Mientras los niños contenían el aliento, la señora Hollister apartó, tanto como pudo, el coche de la carretera. Reduciendo la velocidad, se detuvo a sólo unos centímetros del nacimiento del paredón de piedra.
—¡Eres estupenda, mamá! —aplaudió Holly—. ¡Tengo unas ganas de crecer para ser tan buena conductora como tú!
Cuando la señora Hollister volvió a situarse debidamente en el camino y cruzó el puente, el cochecito rojo había desaparecido. Recorrieron unos cuantos kilómetros en silencio, porque todos iban pensando en lo próximos que habían estado de tener un accidente. Por fin, fue Pete el primero en hablar, diciendo:
—Debemos tener información muy valiosa, mamá. Esos hombres no querían que siguiésemos adelante.
—Pero seguiremos, de todos modos —afirmó, valerosamente, el pecoso.
—Claro que sí —concordó la madre—. No vamos a permitir que nadie nos asuste.
Poco después la carretera se ensanchó, convirtiéndose en una amplia autopista que recorría una región montañosa, de bello paisaje. Puentes, viaductos y túneles se curvaban y desaparecían entre los pinares por los que, en tiempos pasados, avanzaron hacia el norte los ejércitos romanos, para enfrentarse con sus invasores.
Los niños estaban tan fascinados por el paisaje que no se daban cuenta de que iba pasando el tiempo. Por fin, a la hora del crepúsculo, la carretera llegó a un valle de varios kilómetros de anchura y, a la izquierda, pudieron ver todos las parpadeantes luces de la ciudad de Florencia.
La señora Hollister condujo con mucha precaución al centro de la ciudad, hizo preguntas a un policía y encontró fácilmente el hotel.
Después de dejar los equipajes en sus habitaciones, todos se reunieron en el vestíbulo. Pete telefoneó al departamento de policía de la localidad para informar sobre la pista del palacio Pitti, que habían descubierto en Venecia.
—Muchas gracias —le contestó un oficial, que hablaba un inglés perfecto—. Pero, lamentándolo mucho, vuestra pista llega demasiado tarde. ¡Sí, demasiado tarde!
Y el policía añadió que, desgraciadamente, la noche antes había sido robada del museo de arte una muy valiosa y admirada pintura.
—Hemos encontrado huellas que concuerdan con las que encontró la policía de Venecia, después del robo de la Madonna de cristal.
Pete explicó la parte que estaban tomando los Hollister en el extraño caso.
—Pensamos buscar a Giovanni Boschi en Florencia.
—De acuerdo. Pero id con mucho cuidado.
Al enterarse de lo que la policía había dicho, toda la familia de Pete se mostró muy nerviosa.
—¡Yo tenía razón! —exclamó Pete—. Es una banda que roba obras de arte.
Lo que nadie podía comprender era por qué habían secuestrado al tío de Nadia.
—Seguramente sabe algo de ellos y los ladrones le han secuestrado para que no pueda hablar con la policía —razonó Pete.
Los Hollister cenaron en el hotel y se acostaron pronto. A la mañana siguiente, el rumor del tráfico, que pasaba bajo sus ventanas, les despertó temprano.
—Podemos visitar primero esa tienda que se llama Valerio —propuso Pete, mientras desayunaban.
Por el conserje del hotel averiguaron que Valerio se encontraba en un puente llamado Ponte Vecchio, al otro lado del río Arno.
—¡Canastos! ¡Una tienda sobre un puente! —se asombró Ricky.
El hombre sonrió al pequeño y explicó:
—Es que, por allí, ya no hay tráfico. Sólo tiendas.
—Muchas gracias. Estoy segura de que podremos encontrarlo —contestó Pam.
La familia salió a las estrechas calles en cuyas aceras se alineaban banastas con fruta y verduras del tiempo y se veían restaurantes y tiendas de todas clases. Pronto llegaron a una avenida, que discurría a lo largo del río Arno. Los niños contemplaron el agua. Era marrón, como el barro, y se movía lentamente.
—Mirad qué embarcaciones tan raras —dijo Pam, señalando dos remeros que movían sus remos acompasadamente, como si se tratasen de gigantescas patas de araña, por las espumosas aguas del río. Por un momento los dos desaparecieron bajo el más extraño puente que los niños vieran jamás. Parecía un bloque de edificios de la ciudad, que formaba arcadas bajas. A ambos lados se levantaban tiendas.
Teniendo cuidado de esquivar los coches y las motocicletas que iban y venían a gran velocidad, los niños se encaminaron al puente. La tienda de Valerio estaba casi en el centro. Allí, se vendían objetos de arte, artículos de cuero, bisutería y muñecas. La señora Hollister cruzó la abierta puerta, seguida de sus hijos. Un hombre alto les saludó cordialmente y se presentó diciendo que él era Valerio.
—¿Qué desean ver? —preguntó.
—Hemos venido aquí a cumplir una misión —dijo la señora Hollister, que en seguida se volvió a Pam, diciendo—: Tú serás nuestro vocal.
La niña habló en seguida de la desaparición de Giovanni Boschi. Al concluir, preguntó:
—¿Le quedan todavía polichinelas, señor Valerio?
—Sólo uno —repuso el hombre, llamando a una dependienta a la que dijo unas palabras en italiano.
