—¡Venid! ¡Venid todos! —llamó a gritos Pete Hollister—. ¡El gran espectáculo de Polichinela y Judy está a punto de empezar!
Pete, de doce años, el mayor de los cinco hermanos Hollister, estaba en el centro del prado, junto a una caseta encarnada. Esta caseta era unos treinta centímetros más alta que el muchachito y el escenario estaba cubierto por un telón negro.
Un grupo de chiquillos se movía nerviosamente delante de la caseta. La rubita Sue Hollister, de cuatro años, saltaba una y otra vez y apretaba la mano de su hermana Holly, que tenía seis años. Holly, por su parte, arrugaba la naricilla y se retorcía nerviosamente las trencitas.
—¡Ricky, deja de galopar de ese modo! —reconvino Holly.
Su hermano, el pelirrojo y pecosillo Ricky, dos años mayor que ella, no contestó, sino que volvió a propinarse una palmada en el muslo como si se tratase de un caballo, dio un salto mortal sobre el césped y aterrizó a los pies de Holly. Esto hizo reír a Ann Hunter, mientras su hermano menor, Jeff, sonreía y Donna Martin miraba a todos tímidamente.
Pete se dirigió a un chico alto, de cabello alborotado, para preguntarle:
—¿Has recogido ya todos los peniques, Da ve?
Dave Meade asintió con un gesto de cabeza e hizo tintinear las monedas guardadas en una lata. Dave tenía doce años y era el mejor amigo de Pete. En aquel momento, miró a su alrededor, en el patio trasero de los Hollister, y dijo:
—No veo a Joey ni a Will. Me habían dicho que vendrían.
—¿Y Pam? —preguntó con curiosidad Ann, sacudiendo su cabecita de cabellos rizados.
—¡Paaam! —llamaron los niños, a coro.
—¿Dónde estás? —gritó Ricky.
Había sido Pam Hollister, de diez años, quien tuvo la idea de hacer una representación con Polichinela y Judy para conseguir dinero para un proyecto especial: La Fundación Cincuenta, patrocinada por el periódico de Shoreham, quería enviar a cincuenta niños necesitados a los campamentos de verano y los Hollister deseaban contribuir.
Luego, Pete tuvo la idea de ganar cincuenta libras de peniques. Había pesado varias monedas y comprobó que ciento cuarenta y siete peniques pesaban una libra. Los rápidos cálculos aritméticos de Pam demostraron que cincuenta libras equivaldrían a setenta y tres dólares cincuenta centavos, cantidad suficiente para que un niño o una niña pasase dos semanas en el campo.
Durante dos semanas, la espaciosa y acogedora casa de los Hollister, a orillas del Lago de los Pinos, había estado repleta de actividad con los preparativos de Polichinela y Judy. Primeramente Pam había pedido prestado un libro de instrucciones a la biblioteca. Guiándose por él, los niños habían esculpido y pintado las caras de madera, vistieron a los polichinelas con alegres ropas y construyeron un escenario.
Ahora ya estaba todo preparado para la primera función. Los niños vecinos habían llegado al patio de los Hollister, y Pete, como director del espectáculo, ya se había encajado un muñeco en cada mano.
Polichinela, con su enorme y curvada nariz, su barbilla saliente y su fea sonrisa, estaba preparado para trabajar en la mano derecha de Pete. En la mano izquierda del chico estaba el hocicudo dragón.
—¡Date prisa, Pam! ¿Dónde estás? —llamó Holly.
—Yo la encontraré —se ofreció Ann Hunter.
Ann era de la edad de Pam y su cabello negro le caía en una ensortijada melena. Sus ojos grises brillaban de emoción y se le formaban graciosos hoyuelos en las mejillas, mientras corría buscando a su amiga.
—¡Menos mal que estás ahí! —exclamó Ann, viendo que la mayor de las niñas Hollister se encontraba junto al buzón, que se hallaba en la acera—. ¡La función no puede empezar sin ti!
—Llegaré dentro de un momento —contestó Pam, que añadió—: El señor Barnes tendría que darse prisa. Hoy viene con retraso.
—Por lo visto es muy importante la carta que esperas —dijo Ann, mirando de reojo a su amiga.
—No es de ningún chico, si es a eso a lo que te refieres —aseguró Pam, moviendo la cabeza de manera que su cabello oscuro y largo osciló al viento. Luego, con los ojos castaños chispeantes, y bajando la voz, añadió—: Te pondré al corriente del secreto, pero tú no debes decírselo a nadie.
