcación, señor «Rabo de Tigre».
—Pero ahora lo más importante es que se quite usted estas ropas tan mojadas —dijo, sensatamente, Pam.
Ella y su madre acompañaron al indio hasta la casa, donde la señora Hollister le dio toallas y ropas secas.
Mientras, los demás niños siguieron al policía hasta la camioneta, para escuchar cómo el oficial enviaba un mensaje de radio al cuartelillo. Luego, Cal y sus dos compañeros de la Brigada de Urgencia se marcharon.
—Yo tengo que ir a un recado —dijo Dave, despidiéndose de sus amigos.
Cuando volvió al patio trasero, acompañado de Pam y la señora Hollister, Charlie «Rabo de Tigre» llevaba una camisa deportiva y unos pantalones color caqui del señor Hollister. Las vueltas de los pantalones iban dobladas hacia arriba porque el indio, aunque era muy robusto, no tenía tanta estatura como el padre de los Hollister.
Charlie «Rabo de Tigre» explicó que trabajaba como guía, llevando a la gente en el overcraft, o barca aérea, a las Everglades de Florida.
—Tengo dos embarcaciones, pero a Shoreham sólo he traído una con un auto-remolque —siguió diciendo el indio—. Antes, esta embarcación llevaba una hélice de avión. Pero yo quería que fuese la más rápida de las Everglades.
—¡Y vino usted a comprar un motor de propulsión a la fábrica de Shoreham! —adivinó Pete.
—Eso es —asintió el semínola.
Y añadió que había adquirido el motor a propulsión y lo había montado en su aparato.
—Pero me temo que no quedó demasiado bien equilibrado.
—No se preocupe. Papá le ayudará a arreglarlo —le aseguró el pecoso.
—¿Y por qué quiere tener la barca más rápida de las «Temerglades»? —indagó, curiosilla, Sue.
—Everglades, tontina —le rectificó Holly, dando un pellizco en la mejilla a su hermana menor—. Es un sitio de Florida.
—Soy sheriff allí y tengo que perseguir a los cazadores furtivos de tortugas. Ellos tienen embarcaciones rápidas, de modo que la mía tiene que ser más veloz —dijo Charlie.
Antes de que los niños pudieran hacer más preguntas se vio aparecer la motora patrulla. En cuanto la embarcación llegó al embarcadero de los Hollister, Pete y Ricky saludaron a los tres hombres que iban en ella y entraron a bordo.
—Esté tranquilo, señor «Rabo de Tigre» —dijo Pete—, que nosotros le ayudaremos a encontrar su embarcación.
Los dos hermanos y los policías se dirigieron, en la motora, al lugar en donde había desaparecido la extraña embarcación.
—Ha sido por allí —orientó Pete.
La embarcación de la policía se detuvo en el lugar indicado y los hombres echaron al agua un arpón, sujeto en el extremo de una larga cuerda. Cuando el arpón estuvo en el fondo del lago, empezaron a mover la cuerda de uno a otro lado.
—¡Aquí! ¡Aquí hemos tocado algo! —anunció uno de los policías.
Con ayuda de Pete, los tres hombres tiraron de la cuerda. El arpón se había enganchado en el respaldo del asiento, y no tardó en salir a flote toda la embarcación.
El motor de la embarcación policial volvió a ponerse en marcha y el extraño artefacto, procedente de Florida, fue trasladado hasta el embarcadero de los Hollister. Una vez allí, los chicos ayudaron para subir la embarcación a tierra.
—Está como si no hubiera tenido ningún accidente —dijo Pete, después de dar las gracias a los policías.
—Encantados de haber podido ayudaros —repuso el oficial de turno, haciendo un marcial saludo.
Cuando la patrulla motora se alejaba, una furgoneta se detuvo en el camino del jardín. Del vehículo salió el señor Hollister, un hombre alto y atlético, qué se encaminó a buen paso hasta el grupo del embarcadero.
—Pam me telefoneó —dijo—. Por lo visto tenéis un visitante de Florida.
Charlie «Rabo de Tigre» y el señor Hollister se estrecharon las manos.
—Lamento causarles tantas molestias —dijo el indio.
—Nada de eso —repuso el señor Hollister, sonriendo—. ¿De modo que ésta es su embarcación? Es magnífica. Aunque yo creo que el motor a propulsión está acoplado demasiado lejos.
—Realmente, yo no soy un ingeniero —admitió el semínola.
—Creo que podremos reparar el desperfecto —le tranquilizó el señor Hollister—. ¿Por qué no se queda unos días con nosotros? Llevaremos su embarcación a mi taller, detrás del Centro Comercial.
El Centro Comercial era la tienda de ferretería, juguetes y artículos deportivos que el señor Hollister tenía en el centro de Shoreham.
—No, no. Muchas gracias —contestó el indio, tímidamente—. Tengo habitación en un motel de…
—Nos gustaría mucho tenerle a usted como nuestro invitado —aseguró la madre de los Hollister, con una amable sonrisa.
—Así podría usted contarnos cosas de los indios semínolas —dijo, inmediatamente, Holly.
Y Ricky preguntó:
—¿Son muy malos los cazadores furtivos?
—Sí, sí. Matan las tortugas gigantes, lo cual es ilegal —repuso el indio—. Y también roban los huevos de tortuga. Cuando me ofrecí a la policía para ayudar a detener a esos cazadores, me nombraron comisario.
—Por eso el señor «Rabo de Tigre» necesita una embarcación muy rápida, papá —explicó Ricky.
—Y existe otra razón más —murmuró el semínola, hablando con voz lenta y grave—. Puede que la necesite cuando haga una investigación en la Isla Cautiva. Está cerca de donde yo vivo y está ocurriendo algo misterioso allí.
—¡Oh! Cuéntenos eso —pidió Pam, llena de curiosidad.
—Me parece demasiado misterioso para decir nada —fue la respuesta que dio «Rabo de Tigre», al tiempo que movía negativamente la cabeza.