La joven desapareció en la trastienda y volvió con una caja blanca, que el tendero abrió. Dentro había un polichinela.
—¡Es del señor Boschi! —exclamó Pete—. Tiene el lunar en la nariz.
Pam sacó el muñeco y lo examinó con atención. Deslizó los dedos por el interior de la cabeza, pero allí no había nada.
—Supongo que la policía habrá visto también éste —dijo Pete.
—No. Éste no. Llegó después de que entregué las otras cajas de polichinelas a la policía.
A continuación, Pete interrogó al amable vendedor sobre la persona que le había vendido los polichinelas.
—No era un corredor habitual. Yo no le había visto antes y no he vuelto a verle después.
El señor Valerio explicó que el vendedor era bajo, delgado y de rostro afilado.
—¿Podríamos examinar esta caja? —preguntó Pam.
—Está a vuestra disposición —contestó el hombre.
Pam miró atentamente la tapa. Era lisa, sin ninguna marca visible. Tampoco en el interior había nada que indicase de dónde procedía. La niña la volvió hacia abajo.
—¡Mirad! —exclamó.
En una esquina se veía un perfil de polichinela y al lado unas palabras en italiano.
—¡Canastos! ¡Es un mensaje de Giovanni!
El señor Valerio se acercó a mirar.
—¿Qué dice? —preguntó Pam.
El hombre sacudió la cabeza, extrañado.
—Hay ocho palabras, pero no puedo comprender el significado. —Y tradujo para los Hollister—: Cristal Gallino. Pintura Pitti. Mármol Roma. Concha Caramagna.
—Es una lista de planes para robos —dedujo Pam.
Incluso el señor Valerio se sintió muy interesado al escuchar la opinión de los jóvenes detectives. Ya habían sido robadas piezas de cristal de la fábrica que Gallino tenía en Venecia. Y la noche anterior había desaparecido una pintura del palacio Pitti.
—Entonces, ¿queréis dar a entender que en Roma se robarán mármoles y conchas de algún lugar llamado Caramagna?
—Eso es lo que suponemos —contestó Ricky, gravemente—. Pero nosotros detendremos a estos ladrones.
El tendero movió con incredulidad la cabeza, mientras decía:
—Me cuesta trabajo creer que unos niños puedan resolver un caso así.
Entonces, envolvió el polichinela y la señora Hollister pagó el importe. Pam cogió el paquete y todos dieron las gracias al señor Valerio y se despidieron. Pero de pronto Holly se volvió, retorciendo con insistencia una de sus trencitas, y preguntó:
—¿En qué otro sitio podríamos encontrar polichinelas, señor Valerio?
—¡Zambomba! ¡A mí no se me había ocurrido esa pregunta! —dijo Pete.
—Sí. Mi amigo Muro, de Pisa, compró también algunos.
Después de repetir las gracias, todos salieron.
—¡Canastos! ¡Qué estupendas pistas!
—Pero ¿qué haremos ahora? —preguntó Pete, mientras regresaba por el puente.
Se decidió que lo primero era entregar la caja a la policía.
—Si no lo hacemos, nadie creerá esta historia —dijo Pam.
—Así podrán avisar a la policía de Roma, para que mantengan vigilancia —sugirió Pete.
—¿Y el pobre señor Caramagna? —recordó Holly—. También tendríamos que avisarle.
—Claro que sí —asintió el mayor de los chicos—. Su fábrica está anotada para cometer en ella un robo. Hay que avisarle en seguida.
Pete volvió corriendo a la tienda del señor Valerio. El amable tendero pidió una conferencia con la fábrica de camafeos de Caramagna.
—Ponte tú —dijo Valerio, pasando el auricular a Pete—. Este empleado habla inglés.
Pete averiguó que estaba hablando con el señor Nitto, que según dijo era el secretario particular del propietario. Cuando Pete dio la información sobre el robo, el hombre que estaba al otro extremo de la línea soltó una sonora carcajada.
—Eres un chico, ¿verdad? ¿De cuántos años?
—De doce —replicó Pete.
—¿Y esperas que crea tu estúpido cuento?
—Ya sé que parece extraño, pero es la verdad. Por favor —pidió Pete—, déjeme hablar con el señor Caramagna. Él me conoce.
Pete explicó al señor Nitto que había conocido, en Milán, al propietario de la fábrica. Pero el secretario siguió diciendo que no podía molestar a su jefe.
—Está trabajando en algo muy importante.
Pete insistió y suplicó, pero no pudo convencer al señor Nitto.
—Por favor, inténtelo usted —pidió Pete al señor Valerio.
El tendero cogió el auricular y habló en italiano, con voz firme. Luego, escuchó unos momentos y acabó colgando.
—Lo siento, pero tampoco a mí ha querido creerme.
El señor Valerio no consintió que Pete le pagase el coste de la conferencia y deseó buena suerte al chasqueado detective, que salió a toda prisa, para contar lo ocurrido a los demás.
—Si llevamos esta caja a la policía, estoy segura de que ellos convencerán al señor Nitto —opinó Pam.
La familia caminó puente adelante y estaban a punto de llegar al final cuando un grupo de alegres turistas pasó, corriendo, junto a ellos. Un chico, de unos dieciséis años, tropezó por casualidad con Pam. La caja blanca saltó de manos de la niña y salió, como disparada, por encima del puente, hacia las aguas del río Arno.