Mientras todos los presentes miraban a la niña italiana con sorpresa, la señora Boschi sacó de su bolso un pañuelo y enjugó las lágrimas de Nadia. Entonces, la pequeña contó por qué se había echado a llorar. Su tío-abuelo, Giovanni Boschi, tenía un espectáculo de polichinelas.
—En América Polichinela se dice Punch —dijo la madre de Nadia y la niña continuó explicando que, cuatro semanas atrás, su tío Giovanni había desaparecido misteriosamente.
—¡Pobrecita! —se compadeció Pam—. No me extraña que llores.
—Pero si Italia es un país pequeñajo. ¿Cómo no le encontráis? —preguntó, con toda naturalidad, Ricky.
Nadia habló, entonces, a los Hollister, de las montañas, ríos y costas de su tierra natal.
—Italia no es muy grande —añadió—, pero hay muchos sitios donde poder esconderse. —Luego, los ojos de la niña se iluminaron—. Tengo cien liras. ¿Puedo ver la función?
—¡Canastos! ¡Qué montón de dinero! —exclamó Ricky.
—Equivalen sólo a dieciséis centavos —le dijo, sonriendo, la señora Boschi, y tanto ella como Nadia echaron unas cuantas monedas extranjeras en la lata que sostenía Dave.
La señora Hunter también se quedó a presenciar la representación, que pudo reanudarse a los pocos minutos.
Antes de desaparecer tras el escenario, Pete explicó a su público que Pam y él habían hecho un muñeco al que todavía no habían dado nombre. Y mostró a todos el monigote de abultadas y rojas mejillas y nariz púrpura.
—Le llamaré Joey —anunció, mientras el público reía. Luego desapareció tras el escenario.
Se descorrió el telón, y Polichinela y el nuevo actor aparecieron en escena.
—¡De modo que tú eres Joey, el que ha desmoronado mi actuación! —exclamó Polichinela, con su voz aflautada.
—Sí. Soy yo. Sólo quería divertirme.
—¿Conque es diversión lo que quieres? —Polichinela desapareció para volver en seguida con una gruesa estaca—. Pues yo conozco un juego muy divertido.
—Enséñamelo —pidió el otro.
Polichinela blandió el garrote y Joey retrocedió. Polichinela le golpeó con fuerza y el estrambótico Joey cayó al suelo.
—¡Deja de darme golpes! —gritó el monigote de las mejillas encarnadas.
—No te quejes. Si esto no ha sido nada —repuso el malintencionado Polichinela—. Estate quieto y te enseñaré lo divertido que resulta ser apaleado.
—¡No harás eso!
—¡Sí, lo haré! —afirmó Punch, añadiendo luego—: Vuélvete, que por allí llega tu amigo Will.
Cuando Joey, inocentemente, se volvió, Polichinela le apaleó a su gusto, exclamando:
—¡Toma, toma, toma!
Joey desapareció a toda prisa. Mientras Polichinela reía a más y mejor, tras él apareció en escena un personaje de cara amarilla, cuerpo encarnado, cuernos y rabo. Polichinela se volvió en redondo y al momento dejó de reír.
—¡Huuuu… huuuy! —tartamudeó—. ¿Quién… quién eres tú?
—Soy el diablo.
—Pues ya puedes irte. No me gustan los diablos hizo saber Polichinela, haciendo al diablo señas con la cabeza para que se marchase.
—Voy a llevarte conmigo —informó el polichinela de los cuernos— por haber sido tan malo con un muchachito encantador como es Joey.
El muñeco dio un salto para apoderarse de su presa, mientras Polichinela gritaba de angustia, y los dos desaparecieron de la escena.
Mientras los niños reían y aplaudían alegremente, cayó el telón.
—Ha sido una representación muy buena —dijo Nadia.
—Y hemos recogido un dólar y cuarenta centavos —notificó Dave—. Casi una libra de peniques.
