UN MENSAJE DESDE VENECIA

—«Grazie» —dijo Pam y, al girar sobre sus talones estuvo a punto de tropezar con su tío, que ya había entrado en el vestíbulo.

—Esa palabra italiana quiere decir «socorro» —explicó Pete, muy nervioso—. Creo que debemos hablar con la policía ahora mismo.

Con el muñeco y la nota en manos de Pam, los tres se encaminaron a la policía y entregaron las pistas que habían encontrado en la Autostrada.

El «capitano» quedó muy sorprendido con el descubrimiento que habían hecho los niños americanos. Y dijo que aquello era una pista muy concreta de que Giovanni Boschi había caído en manos de secuestradores.

Pero ¿quién pudo hacerlo? La policía ya se había puesto en contacto con los amigos de Giovanni sin lograr averiguar otra cosa, sino que aquel hombre no tenía enemigos conocidos.

Los Hollister y el oficial de policía estuvieron comentando por qué habrían querido secuestrar a una persona tan buena y simpática como aquel ancianito.

—Indudablemente, no habrá sido para obligarle a que confeccione polichinelas —comentó el policía, sacudiendo la cabeza.

—Puede que la motocicleta la averiasen después de secuestrarle, para hacer creer a todos que el señor Giovanni había tenido un accidente —opinó Pete.

El capitán movió afirmativamente la cabeza.

—Nosotros pensamos que pudo sufrir un golpe en la cabeza, perder la memoria y marchar de la escena del accidente, sin saber a dónde. Ahora podemos estar seguros de que ha sido secuestrado.

Pam opinó que se debía informar a Nadia inmediatamente de aquella nueva pista. El capitán pidió conferencia con Roma y, al momento, pasó el auricular a la niña americana.

—¿Nadia? Soy Pam Hollister. Pete y yo estamos en Milán con el tío Russ.

A continuación contó a la niña italiana el descubrimiento que habían hecho. Mirando a la cara a su hermana, Pete pudo darse cuenta de que también ella estaba recibiendo información importante. Después de estar hablando unos pocos minutos, Pam colgó y se dirigió a los demás, explicando:

—Nadia y su madre han recibido una postal procedente de Venecia.

—¿La envió Giovanni?

—Eso creen. Aunque no dice nada. Sólo se ve el perfil de un polichinela.

—¿Qué quieres decir? ¿Una narizota y la barbilla saliente? —preguntó el chico.

Pam asintió y tío Russ intervino, diciendo:

—A veces, los artistas dibujan más de prisa que escriben.

Pam dijo que la postal era una fotografía de la Campanile, alta torre construida junto a la Catedral de San Marcos.

Durante todo aquel tiempo el capitán de la policía estuvo tomando notas de lo que decía Pam. Luego comentó:

—El dibujo de la postal debe de ser un mensaje secreto.

Pete y Pam opinaban lo mismo. En el teatro, el polichinela siempre se encuentra en conflictos. Tal vez el señor Boschi quería dar a entender que también él tenía problemas. El policía dijo que iba a ponerse inmediatamente en contacto con las autoridades de Venecia.

—Tendremos que ir allí en seguida, tío Russ —opinó Pete—. A lo mejor encontramos la pista de Giovanni Boschi.

El dibujante movió negativamente la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo llevaros.

Los dos hermanos quedaron muy desencantados, cuando su tío les explicó que tenía una cita importante con un editor, a la mañana siguiente. Era algo que no podía dejar para otro momento.

El resto del día lo empleó el dibujante en llevar a sus sobrinos a contemplar la pintura original de «La Última Cena», de Leonardo da Vinci. Esta pintura cubría toda una pared de una antigua estancia que había sido un comedor o refectorio de monjes.

—Es un milagro que haya sobrevivido a la última guerra —comentó el tío Russ—. Este edificio quedó en ruinas.

—Pero lo restauraron —repuso Pam, mientras miraba la famosa pintura.

