EL ADULTO RICKY

Instantáneamente, las luces que se encendieron en el porche permitieron ver quién era el hombre que entraba en la casa.

¡Era nada menos que tío Russ!

—¡Zambomba! —exclamó Pete a media voz—. No te esperábamos, tío Russ.

Russell Hollister era el hermano menor del padre de los Hollister. También era atractivo y más alto y delgado que John Hollister. Vivía con su esposa (la tía Marge) y sus dos hijos (Teddy y Jean) en la ciudad de Crestwood. Tío Russ era un dibujante cuyas historietas cómicas se publicaban en todos los periódicos de la nación.

—¡Chiisst! —suplicó el visitante, mientras entraba en la casa, sonriendo ampliamente—. No despertéis a nadie.

Y sin hacer ruido, dejó en el suelo el maletín.

—Pero ¿por qué no nos dijiste por teléfono que ibas a venir, canastos? —preguntó el pecoso, oprimiendo cariñosamente la mano de su tío.

—He podido hacer el viaje sin interrupciones y, aunque pensaba pasar la noche en un motel que hay a unas cien millas de aquí, como hace una noche tan agradable, decidí seguir adelante.

Tío Russ añadió que no había telefoneado por no despertar a la familia.

«Zip» se acercó, meneando el rabo, y lamió la mano libre de tío Russ.

—Dormiré aquí, en el diván —dijo el tío.

—No es necesario eso —replicó Pete.

Y Ricky, con aires de hombre maduro, añadió:

—Claro que no, tío Russ. Tú puedes dormir en mi cama y yo me acostaré con Pete.

—¿Seguro que no os importa?

Los dos hermanos aseguraron que no y Pete tomó el maletín de su tío. El dibujante se quitó los zapatos y subió de puntillas con sus sobrinos.

Después de alborotar cariñosamente el cabello rojizo de Ricky, tío Russ cuchicheó las buenas noches. Los dos chicos se metieron en la misma cama y todo volvió a quedar silencioso.

A la mañana siguiente, fue Holly la primera en abrir los ojos. Sin hacer ruido se acercó a la cama de Sue y la despertó para decirle:

—Quiero gastarle una broma a Ricky por lo que me hizo ayer durante el juego de música.

Sue se incorporó en la cama, bostezando, y sus grandes ojos parpadearon.

—¿Qué broma? —preguntó.

—Le haré cosquillas o algo así…

—Bueno. Pero hay que ir sin hacer ruidos —advirtió la chiquitina a su hermana.

Todavía en pijama, las dos niñas, aguantando la risa, se encaminaron sigilosamente a la habitación de Ricky. A la ligera claridad del amanecer, Holly abrió la puerta silenciosamente. El durmiente de la cama de Ricky estaba encogido y con la cabeza cubierta por la sábana. La ropa había quedado suelta por la parte de los pies.

Holly se aproximó al tocador con mucho cuidado y cogió un cepillo. Sue casi no podía contener la risa, mientras observaba a su hermana que, con mil precauciones, estaba levantando la sábana, para meter el cepillo y cosquillear las plantas de los pies del durmiente.

De repente, la persona que ocupaba la cama dio un grito de sorpresa y saltó al suelo, frotándose los ojos, mientras Holly quedaba como clavada en el suelo, levantando la vista con incredulidad, y Sue salía corriendo a buscar ayuda en su madre.

—¡Qué miedo! ¡Ha pasado una cosa «tirrible»! ¡Ricky se ha hecho un hombrote grandísimo! —gritaba Sue, despavorida.

Los alaridos de la pequeñita despertaron la alarma en toda la familia. Tomando a Sue de la mano, la señora Hollister y Pam corrieron a la habitación de los chicos para ver qué había sucedido. Cuando vieron a tío Russ, Holly y los chicos quedaron doblados por la cintura de tanto reír, y también ellas prorrumpieron en carcajadas.

—De modo que éste es Ricky, convertido en un hombre —rió la señora Hollister, mientras se acababa de abrochar la bata.

—Creí que estaba haciendo cosquillas en los pies de Ricky —admitió Holly, avergonzada.

En seguida empezaron todos a asaetar con preguntas al dibujante.

—¿Qué estás haciendo en Shoreham?

—¿Dónde están Teddy y Jean?

—¿Te quedarás con nosotros unos días?

El tío levanto los brazos, mostrando desaliento, y dijo:

—Contestaré a todas las preguntas durante el desayuno, suponiendo que vuestra madre me sirva pestiños.

—¡Canastos! ¡Claro que mamá hará pestiños! —afirmó Ricky.

En poco más de media hora, todo el mundo se había lavado y vestido y la pasta de los pestiños estaba preparada.

—Creo que sería agradable desayunar en el jardín —propuso la señora Hollister.

—¡Sí, sí! —se entusiasmó Pam, y se apresuró a extender la mesa plegable que había utilizado el día antes para la fiesta de Nadia.