Mientras Pete, Ricky y Dave trasladaban al garaje el teatro de polichinelas, las niñas abrumaron a Nadia con preguntas sobre la misteriosa desaparición de su tío Giovanni. Y se enteraron de que este señor era un mercader retirado, el cual, durante muchos años, habla tenido como distracción los polichinelas. Hacía caras pintadas, muy simpáticas, sobre todo la del típico Polichinela.
—En seguida se distingue el Polichinela de tío Giovanni porque lleva un lunar en la nariz —explicó Nadia.
—¿En la nariz de tu tío? —inquirió la vocecilla de Sue, que apenas entendía a la niña extranjera.
—No, no —repuso Nadia, riendo—. En la nariz del polichinela.
El tío-abuelo de Nadia había hecho representaciones por toda Italia, porque le gustaban mucho los niños. Tenía un teatro plegable que siempre llevaba en la parte posterior de su motocicleta.
Volvieron del garaje los chicos y también escucharon con atención las explicaciones de la niña italiana. El teatro y los polichinelas del tío de Nadia aparecieron abandonados en un parque de Milán. La motocicleta se halló, destrozada, en la carretera principal.
—Preguntamos en hospitales y en todas partes, pero no pudimos saber nada de él —concluyó Nadia.
—Es una pena que nosotros no seamos italianos y no podamos ayudarte de algún modo —murmuró Holly.
—Gracias, de todos modos —repuso Nadia, que en seguida corrió junto a su madre, que se marchaba con la señora Hunter.
Ann, que ya se marchaba, retrocedió para decir al oído de Pam:
—¡Espero que ganes el premio!
—No olvides que es nuestro secreto —contestó Pam, cuando su amiga se alejaba.
Después de comer, todos los niños Hollister, menos Sue, se marcharon al garaje para hacer ensayos con los polichinelas. A Pam le gustaba el papel de la esposa de Polichinela, a la que daba una voz chillona y penetrante. También le salía perfecto el papel de niño pequeñito e imitaba el llanto mejor que los otros.
—Creo, Pete, que tú y Pam debéis hacer la representación, porque sois los mejores —opinó Holly.
Y el pecoso estuvo de acuerdo con la niña.
—Cuánto me gustaría poder tener un montón de público —dijo Pam, volviendo a hablar con su voz normal.
—A lo mejor mamá nos da alguna idea para tenerlo —repuso Holly.
Los cuatro salieron del garaje y, en tropel, cruzaron al patio hasta la puerta de la cocina, por donde salía un delicioso olorcillo a pastas cociéndose al horno. Cuando Los niños entraron, una señora guapa y esbelta estaba sacando del horno unos pestiños de grosella. Al ver a sus hijos, la señora Hollister dejó la bandeja sobre la mesar se secó las manos en el delantal y, con una espumadera, colocó varios pestiños en un plato.
—Probadlos —dijo, sonriente.
—¡Hummm! ¡Qué ricos están, calientes! —exclamó Ricky, relamiéndose. Y casi sin pararse a respirar, explicó—: Mamá, necesitamos mucho público para nuestro teatro, si queremos conseguir las cincuenta libras de peniques que nos hacen falta.
—¿Se te ocurre algún medio para que podamos ganar ese dinero rápidamente? —añadió Pete, cogiendo el segundo pestiño.
—Esta noche se reúne aquí el comité del Club Rotary de papá. ¿Por qué no habláis con ellos, sobre eso?
—¡A lo mejor podríamos hacer una representación para ellos con Polichinela y Judy! —sugirió Pam.
—¡Ricky! —regañó la señora Hollister—. ¡Ya basta de comer pestiños! No va a quedar ninguno para los señores que vengan esta noche.
Después de la cena, Pam ayudó a su madre a preparar la casa. Acabaron sólo unos minutos antes de que llegasen los miembros del comité. El señor Hollister celebró la reunión en el gran porche descubierto. Los niños estuvieron en el patio delantero, teniendo cuidado de no molestar a los invitados de su padre.