Cuando salieron de la fría iglesia y volvieron a gozar del cálido sol de Italia, Pam volvió a pensar en el desaparecido Giovanni. Aunque le había gustado su visita a Milán, estaba impaciente por trabajar en el último misterio.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el tío dijo:

—Lamento no poder llevaros a Venecia. Pero, mientras yo estoy ausente, tengo un trabajo que encargaros. Lo harás tú, Pam.

Buscó en su maletín, del que sacó un cuaderno y lápiz.

—Quisiera que me hicieseis algunos bocetos del Duomo. Podéis subir a la torre. Tendréis una magnífica vista.

Luego advirtió a los niños que no debían ir más allá de la Galería y la Catedral.

—Volved al hotel a la hora de la comida, pero cuidado, no vayáis a perderos.

—No te preocupes por nosotros, tío Russ —dijo Pete, con una amplia sonrisa—. No somos Ricky y Holly.

El tío Russ cerró su maletín, se puso en pie y se alejó, dispuesto a dedicar todo el día a sus negocios. Pete y Pam salieron del hotel, camino de la Galería. Después de visitar alguna de las tiendas, se sentaron a una mesita de un café y pidieron un chocolate caliente.

Mientras Pete miraba con curiosidad cuanto les rodeaba, Pam, entre sorbo y sorbo de chocolate, fue haciendo un boceto de la alta cúpula.

—¡Zambomba, qué gran dibujo! —alabó Pete una vez.

Incluso el camarero, de negra chaquetilla, se detenía de vez en cuando a observar el trabajo de Pam. Al cabo de un rato, le dio un golpecito en el hombro, diciendo:

—Tengo un recado para ti.

—¿Para mí? —se asombró la niña.

Dejando el lápiz, la niña cogió un sobre blanco que le ofrecía el camarero.

—¿Quién se lo ha dado? —preguntó Pete.

—Un hombre que se sentaba detrás de vosotros. Creí que estaba admirando el boceto.

Pete se volvió sobre su asiento, pero no vio a ningún hombre cerca.

—Acaba de marcharse —dijo él camarero.

—A lo mejor eso es una nota echándote piropos por el dibujo —bromeó Pete.

La niña abrió el sobre y sacó un pedazo de papel blanco, doblado. En el papel había varias palabras escritas en italiano.

—¿Qué dice? —preguntó la niña, mirando al camarero.

El hombre frunció el ceño.

—No me gusta lo que estoy leyendo.

—¡Zambomba! ¿Es algo malo? —inquirió Pete.

—Me temo que sí. —El camarero inclinó la cabeza y apretó los labios, antes de leer—: «Dejad de buscar. Estáis en peligro».

Pete miró en torno suyo con angustia. Pam también se sintió muy asustada. Ella y su hermano se miraron interrogativamente. ¿Quién, aparte de la policía, podía saber que estaban buscando a Giovanni?

Pete miró, muy serio, al camarero para preguntarle:

—¿Puede describir usted al hombre que le dio esta nota?

—Era bajo y con bigote.

—Gracias —dijo el muchacho, pagando a continuación lo que debían por los chocolates. Y en voz baja dijo a su hermana—: Vamos, Pam. Marchémonos de aquí.

Los dos hermanos volvieron al hotel a toda prisa.

—Me da la impresión de que nos siguen —dijo Pam, cuando entraron, corriendo, en el vestíbulo.

Pete pulsó el timbre del ascensor y los dos subieron a la habitación de Pam.

—Estoy preocupada —dijo la niña, dejándose caer en una butaca.

—Es muy raro. Alguien debió de oír nuestra conversación con Nadia.

—¿Dónde? ¿En el cuartelillo de policía?

Pete se encogió de hombros.

—Esto se está convirtiendo en un verdadero misterio.

—Preferiría que no estuviéramos solos —comentó Pam—. Si Ricky y Holly estuvieran aquí todo sería más entretenido.

Pete y Pam se quedaron en la habitación de la niña, escribiendo a los amigos de Shoreham, hasta la hora de comer. A esa hora bajaron al comedor del hotel. Mientras comían estuvieron vigilando por si se veía aparecer a algún hombre bajo, con bigote negro. Pero no vieron a nadie con tales características.

