Ricky se detuvo en seco y miró a su alrededor con desespero, viendo cómo las monedas rodaban hacia uno y otro lado y muchas desaparecían por la esquina. Entre tanto cambió la luz y los coches se detuvieron con gran chirrido de frenos.
Se detuvo el tráfico en todas direcciones mientras Ricky y otros viandantes se inclinaban para recoger monedas. Los otros Hollister, Dave, Nadia y Ann volvieron rápidamente al oír el tintineo de los peniques. Una señora les dio una bolsa vacía para que echasen allí el dinero. Y el oficial Cal, todavía de servicio en la calle, detuvo junto a los niños el coche patrulla, con la luz roja encendida.
Después de indicar a los vehículos que pasasen a través de una pequeña separación dejada entre las monedas caídas, el policía preguntó a Ricky qué había sucedido.
—¡Lo ha hecho Joey Brill!
En aquel momento, el camorrista sonreía, satisfecho, observando lo que ocurría desde un banco del parque, en compañía de Will.
El oficial Cal se acercó a ellos para decir, severamente:
—¿Has arrancado tú el dinero de las manos de Ricky Hollister?
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Joey, disimulando.
—Sí. Tú.
—He pasado junto al chico. Si se refiere usted a eso… —dijo descaradamente, Joey.
—Venid conmigo los dos —ordenó el oficial Cal.
Los chicos le siguieron y el policía se dirigió a los que estaban recogiendo monedas, para decir:
—Joey y Will van a recoger los peniques restantes.
—¡Eh! ¡Oiga…! —empezó a decir Will, pero la mirada severa del policía le hizo comprender que no se trataba de ninguna broma.
Dave entregó la bolsa a Joey. Los dos camorristas, protestando entre dientes, empezaron a recoger las monedas, mientras el oficial Cal hacía indicación a los coches para que se desviasen ligeramente.
Los Hollister y sus amigos se detuvieron en el bordillo, contemplando a lo camorristas. Al cabo de un cuarto de hora, Joey se irguió, diciendo:
—¡Uff! ¡Mi espalda! Ahí están los peniques.
Cal preguntó al mayor de los Hollister:
—¿Cuántos tiene que haber, Pete?
—Mil cuatrocientos setenta.
—Cuéntalos —ordenó el policía a Joey.
—Oiga… Yo no estoy muy bien en aritmética… —protestó el chicazo.
—Cuéntalos —repitió, muy serio, el oficial.
—Está bien —rezongó Joey.
Él y Will se acercaron con la bolsa de monedas al banco del parque, seguidos por el policía y los otros niños.
—Uno, dos, tres, cuatro…
Joey empezó a formar pilas con las monedas. Dos veces perdió la cuenta y tuvo que volver a empezar. Pete y Pam les miraban con cara muy seria, pero Ricky y Holly no podían contener su alegría, viendo el castigo que habían recibido los chicazos.
Por fin se contó la última moneda.
—Hay mil cuatrocientos sesenta y cinco peniques —dijo Joey, con la boca torcida de rabia.
—Entonces, faltan cinco peniques —dijo el oficial Cal.
—¿Y qué quiere que haga yo? —preguntó el chicazo.
—Encontrar esas cinco monedas.
—Pero si hemos mirado por todas partes…
—Yo tengo cinco peniques en el bolsillo —dijo Will—. Dalos, Joey, o nos tendremos que estar aquí toda la tarde.
Con todas las monedas ya contadas, las diez libras de peniques fueron guardadas en la bolsa. Joey y Will se marcharon, aunque al pasar junto a Pete Hollister mascullaron promesas de venganza.
Pete no les hizo el menor caso. Dio las gracias al oficial Cal por su ayuda y marchó con los demás, calle abajo, hasta las oficinas del periódico.
Cuando llegaron a la puerta de la fachada, con las bolsas del dinero en la mano, los niños se encontraron con un fotógrafo que les estaba esperando. Brillaron los «flash» mientras se tomaban fotografías, captando la entrega de las monedas en el despacho del editor.
Allí estaba el señor Speed y los Hollister tuvieron que contarle toda la historia sobre la función de polichinelas.
—Habéis hecho un gran trabajo —dijo el editor, deseándoles suerte—. Después de todo, una buena consecución merece otro golpe de fortuna.
Pam se estremeció al oír aquello. Tal vez… sí… Tal vez la suerte la favorecería, permitiéndole ganar el concurso.
Cuando salieron de las oficinas del periódico, los niños se encaminaron directamente a sus casas. Al llegar al camino del jardín los Hollister vieron a su madre, y corrieron a ella para contarle la aventura de los peniques.