Mientras Ann prometía guardar el secreto, detrás de las niñas, entre los arbustos, se oyó crujir una rama, pero ellas estaban demasiado ocupadas para prestar atención al ruido. Pam explicó que había participado en un concurso sobre un libro infantil llamado «Misterio en Venecia».
Pronto se anunciaría quiénes eran los ganadores.
—¿Y a que no sabes una cosa, Ann? ¡El primer premio es un viaje alrededor del mundo!
Los ojos de su amiga se abrieron enormemente, mientras Pam explicaba que el segundo premio era un viaje a Hawai y el tercero un verdadero caballo bayo.
—Me muero de ganas por saber el resultado —siguió diciendo Pam—. Pero hay que tener paciencia —añadió con un suspiro, mientras las dos se acercaban al escenario donde iban a actuar Polichinela y Judy.
Cuando ellas desaparecían por la esquina de la casa, los arbustos se movieron y entre ellos asomaron dos cabezas. Allí estaban Joey Brill y su amigo Will Wilson. Joey era de la edad de Pete, pero más robusto. Will Wilson también era alto y fuerte y siempre secundaba a Joey en sus travesuras malintencionadas. Los dos se divertían molestando a los niños más pequeños y buscando complicaciones a los Hollister.
—¿Quieres ver la función? —preguntó Joey—. Estamos invitados.
—No. Seguramente será un aburrimiento —repuso Will.
—Entonces, ya sé cómo podremos divertirnos un rato —dijo el chicazo, que susurró algo más al oído de su compañero y los dos se internaron entre los arbustos y, sin ser vistos, se encaminaron al garaje de los Hollister.
En el prado, Pam anunció el espectáculo y Pete fue a colocarse detrás del rojo escenario. Se descorrió el telón negro. Polichinela asomó su fea cabeza por el borde inferior del escenario y, en voz alta de falsete, dijo:
—Damas y caballeros, ¡qué hermoso día para dar un paseo por el Lago de los Pinos! ¡Qué suerte! ¡Qué suerte!
Polichinela paseó de un extremo al otro del escenario, inclinando la cabeza y sacudiendo su grotesco sombrero verde, mientras los espectadores reían.
—En otro tiempo fui equilibrista sobre la cuerda tensa, en el circo —siguió diciendo Pete, con voz meliflua—. Ya veréis lo bien que camino por el borde del lago, sin caerme.
El polichinela paseé de un lado a otro, sin cesar de canturrear: «¡Qué suerte! ¡Qué suerte!».
Cuando, por fin, el polichinela cayó al imaginario lago, Pete exclamó:
—¡Plasss!
Y Polichinela volvió a emerger en seguida, gritando:
—¡Socorro! ¡Salvadme! ¡Ahora recuerdo que no sé nadar!
A continuación, desde el agua, surgió el largo morro del dragón verde, que Pete movía ágilmente.
—¡Ayyy! —gritó Polichinela—. ¡Puedo darme por perdido! ¡Si no me ahogo, el monstruo me comerá!
—¡Comerte yo! —replicó la cómica criatura—. ¿Quién puede querer comerse una vieja cabezota de madera como tú? Si tan sólo tu nariz ya es suficiente para asustar a los bebés…
—No insultes mi espléndida nariz. ¡Glub, glub! —hizo Polichinela, desapareciendo nuevamente de la vista.
Entonces, el monstruo se volvió hacia el auditorio, para preguntar:
—¿Queréis que le salve?
—¡Síí! —gritaron todos los niños a una.
—¡Hurraaa! —aplaudió la vocecita chillona de Sue.
El dragón agarró con la boca el sombrero verde de Polichinela y levantó al muñequito hasta el escenario.
—¿Qué, señor Polichinela? ¿Está usted bien? —preguntó el monstruo, moviendo arriba y abajo sus grandes mandíbulas.
—Sí, sí, pero todo mojado —se lamentó Polichinela, estremeciéndose—. Me has dejado más húmedo de lo que ya estaba.
—¿Yo lo he hecho? —preguntó el monstruo, perplejo—. ¿Cómo puede ser?
—Yo te lo demostraré —contestó el otro con voz temblorosa—, si tú miras al otro lado del lago.
Mientras la extraña y confiada criatura volvía la cabeza, Polichinela desapareció para volver con una gran estaca.