Pero, cuando se acabó de hablar de negocios y se sirvieron los refrescos, Pete preguntó:
—¿Es buen momento ahora, papá?
El señor Hollister, un hombre alto, atractivo y atlético, dijo que sí con una inclinación de cabeza, y todos los niños se encaminaron al porche. Pete se adelantó para decir, muy serio:
—Caballeros, estamos reuniendo dinero para el fondo de los campamentos infantiles y nos gustaría hacer una representación para ustedes con Polichinela y Judy. El precio no es más que todos los peniques que puedan darnos cada uno de ustedes.
—Espléndida idea —dijo el señor Thompson, el tesorero del Rotary—. ¿Por qué no instaláis mañana vuestro escenario en el parque de la plaza Mayor? Nuestro club se reúne en un restaurante de enfrente y todos podremos ver la representación.
—Y puede que alguien más pague por ver la función —opinó el señor Hollister.
—Yo seré el charlatán y haré que se quede mucha gente —resolvió el intrépido Ricky.
Se levantó un gran murmullo, mientras los hombres discutían el proyecto. Parecía seguro que se tendría gran cantidad de público.
—Podríamos poner un anuncio en el periódico —propuso Pam.
—Buena idea —aplaudió el padre—. Encargadlo ahora por teléfono y saldrá mañana por la mañana.
—Decid que el Club Rotary patrocina la representación —apuntó el señor Thompson.
Pam corrió a la casa y volvió al poco rato, diciendo:
—El editor ha prometido dar la noticia en primera página.
Como todavía no era completamente de noche, las niñas acudieron a casa de los Hunter para dar la estupenda noticia. También acudió Pete, después de ir a buscar a Dave Meade. Todos los amigos quisieron ayudar en el proyecto. Nadia se ofreció a preparar un puesto de refrescos con Ann.
—¡Qué buena idea, Nadia! —aplaudió Pete—. ¡Tal vez podamos ganar todo el dinero necesario en un día!
Aquella noche los Hollister se metieron en la cama llenos de emocionantes ideas. Pero, para Pam, lo más importante era esta pregunta: ¿Llegaría a llevarle el señor Barnes, el cartero, una carta diciéndole que había ganado un premio?
A la mañana siguiente los niños ensayaron con los polichinelas. Una hora después, Pam fue a casa de Ann, para ayudar a preparar la limonada. Cuando acabó, regresó a casa y esperó junto al buzón la llegada del señor Barnes. El cartero se presentó, al fin, con un puñado de cartas que Pam cogió ansiosamente. Miró una tras otra. Ninguna era para ella.
—¡Qué poca suerte! —murmuró la niña, dirigiéndose a paso lento a la casa.
Poco antes del mediodía llegaron Dave, Ann y Nadia. Un momento más tarde, llegó una camioneta del Centro Comercial, el establecimiento donde se vendían artículos de ferretería, deportes y juguetes, dirigido por el señor Hollister. Conduciendo el camión iba Indy Roades, un amable indio de Nuevo México que trabajaba para el señor Hollister.
—¡Hola, Indy! —saludó Ricky—. Todo está preparado. Vamos a cargarlo.
El pequeño teatro, los polichinelas, una mesa larga para los refrescos, un mantel de cuadros, la diminuta balanza de Sue, algunas bolsas de papel y un gran cartel fueron colocados en el camión, con otras chucherías. En seguida, subieron los niños, seguidos de «Zip», y el indio condujo el vehículo al parque de la plaza Mayor. Allí le esperaba el alcalde en persona.
—He leído la noticia en el periódico —dijo a los niños—, y quiero felicitaros por vuestro esfuerzo en favor de la Fundación Cincuenta.
Pete y Pam estrecharon la mano del alcalde y luego, rápidamente, prepararon el escenario. Dave, Ricky y los otros dispusieron la mesa para los refrescos.