—¡Qué maravilla! —exclamó ella, después de escuchar los problemas de la representación con Polichinela y Judy—. ¡Es tan hermoso ayudar al prójimo! Bueno. Ahora, que cada uno elija lo que prefiera.
—¿De qué? —preguntó Pete—. ¿Acaso has hecho más dulces?
—Se trata de cortar el césped del jardín y hacer otras pequeñeces —repuso la señora Hollister—. Todos habéis estado tan ocupados con las marionetas y la función que me temo que al césped le está haciendo falta una buena manicura.
—Bien, mamá —dijo Ricky—. Pete y yo lo haremos.
—Yo también —se ofreció Holly—. Yo desbrozaré los lechos de flores.
—Si encuentras algún gusano, ¿me dejarás que se lo dé a los petirrojos? —preguntó Sue.
A los pocos minutos, el jardín de los Hollister quedó invadido por el zumbido del motor de la cortadora de césped y de las tijeras de jardinero.
—Oh, qué bien huele la hierba fresca —murmuró Pam, mientras recortaba el césped alrededor de un lecho de petunias.
En aquel momento, la señora Hollister abrió la puerta para decir:
—Pam, hay una llamada telefónica para ti.
La morena Pam soltó las tijeras, se enjugó las manos entre la hierba y corrió a casa.
—Puede que sea conferencia —dijo la madre—. La voz sonaba muy apagada.
Pam tomó el auricular, preguntando:
—¿Diga?
—¿Pam Hollister? —preguntó una voz masculina.
—Sí. Soy yo.
—Tengo buenas noticias para usted —añadió el que llamaba.
Pam se estremeció de pies a cabeza.
—¿Buenas noticias? ¿Qué es?
—Ha ganado usted el tercer premio del concurso.
La niña quedó con la boca abierta de par en par. Estaba demasiado emocionada para poder hablar.
—¡Oiga! ¿Sigue usted al aparato?
—Sí —balbuceó Pam—. ¿Eso quiere decir que he ganado el caballo bayo?
—Exactamente. Mañana recibirá usted la confirmación por correo. Buenos días.
Pam colgó el auricular lentamente y se volvió con pasos tan extraños como si estuviera en trance. Pero, de pronto, entró en acción.
—¡Mamá, he ganado! —exclamó.
Pasó los brazos alrededor del cuello de la señora Hollister y empezó a bailotear de alegría.
—¡Dios mío! Me estás dejando sin aliento —rió la madre.
Los demás, al oír el alboroto, corrieron a la casa.
—¿A qué viene tanto grito? —preguntó Pete.
Cuando Pam explicó que había ganado el caballo, todos sus hermanos la felicitaron y aplaudieron alegremente.
—Ahora «Domingo» tendrá un amiguito —razonó inmediatamente, Sue, pensando en él burrito que tenían en el garaje.
—Y tendremos que hacer otro pesebre en el garaje —añadió el pecoso.
—Pero no quedará sitio para el coche… —calculó Holly, con inquietud.
—¿Y qué? —replicó Ricky, rebosando autoridad—. Un caballo es más importante que un coche.
Pete sonrió, al preguntar:
—¿Qué nombre vas a ponerle, Pam?
—Si todavía no sabe si es macho o hembra —dijo Holly—. Habrá que esperar.
Sue notificó que le gustaría llamar al nuevo animal «Preciosidad Negra», pero Pam le dijo que los bayos tenían un hermoso color dorado.
—Entonces, ¿por qué no le llamamos «Doradito»? —propuso la pequeña, casi sin pararse a pensar.
Nombres para el animal y lugares donde podría instalarse su vivienda fueron los temas de conversación para el resto del día.
—¡Señor! —murmuró Pam, a la hora de acostarse—. Creo que no voy a poder dormir, pensando en la carta de mañana.
Pero había tenido un día de tantas emociones que se durmió inmediatamente, sonriendo, y estuvo soñando con muchos caballos retozones.
A la mañana siguiente, después de desayunar, los cinco Hollister se estacionaron en la carretera de Shoreham, en el tramo que iba de su casa a la de Dave Meade. Pam se situó junto al buzón y Holly al final, cerca de la casa de Dave.
—En cuanto vea al señor Barnes te avisaré —dijo la niñita a su hermana mayor.
El sol de la mañana brillaba entre las hojas de los árboles, proyectando sombras danzantes en el pavimento. Al cabo de un rato, Holly gritó:
—¡Ya veo al señor Bames!
La noticia corrió de boca en boca, hasta llegar a Pam, que aguardaba con el corazón palpitante.
—¡Hola, señor Barnes! —saludó Holly—. ¿Trae usted carta para mi hermana Pam? Vivimos en el ciento veinticuatro de la Carretera de Shoreham.