¡Pam! ¡Pam!
Polichinela golpeó con fuerza el largo morro verdoso.
—¡Toma y toma, por ponerme más mojado de lo que ya estaba! —gritó Polichinela con entusiasmo.
En aquel momento, los niños que estaban contemplando la escena, embelesados, oyeron otro inesperado ruido. Detrás del pequeño escenario, Joey Brill y Will Wilson llegaron corriendo en dirección al auditorio. Corrían con una separación de unos tres metros y entre ambos sostenían, tirante, una cuerda de tender ropa.
—¡Quietos! —gritó Pam—. Vais a golpear el…
Antes de que la niña hubiera podido terminar la frase, los camorristas habían volcado en tierra el escenario de Polichinela y Judy. Pete cayó también al suelo, cuando la cuerda le golpeó los hombros, y Polichinela salió disparado en una dirección, mientras el monstruo volaba por el lado opuesto.
Todos los amigos de los Hollister quedaron por unos momentos inmóviles y asombrados, en tanto Joey y Will dejaban caer la cuerda y se alejaban con toda la rapidez que les permitían sus piernas.
—¡Sois horribles! —gritó Holly que, en su indignación, no supo hacer otra cosa más que patear repetidamente—. Eres más malísimo que Polichinela, Joey.
Ricky corrió tras los chicazos, pero ellos le adelantaron con facilidad. El pecosillo regresó pronto, rojo de ira.
—Será mejor que ese Joey vaya con cuidado —declaró—. ¡Va a sentir lo que ha hecho!
Ya Pete se había desenredado y salía de detrás del volcado escenario.
—¿Estás bien, Pete? —preguntó Pam a su hermano, que se frotaba la frente.
—Creo que sí —dijo el chico—. ¿Dónde está «Zip»? —Y en seguida llamó—: Eh, ¡«Zip»! ¡«Zip»!
El hermoso perro pastor de los Hollister apareció entre unos arbustos que crecían en la orilla del lago. El fiel animal atravesó corriendo el patio para acercarse a Pete, delante del cual empezó a aullar y dar saltos.
—Necesito que eches una ojeada a Joey y Will —dijo Pete a su perro—. No les dejes entrar en el patio, mientras estemos con la representación.
«Zip» ladró sonoramente tres veces antes de marchar a tumbarse, con la cabeza entre las patas delanteras, a un lado del camino.
—Ahora podrá continuar la función en paz —declaró Pete—. ¿Todavía tenemos el dinero? —preguntó a Dave Meade.
Este último sacudió el bote de arriba abajo, haciendo tintinear las monedas y contestó:
—No es que haya cincuenta libras, pero algo es algo para empezar. —De pronto añadió—: Mira, ahí vienen más clientes.
Desde el otro extremo del patio se aproximaban dos señoras y una niña pequeña. Con un gritito de alegría, Ann Hunter anunció:
—¡Es mi mamá! ¡Y viene acompañada!
La señora y la niña que iban con la señora Hunter eran delgadas, muy guapas; las dos con el cabello negro y los ojos grises. Después de saludarlas, Ann las presentó a los demás.
—Quiero que conozcáis a la señora Boschi y su hija Nadia —dijo—. Son de Italia y pasarán en mi casa unos días, antes de volver a su país.
La señora Hunter explicó que la señora Boschi era una famosa diseñadora de vestidos y estaba en América en viaje de negocios. Pam dijo que todos se alegraban mucho de conocer a las visitantes y preguntó a Nadia cuántos años tenía.
—Tengo nueve años —repuso la niña italiana, pronunciando cada palabra muy despacio, para no equivocarse al hablar en un idioma extranjero.
El brillante cabello de la niña italiana era muy liso y estaba peinado con raya en medio.
—¿Dónde está su papá? —preguntó Holly, muy bajito, a Ann.
La mayor de ambas niñas acercó a sus labios al oído de Holly.
—Ya no vive —fue la respuesta de Ann.
En este momento, Ricky dijo:
—Estamos haciendo una función con Polichinela y Judy. ¿Quieres verla?
Y el pequeño señaló el escenario donde Pete y Dave volvían a estar preparados para la representación.
Pero cuando levantó la vista hacia el escenario infantil, la pequeña visitante se echó a llorar.
—¡Oh, pobrecita! —exclamó Pam, preocupada—. ¿Qué te pasa, Nadia?