Mientras, Holly se llevó aparte a Ricky y cuchicheó:
—Quiero echar una ojeada por si aparecen Joey y Will. Si vienen, esta vez estaremos preparados.
Al hablar, la niña señalaba un árbol cercano.
Ricky ayudó a su hermana a empinarse y la pequeña subió hasta la primera rama y se aposentó en ella. Delante de ella, mecido entre un par de ramas, vio el nido de un petirrojo. Dentro del nido había tres lindos huevos azules.
«Tengo que irme en seguida de esta rama, no sea que la sacuda sin querer y se caigan los huevos», pensó, sensatamente, Holly.
Empezó a trepar, pero la rama se estremeció. Entonces decidió colgarse por las manos y resbalar tronco abajo. Tal como lo pensó lo hizo, pero la rama era demasiado gruesa para sus manos y una le resbaló.
—¡Socorro! —gritó la pequeña, que había quedado suspendida por un brazo.
Muy decidido, Ricky dio un tirón del mantel a cuadros y llamó a Pete.
—¡Ven, de prisa! ¡La salvaremos con esto!
Los dos chicos apenas habían tenido tiempo de extender el mantel debajo de su hermanita cuando ella cayó del árbol. Holly aterrizó con tanta fuerza que Pete y Ricky quedaron sentados en el suelo. Pero la niña no se hizo daño, porque el mantel había suavizado su caída.
Los tres hermanos se pusieron apresuradamente en pie y se acercaron a la gran multitud que se había congregado a ver lo que ocurría.
Ricky se colocó a un lado con Dave Meade y empezó a actuar como charlatán.
—¡Apresúrense! ¡Apresúrense! ¡Ésta va a ser la más grande exhibición de Polichinela y Judy! —exclamó a gritos—. ¡Acérquense a ver a Polichinela y el dragón! ¡Y también la señora Judy y el bebé!
Las gentes que se habían reunido en el parque rieron alegremente, empezando a dejar caer peniques en el bote de hojalata que sostenía Dave. Eran tantos los espectadores, que el bote quedó colmado una y otra vez y el muchacho tuvo que vaciarlo en la gran caja de cartón que habían llevado con esa idea. Mientras, Nadia y Ann estaban haciendo un gran negocio con las limonadas, porque hacía sol y calor, y todo el mundo estaba sediento.
—Vamos, Pam —dijo Pete a su hermana—. Vamos a empezar.
Subió el telón y Punch apareció en escena.
—Judy, mi Judy. ¿Dónde estás? —llamó Polichinela con su voz taladrante.
—Estoy aquí, con el nene —contestó Pam, forzando la voz.
—Pues sube. Quiero verte.
—Tengo que dar de comer al nene.
—Tráele también.
Al momento, se presentó la señora Polichinela con un pequeño en los brazos. Era muy parecido a Judy, aunque más menudo.
—¡Mirad! ¿Veis lo que os decía? —dijo Punch, dirigiéndose al auditorio—. ¿Verdad que es un bebé hermoso? Se parece a mí.
El polichinela bebé se irguió en los brazos de su madre y agarró a su padre por la nariz, mientras los espectadores se echaban a reír.
—¡Eeeh! ¡Estate quieto! —ordenó Punch—. Me estás estropeando la hermosa nariz.
—¡Buuaaa! ¡Buuaaa! —lloró el bebé.
—¡Quieto, he dicho! —ordenó Polichinela, sacudiendo con violencia al bebé.
—¡Estás haciendo daño a mi hijo! —protestó la voz de falsete de Pam.
—¡Dile que se esté quieto! —pidió Polichinela, mientras el bebé volvía a aferrarle la nariz—. ¡No sé cómo librarme de él!
Indignado, Polichinela dio un manotazo al bebé y le tiró al suelo. Los espectadores ahogaron una exclamación, ante aquella actitud tan desconsiderada. Pero instantáneamente, «Zip», el perro pastor de los Hollister, saltó al escenario, agarró al bebé de Judy y huyó con él por el parque.