El cartero sonrió, mientras se acercaba.
—¿Ciento veinticuatro, dices? Pues… Sí. Tengo una carta para Pam.
Holly dio media vuelta y echó a correr con las trencitas saltando sobre sus hombros, diciendo a gritos:
—¡Hay carta para Pam!
La noticia llegó a Sue, que también echó a correr en dirección a Ricky. Cuando los tres llegaron junto a Pete, éste dijo:
—Está bien. Está bien. He recibido el mensaje.
Los cuatro corrieron al lado de Pam y la rodearon, en espera del señor Barnes. Pam consideró poco digno para una chica de su edad correr hasta el cartero; pero sí anduvo unos pasos en dirección al hombre, con el rostro sonrojado de emoción.
—¡Demonio! Debe de ser algo muy importante —comentó el señor Barnes, al entregar a Pam su carta.
—¡Ya lo creo que lo es, canastos! —exclamó Ricky.
Pam dio las gracias al señor Barnes, bajó la vista hasta el sobre y la expresión de su cara varió totalmente. Su nombre no estaba mecanografiado, sino escrito a lápiz, en letras de molde. Sin saber bien por qué, notó el corazón oprimido, mientras caminaba hacia la casa con la carta en la mano.
—¿Qué pasa, Pam? —preguntó Ricky, mientras él y los otros seguían a su hermana hasta la sala.
Pam se sentó en el sofá y abrió el sobre. Dentro encontró un papel amarillo, doblado en cuatro. Al desdoblarlo dio un suspiro de desencanto. En el papel había dibujado un ridículo caballo de lomo hundido, y debajo se leía: «Os he tomado el pelo. Joey».
Pam hundió la cara entre las manos y lloró desconsoladamente.
—¡Qué mala intención! —masculló Pete, apretando los dientes.
—Entonces, fue Joey quien telefoneó anoche… —dijo Holly.
Pam, sin dejar de llorar, movió afirmativamente la cabeza.
Cuando la señora Hollister subió del lavadero, situado en el sótano, abrazó a su desconsolada hija, diciéndole:
—No te preocupes, Pam. Pero no puede salirles nada bien a muchachos que gastan bromas tan pesadas como ésta.
—Claro. Además, todavía tenemos a «Domingo» —dijo Ricky.
Pam hizo un esfuerzo por sonreír.
—Y puede ser que el «Dorado» no se hubiera llevado bien con «Domingo» —añadió Sue, muy seria.
—Bueno. No todo va a ser malo. Esta tarde tenemos una fiesta —anunció la señora Hollister.
—¿De quién es el cumpleaños? —preguntó el pelirrojo.
—De nadie —repuso la madre—. Pero como Nadia se marcha mañana para Italia, la señora Hunter y yo hemos pensado que es una buena idea el que todos los niños os reunáis para despedirla.
Después de lavarse la cara con agua fría y peinarse, Pam se reunió con los otros en el patio trasero, donde se habían iniciado los preparativos para la fiesta. Todos sus hermanos procuraron ser muy amables con ella y Holly le dijo:
—Te has quedado sin un caballo, pero eso no es tan malo como perder un tío de verdad, como le ha pasado a Nadia.
Pam dio un beso a su hermanita y entre las dos dispusieron la larga mesa de la merienda, a la sombra de un árbol.
A la hora de la comida llegó el señor Hollister con un ejemplar del periódico de la mañana. Allí aparecía la fotografía de los niños y un artículo hablando del espectáculo de polichinelas.
—Me gustaría que Joey viera esto —confesó Ricky—. Va a darle una rabia…
A las tres, Nadia, Ann y Jeff llegaron acompañados de sus madres. La señora Hunter llevaba una gran tarta. La estaba dejando en la mesa de la merienda cuando entró en el patio la gordita Donna Martin. Casi detrás de ella apareció Dave Meade.
—Se trata de una fiesta de despedida —explicó la señora Hollister a los niños—. Espero que Nadia tenga un buen recuerdo de sus amigos de Estados Unidos.
—Claro que sí —contestó, tímidamente, la niña morenita—. Me gustaría quedarme aquí más tiempo, pero tenemos que buscar al tío Giovanni.
—¡Cuánto me gustaría que no tuvieses que marcharte! —dijo Pam.
—Puede que volvamos a vernos cualquier día —repuso la señora Boschi en tono festivo.
—¿Y si hacéis algún juego? —propuso la señora Hollister—. Éste no es un momento para ponerse tristes.
—¿Quién quiere dar un paseo en burro? —preguntó Pete.
