XIV. CONCLUSIÓN

LA mañana de su ejecución, Eustaquio, que había sido encerrado en un calabozo menos oscuro que el otro, recibió la visita de un confesor, que le musitó algunos consuelos espirituales tan adecuados como los del bohemio y que no produjeron mejor efecto. Era un tonsurado que pertenecía a una de esas familias que para enaltecer su nombre siempre tienen un hijo que es abate; llevaba un alzacuello bordado y barba encosmeticada y rizada, en forma de huso, y un par de bigotes muy bien retorcidos, muy gentilmente atusados; tenía el pelo muy rizoso y procuraba hablar con una voz pastosa para tener un decir cariñoso. Eustaquio, al verle tan superficial y tan pimpante, no tuvo valor para confesarle toda su culpa y se confió a sus propias oraciones para conseguir el perdón de Dios.

El sacerdote le absolvió, y para pasar el tiempo, como tenía que permanecer dos horas con el condenado, le enseñó un libro titulado Los lloros del alma penitente, o El regreso del pecador hacia su Dios. Eustaquio abrió el volumen por el capítulo del privilegio real y se puso a leerlo muy compungido, empezando por: «Enrique, rey de Francia y de Navarra, a nuestros súbditos y fieles», etcétera, hasta la frase: «Considerando estas causas, y queriendo tratar favorablemente al supradicho exponente…». Al llegar aquí no pudo contener sus lágrimas y devolvió el libro al sacerdote diciéndole que era muy emocionante y que temía mucho enternecerse si seguía leyendo. Entonces el confesor sacó de su bolsillo una baraja muy bien pintada y propuso a su penitente jugar algunas partidas, que le permitieron ganarle unos cuantos dineros que Javotte le había enviado para que el infeliz se procurara algún consuelo. El pobre pañero no reparaba en el juego, y la pérdida en verdad le era poco sensible.

A las dos salió del Châtelet, temblándole la campanilla al decir los padrenuestros de reglamento, y fue conducido a la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Delfina y del Puente Nuevo, donde se le honró con un patíbulo de piedra. Como muchas gentes le contemplaban, porque la plaza de los Agustinos era el sitio de ejecución más frecuentado, mostró bastante firmeza al subir la escalerilla. Únicamente, como para dar este salto sin importancia se toma uno el mayor tiempo posible, cuando el verdugo se dispuso a pasarle la cuerda por el cuello, tan ceremoniosamente como si fuera a imponerle el Toisón de Oro —pues como estas gentes ejercen su profesión ante mucho público hacen su faena con mucha habilidad y no menos gracia—, Eustaquio le rogó que se detuviera un momento para darle tiempo a rezar dos oraciones a San Ignacio y a San Luis Gonzaga, que había dejado para los últimos entre los santos porque no habían sido canonizados hasta el año 1609; pero el verdugo le contestó que todo aquel público allí estacionado tenía sus quehaceres y que era poco correcto hacerle esperar tanto tiempo, total para un espectáculo tan sencillo como era una simple ejecución, y la cuerda que apretaba el verdugo desde la escalerilla ahogó la súplica de Eustaquio.

Se asegura que cuando todo había terminado y ya el verdugo se iba hacia su casa, maese Gonin se asomó a una ventana del Château-Gaillard que daba a la plaza.

Al punto, aunque el cuerpo del pañero estuviese perfectamente rígido e inanimado, su brazo se irguió y su mano se agitó alegremente, como el rabo de un perro ante la presencia de su dueño. Esto arrancó a la muchedumbre un grito de estupor, y los que ya se marchaban se volvieron presurosos, como espectadores que creyeron terminada la comedia cuando todavía quedaban más actos.

El verdugo subió a la escalerilla y tocó los pies del ahorcado, pulsándole los tobillos; ya no le latían; cortó una arteria, que no manó sangre; pero el brazo seguía agitándose desordenadamente.

El bochín no era hombre que se arredrara por cualquier cosa; se subió sobre las espaldas de su víctima, entre la gritería de los espectadores. Pero la mano trató su rostro granujiento con la irreverencia que había usado para abofetear al magistrado Chevassut; el verdugo, indignado, sacó un gran cuchillo que llevaba siempre bajo su traje y de dos cuchilladas cortó la mano poseída.

Ésta dio un salto prodigioso y cayó ensangrentada en medio de la multitud, que se dispersó espantada; entonces, dando unos cuantos saltos más, merced a la elasticidad de sus dedos, y como todo el mundo le dejaba libre el camino, se encontró muy pronto al pie de la torrecilla del Château-Gaillard; después, trepando con los dedos como un cangrejo por las murallas ásperas y agrietadas, subió hasta la ventana donde el bohemio estaba esperándola.

Belleforest detiene aquí el final de su historia y añade estas palabras: «Esta aventura, anotada, comentada e ilustrada, constituyó durante mucho tiempo la comidilla de la buena sociedad y de las clases populares, siempre ávidas de narraciones extraordinarias y sobrenaturales; pero seguramente será una de esas camamas buenas para divertir a los niños al amor de la lumbre, pero que las gentes sensatas y de buen juicio no deben tomar en serio».