UN EXTRAÑO TRASLADO

El hombre desapareció en las sombras y casi al instante surgió otra persona.

—¿Les tiene confusos el Coliseo? —dijo.

Esta pregunta tan singular, pronunciada después de la amenaza, fue más de lo que Pete era capaz de resistir con paciencia.

—¡Confusos! —exclamó—. Más que confusos nos tiene este misterio.

—¿Misterio? —repitió el desconocido, avanzando hacia la zona iluminada por la luna—. ¡Ah! Realmente el Coliseo es un misterio, porque da lugar a muchas preguntas para las cuales los turistas querrían respuesta. ¿Puedo servirles en algo?

Mientras hablaba, el hombre sacó de su bolsillo una tarjeta, que le identificaba como guía oficial.

—Uno de los muchos que hay en la ciudad de Roma —explicó.

—Gracias por su ofrecimiento —dijo la señora Hollister. Y señalando la gran hondonada del centro de la pista, añadió—: Eso de ahí parecen viejas celdas. ¿Es eso lo que fueron?

El guía les explicó que, durante la época de esplendor de Roma, el Coliseo había tenido un lago en el centro. Luego, después de la caída de la ciudad, el lago fue secado por los habitantes, quienes levantaron casas en aquel lugar.

—Éstos son los restos de las viejas viviendas.

Mientras los Hollister escuchaban atentamente, el guía le contó otros muchos detalles interesantes sobre el Coliseo. Así supieron que había sido construido por quince mil esclavos, capturados en Jerusalén.

—Miles de ellos murieron durante los trabajos de construcción y, cuando la luna brilla como esta noche, a mí me da la impresión de que sus espíritus rondan por estas ruinas —concluyó el guía.

Pete soltó una risita, diciendo:

—Es lo que nos falta. Unos cuantos fantasmas para añadir a nuestro jeroglífico…

Sue estaba ya tan cansada que subió a los brazos de su madre. Cuando el guía señaló las jaulas donde en otros tiempos se encerraba a los leones, la chiquitina murmuró:

—Los leones son gatos grandotes.

Y, casi al momento, se quedó dormida.

Ya completada la visita, la señora Hollister dio las gracias al guía, le pagó por sus servicios y salió con sus hijos del Coliseo. Varios taxis estaban estacionados junto a la acera. Antes de tomar uno, los niños miraron a todas partes, con atención, pero no se veía a nadie que resultase sospechoso.

Al llegar al hotel, en el mostrador de recepción encontraron a un botones, dormitando. El chico, todavía medio dormido, dio la llave a Pete y toda la familia tomó el ascensor. Ya arriba, Pete abrió la puerta de sus habitaciones. Al instante se dieron cuenta de que algo malo había ocurrido.

Pam corrió al armario. ¡No quedaba ni una sola prenda de las que colgaban allí! Holly empezó a lloriquear y eso despertó a Sue, quien seguía en brazos de su madre. Asustada, la pequeñita gritó:

—¡Salvadme de los leones!

A todo esto, Pam estaba telefoneando a recepción. Pero, a causa del estrépito que reinaba en la habitación, el botones no logró entenderla. Unos minutos después llegaba a toda prisa.

—¡Yo puedo explicarles! ¡Yo puedo explicarles! —repetía.

—¡Nos han robado! —dijo Pete, indignado.

—¡Yo puedo explicarles! —insistió el muchacho. Y cuando la aturdida familia guardó silencio, el botones dijo que aquellas habitaciones habían sido reservadas para otra familia varias semanas atrás. Muy avergonzado, el botones añadió—. Por eso los hemos trasladado a ustedes a otras habitaciones.

—¿Por qué no nos lo advirtió usted? —preguntó Holly.

El muchacho contestó que en la casilla de los Hollister se había dejado una nota, informando del cambio de «suite». Pero, cuando la familia entró, él estaba demasiado adormilado y no recordó dar la nota.

La señora Hollister exhaló un gran suspiro de alivio, y toda la familia siguió al muchacho a sus nuevas habitaciones.

Después de aquel día de emociones y nerviosismo, era fácil dormir profundamente. Tan fácil que Ricky se dejó caer en la cama sin desvestirse. Pete le quitó los zapatos y la camisa, mientras el pelorrojo se movía pesadamente a derecha e izquierda.

Cuando, a la mañana siguiente, entró el sol a raudales por la ventana, los chicos se frotaron los ojos cargados de sueño. Tan pronto como estuvo despabilado, Pete telefoneó a la policía. ¿Se había encontrado a alguien que intentase robar una estatua de mármol? La respuesta que recibió fue descorazonadora. No se había detenido a ladrón alguno, pero… ¡una famosa estatuilla de mármol había sido robada!

—¡Ya se han salido con la suya! —exclamó Pete, golpeándose la palma de una mano con el puño de otra. ¡Y el próximo robo será en la fábrica de camafeos! ¡Seguro!

A los pocos minutos, la señora Hollister y las niñas estaban sentadas en la cama, con las batas sobre los hombros, escuchando la noticia que les daba Pete.

—Pero no hay que preocuparse —dijo Holly—. Ya han avisado al señor Caramagna.

—¿Cómo podemos saber que el señor Nitto le ha transmitido el mensaje? —replicó Pete, el cual agregó en seguida—: Mamá, estoy convencido de que debemos ser nosotros quienes avisemos al señor Caramagna.

Pam estuvo de acuerdo con su hermano mayor.

—Ya se han cometido, esta semana, tres de los cuatro robos planeados —dijo la niña, con voz preocupada—. Puede que el último deba cometerse hoy.

—¡Canastos, tendremos que darnos prisa! —apremió Ricky.

—Iremos en cuanto hayamos desayunado —prometió la madre.

En cuanto tuvieron las maletas hechas y colocadas en el coche, la familia volvió a ponerse en camino. Pete desdobló el mapa, procurando guiar a su madre hacia el sur, a través de la ciudad y hasta la carretera que llevaba a Pompeya. Pero había transcurrido un larguísimo rato y aún seguían mezclados en el tráfico de Roma.

—Espera, mamá —dijo Pete—. Creo que hemos tomado una curva en dirección equivocada.

La señora Hollister detuvo el coche junto al bordillo y Pete pidió orientación a un viandante. ¡Pero aquella persona no entendía el inglés!

Avanzaron otro trecho y volvieron a detenerse.

—¿Habla usted inglés? —preguntó Pete a otro señor.

—Sí. Soy escocés —contestó el interrogado, explicando que había llegado a Italia el día antes—. Lamento no poder orientarles. ¡Yo mismo no logro localizar mi hotel!

Ascendiendo por una calle, descendiendo por otras, siguieron moviéndose por la desconocida Roma. Por fin, llegaron a una amplia carretera y continuaron por ella.

Fue Pam quien, de pronto, hizo un descubrimiento.

—Mamá —dijo—, el sol brilla a nuestra derecha. Debemos estar viajando hacia el norte, y no hacia el sur.

Pete miró los signos de la carretera y volvió a consultar el mapa. Al fin tuvo que admitir:

—Tienes razón, Pam. Estamos yendo en dirección opuesta a la que nos conviene.

—¡Por favor! Buscad pronto el camino —pidió Holly—. ¡Estoy viendo que no llegaremos a tiempo a la fábrica de camafeos!