Pronto las fuentes de pestiños, crujiente tocino frito, jarras de jarabe de arce y espumosos vasos de leche estuvieron a punto para alimentar a los hambrientos Hollister.

—¡Hummm! Magnífico —dijo el tío Russ, mientras todos saboreaban el desayuno—. Ahora, ya me siento con humor para hablar.

El dibujante, sentado entre Sue y Holly, explicó que había salido de viaje hacia Italia.

—¡Canastos! ¡Qué suerte! Tú podrías ayudar a Nadia a resolver un misterio —propuso Ricky.

Tío Russ dejó sobre el plato el pestiño que estaba a punto de comer, y preguntó:

—¿Un misterio en Italia? Pero ¿acaso no os basta con resolver misterios en América?

—No creas que es cosa nuestra —explicó Pam—. Es que la amiga italiana de Ann Hunter no encuentra a su tío-abuelo.

—¡Chiist! —pidió Holly—. ¿Por qué no dejáis que el tío nos diga lo que tiene que hacer?

—Holly está de mi lado —bromeó tío Russ—. Me voy a Milán.

—¿Para qué? —indagó Pete.

El dibujante explicó que Milán era el centro de las publicaciones cómicas de toda Europa. Iba a aquella ciudad para firmar un contrato que permitiría que sus historietas se publicasen en muchos países extranjeros.

—¡Vaya, tío Russ! —se asombró Holly—. Yo no sabía que hablaras tantos idiomas.

—No los hablo, hijita. Las traducciones las harán en Milán.

—¡Qué «mocionante»! —murmuró Sue, mientras batallaba por alcanzar con la lengua una gotita del jarabe que le resbalaba por la barbilla—. ¿Van contigo Teddy, Jean y tía Marge?

Tío Russ contestó que su esposa y sus dos hijos habían ido a visitar a la familia de tía Marge, que vivía en la Costa Oeste.

—De modo que tengo que hacer el viaje solo. Pero tengo una buena idea para no estar tan aburrido —añadió, con una sonrisa. Y mientras la señora Hollister servía leche a Sue, dijo—: Me gustaría llevar a Pete y Pam como invitados en este viaje.

Todos dejaron de comer a un tiempo, para mirar al dibujante con asombro.

—¿Qué hay de extraño en mi invitación? —preguntó, sonriendo, el tío—. Vosotros dos tenéis pasaporte, ¿verdad?

—Sí, sí —repuso Pete.

—Y nosotros ¿qué? —preguntó Holly, con carita tristona.

El tío replicó que no podía llevarse a todos. En otra ocasión serían los más pequeños quienes le acompañasen en una de sus excursiones.

—¡Por el amor de Dios, Russ! Eres demasiado generoso —dijo el señor Hollister.

Pam miró a Ricky, Holly y Sue y después a su madre.

—Creo que no debemos ir —declaró, al fin—. Siempre hemos ido juntos a todas partes.

—Pero ahora ya somos bastante mayores —protestó Pete—. A mí me gustaría mucho ir contigo, tío Russ.

Holly se mordió los labios y, mientras se retorcía nerviosamente una de las trencitas, murmuró:

—Tú también debes ir, Pam.

—Claro, claro. Así no te pasarás el día esperando al cartero —comentó Ricky, altruista.

Entonces intervino la madre, para decir:

—Me parece una magnífica idea. ¿Cuánto tiempo estaréis fuera, Russ?

—Todo depende de una cosa extra-especial que tengo que hacer.

—¿Algo diferente a tus historietas? —preguntó Pete.

El tío asintió.

—¿Qué es? —insistió Ricky.

—Sue, ¿quieres hacerme un favor? —pidió el dibujante.

La pequeñita apartó de su lado el plato vacío y contestó:

—Sí, tío Russ.

—Si subes a la habitación y me traes la carpeta que está en mi maletín, os mostraré qué cosa es.

La pequeña dejó la servilleta y entró en la casa, corriendo. En el silencio de la mañana, todos pudieron oír sus pasos subiendo las escaleras hacia el dormitorio.

—Sé que va a ser una sorpresa para todos —dijo el tío, mientras aguardaban a que Sue hiciese el recado.

De repente, todos se sobresaltaron al oír un estrépito. ¡Bum, bum, bum! Parecía como si alguien estuviera rodando por las escaleras.

—¡Quiera el Señor que no haya ocurrido nada! —exclamó la señora Hollister.

Todos corrieron a la casa y miraron hacia las escaleras. Sue estaba en el escalón más alto. Al pie de las escaleras estaba el maletín.

—¡Ooh! —exclamó tío Russ, llevándose una mano a la frente muy preocupado—. Si lo que va dentro se ha roto, al Presidente no va a gustarle.

—¿A qué Presidente? —preguntó Pete.

—Al de los Estados Unidos de América.