Y cuando por todo el patio sonaron gritos, diciendo: «¡yo, yo!», Pete fue al garaje y paseó a «Domingo» por delante de los niños. El burro llevaba un collar de papel rizado y una gran pluma amarilla sujeta en lo alto de la testuz.
—¡Oh! «L’anisello» —exclamó Nadia con entusiasmo—. ¡Qué burrito tan lindo!
Holly y Sue anunciaron orgullosamente que ellas habían sido quienes adornaron al animalito. La pluma procedía de un sombrero viejo de la señora Hollister, que había sido encontrado en la buhardilla.
Nadia fue la primera en dar un paseo a lomos de «Domingo». La niña extranjera sonreía ampliamente, mientras Pete conducía al animal alrededor del patio, por el que dio tres vueltas completas. Cuando Nadia desmontó, los demás, por turno, dieron también un paseo. Luego los chicos decidieron jugar a «Caballo Fuerte» y la traviesa Holly se unió a ellos inmediatamente. Saltó bien sobre Ricky y sobre Jeff, pero Pete resultó demasiado alto para ella y la pequeña cayó de cabeza sobre el césped.
—Hagamos un coro musical para que podamos participar todos —propuso Pam.
Ella, Holly y los chicos entraron en la casa y volvieron con sillas suficientes para el juego. Donna ayudó a Sue a transportar el piano de juguete que la señora Hollister colocó sobre la mesa de la merienda. Ricky fue a buscar su armónica.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Jeff Hunter.
—Voy a tocarla.
Cuando las sillas estuvieron colocadas, la joven madre tocó una alegre pieza en el piano de Sue. Ricky le acompañó con la armónica, mientras caminaba marcialmente, seguido de los demás niños. Cuando concluyó la música todos corrieron a buscar asiento. Pete no llegó a tiempo y quedó de pie.
—¡Has perdido! —rió, alegremente, la traviesa Holly.
Volvió a sonar la música y los niños empezaran a desfilar. Esta vez, cuando el piano quedó silencioso, Ricky continuó tocando la armónica y Holly, distraída, siguió desfilando sola. Cuando terminó la breve carrera en busca de asiento, Holly estaba sola, en pie, y muy enfurruñada.
—¡Ha sido trampa! ¡Ricky, me has engañado! —protestó.
—Lo siento —repuso el pecoso, conteniendo la risa—. No he oído que paraba el piano.
Pero, antes de que Holly pudiera contestar, la señora Hollister volvió a tocar el piano. Esta vez, Ricky no fue tan rápido como Sue y quedó fuera del juego. Al final sólo quedaron Nadia y Dave Meade.
Volvió a sonar el piano, más alegremente que nunca, y los dos niños reían a carcajadas, mientras caminaban, mirando atentamente la última silla. Cesó la música. Nadia se deslizó, veloz, hasta la silla. Casi al mismo tiempo, llegó Dave que… ¡quedó sentado en el regazo de la niña!
¡Qué algazara se produjo entre los pequeños espectadores! Al darse cuenta de lo que había pasado, Dave se levantó tan rápidamente que cayó sentado en la hierba. Todavía estaban todos riendo, cuando la señora Hunter anunció que era hora de saborear el helado y la tarta. Todos parecían muy contentos, excepto Holly que miraba oblicuamente al pelirrojo, sin olvidar la broma de la armónica.
Cuando terminó la fiesta, la señora Boschi y su hija dieron las gracias a todo el mundo y se despidieron.
—Iré a verte mañana, antes de que te vayas —prometió Pam.
Aquella noche, al meterse en la cama, Pete exclamó:
—¡Zambomba, qué día tan ajetreado!
—Sí. Pero yo tengo que encontrar un modo de hacer pagar a Joey lo que ha hecho —afirmó Ricky.
El pelirrojo se despertó a medianoche, y en lugar de intentar volver a dormir, empezó a pensar en el modo de gastar una broma al camorrista.
Mientras pensaba, Ricky oyó ruido en el exterior. Se levantó y miró por la ventana. Por el camino del jardín llegaba un coche con los faros apagados. El coche llegó ante la casa, sumido en la oscuridad. Cuando se detuvo, una portezuela se abrió sigilosamente y del vehículo salió alguien. «Zip» estaba durmiendo en el porche y no dio más que un gruñido.
Ricky cruzó a toda prisa la habitación y sacudió a Pete para despertarle.
—¡Chist! No hagas ruido. Vamos abajo, Pete. Alguien ha entrado sigilosamente en nuestro patio.
Sin despertar a nadie más, los dos muchachos bajaron las escaleras de puntillas y cruzaron la sala. Cuando llegaron al porche, el misterioso intruso estaba a punto de hacer girar el picaporte de la puerta vidriera. ¡Inmediatamente, Pete encendió la luz!