Acabado el postre, consistente en jugosa fruta del tiempo, Pete dijo:

—No vamos a pasarnos todo el día sentados en el hotel, Pam. Yo creo que lo mejor será ir al Duomo en taxi. Nadie nos buscará en la torre.

El conserje avisó a un taxi y a los pocos minutos los niños estaban en el interior de la fría catedral. Los dos avanzaron entre los gigantescos pilares y giraron a la izquierda, donde un letrero señalaba dónde estaba el ascensor.

Subieron en el pequeño ascensor, con otros visitantes y salieron a las losas de mármol que cubrían el antiguo Duomo.

—¿Verdad que es precioso? —dijo Pam, emocionada, contemplando el complicado trabajo de las espiras.

—¡Zambomba! Debió de llevar mucho tiempo hacer este trabajo.

Los niños se acercaron a una baranda de piedra y contemplaron la ciudad, que se extendía abajo. En torno a ellos, había otros turistas que tomaban fotografías.

—Mira —dijo Pete, señalando una escalera de caracol—. Aún se puede subir más arriba.

Pam contestó que prefería quedarse donde estaba y hacer un dibujo. Encontró hueco a la sombra de un pretil y se sentó en una piedra baja. Estaba colocando el papel sobre sus rodillas cuando se fijó en un hombre bajo y moreno, de pequeño bigote, que estaba tomando fotografías. La niña hizo una indicación a su hermano, murmurando:

—Mira, Pete.

El muchacho miró al hombre. Llevaba un traje bien cortado y corbata de seda. Su cabello iba peinado con pulcritud.

—Hay miles de hombres bajos con bigote negro, en Italia —dijo el chico a su hermana.

El hombre no les prestó la menor atención. Dejó la cámara fotográfica que llevaba al hombro sobre el repecho de piedra, y se reclinó para contemplar el paisaje.

—Debe de ser también un turista —comentó Pete.

Mientras el muchachito hablaba, un niño pasó junto al hombre y rozó la cámara, que osciló, a punto de caer. Pete se acercó, de un salto, y pudo coger la máquina en el último momento. Al darse cuenta de lo sucedido, el hombre sonrió y dijo:

—«Grazie».

Cuando Pete le contestó «prego», él le soltó una larga frase en italiano y el chico, que no le entendió, tuvo que explicar:

—Soy americano.

—¿Sí? Pues hablas muy bien el italiano.

—No conocemos más que una docena de palabras —dijo Pete, que luego presentó a su hermana y a sí mismo.

—Yo soy el conde Gallino, de Venecia —contestó el desconocido.

A Pam le gustó el agradable acento del italiano, pero prefirió no entablar una conversación larga con alguien a quien no conocían. Sin embargo, Pete fue menos precavido y, a los pocos momentos, estaba dando explicaciones al hombre sobre el viaje de los Hollister a Italia.

Pam miró a los ojos a su hermano y movió ligeramente la cabeza, deseando advertirle, pero Pete estaba distraído y no comprendió.

—Me gustan los americanos, porque son mis mejores clientes —estaba diciendo el hombre con una sonrisa. Y añadió que su familia poseía una famosa fábrica de cristal en Venecia. En seguida se apresuró a decir—: Me gustaría hacer unas cuantas fotografías más.

Él y Pete se alejaron, sin cesar de hablar.

Pam levantó la vista hacia las artísticas espiras que se recortaban, muy perfectas, entre el luminoso cielo azul. Su lápiz se movía con rapidez, mientras hacía un apunte de la obra de arte que estaba contemplando. Tan ensimismada estaba en el trabajo que, durante un rato, no volvió a pensar en su hermano. Por fin, al completar el dibujo, buscó a Pete con la vista. Y súbitamente el corazón le dio un salto en el pecho, porque no se veía a Pete por ninguna parte.

Pam dejó el boceto sobre la piedra en que se sentaba y, poniéndose en pie, miró en torno. ¡Pete y el hombre habían desaparecido!