XI. OBSESIÓN

EL pañero estuvo varios días sin salir de su casa, con el corazón oprimido por aquella muerte trágica que él había causado por unas ofensas bastante ligeras y por un medio reprobable y condenable lo mismo en este mundo que en el otro. Había momentos en que todo se le aparecía como un sueño, y si el jubón que dejó olvidado en el Pré no hubiese sido un testimonio que brillaba por su ausencia no habría creído en la exactitud de su memoria.

Una tarde, por fin, y para abrir los ojos a la realidad, se dirigió hacia el Pré-aux-Clercs haciendo como que iba a darse un paseo. Cuando vio el juego de bolos en el que se realizó el desafío padeció un mareo y tuvo que sentarse. Unos cuantos procuradores estaban allí jugando, como es costumbre suya antes de cenar. Eustaquio, cuando la neblina que empañaba sus ojos se disipó, creyó ver sobre el duro terreno, entre los pies separados de uno de los jugadores un gran reguero de sangre.

Se levantó convulsivamente y aceleró el paso para salir del paseo, siempre llevando grabado en los ojos el reguero de sangre que, guardando su forma, se le aparecía en todos los objetos que miraba de pasada, como esas manchas lívidas que durante unos segundos bailan ante nuestros ojos cuando los fijamos en el sol.

Al regresar a su casa creyó notar que le habían seguido. Sólo entonces pensó que los agentes del hotel de la Reina Margarita, ante el cual había pasado la otra mañana y esta misma tarde, acaso le habían reconocido; y aunque entonces no se aplicaban con rigor las leyes contra el duelo, Eustaquio pensó que muy bien podían juzgar conveniente ahorcar a un pobre mercader para escarmiento de los cortesanos, a quienes en aquel tiempo no se osaba castigar, como más tarde se hiciera.

Esta idea y otras muchas le hicieron pasar una noche muy agitada: no podía cerrar los ojos sin que se le apareciesen en seguida mil patíbulos mostrándole sus sogas, de cuyos extremos pendían muertos que se retorcían en una risa horrenda o esqueletos cuyas costillas se dibujaban claramente contra el fondo luminoso de la faz de la luna.

Pero una idea feliz barrió de pronto aquellas lúgubres visiones: Eustaquio se acordó del magistrado, viejo cliente de su suegro, que tan amablemente le había acogido a él otra vez; se propuso visitarle al día siguiente y confesárselo todo, persuadido de que le protegería aun cuando sólo fuese en consideración a Javotte, a la que había visto y acariciado desde niña, y a maese Coubard, al que tenía en gran aprecio. El pobre pañero se durmió por fin y descansó hasta la mañana, bien apoyada su cabeza sobre la bendita almohada de esa resolución.

Al día siguiente, cerca de las nueve, llamaba a la puerta del magistrado. El ayuda de cámara, creyendo que venía a tomar medidas para un traje o a proponer alguna venta, lo condujo en seguida ante su señor, que, medio tumbado en un sillón con almohadones, estaba leyendo una obra regocijante. Tenía entre las manos el antiguo poema de Merlín y Coccaie, y le producía especial deleite la narración de las proezas de Balde, estupendo prototipo de Pantagruel, y más aún le regocijaban las inimitables sutilezas y cuquerías de Cingar, ese grotesco patrón que tan admirablemente sirvió para modelar el tipo de nuestro Panurgo.

El magistrado Chevassut iba por la historia de los carneros que Cingar consigue arrojar de la nave tirando al mar uno que él ha comprado, y al que todos los demás siguen en seguida, cuando se dio cuenta de la visita que recibía, y dejando el libro sobre una mesa se volvió hacia el pañero con muy buen talante.

Le preguntó por la salud de su mujer y de su suegro y le gastó todo género de triviales bromas aludiendo a su nuevo estado. El buen muchacho aprovechó esta ocasión para contar su aventura, y después de narrar todo cuanto con el arcabucero le sucedió, animado por el aire paternal del magistrado, le relató también el triste desenlace que había tenido el desafío.

Chevassut le miró más asombrado que si estuviese viendo al propio gigante Fraccasa de su libro, o al fiel Falquet, que parecía un lebrel, en vez de Eustaquio Bouteroue, comerciante de los pórticos; pues aunque ya supiese que se sospechaba del tal Eustaquio no había prestado el menor crédito a esos informes, ni creído ese lance extraordinario en que una espada clavaba en el suelo a un arcabucero del rey y nada menos que por obra de un dependiente de pañería poco más alto que Gribouille o Triboulet.

Pero cuando ya no pudo dudar del hecho le aseguró al pobre pañero que se valdría de toda su influencia para silenciar el asunto y para despistar a los agentes de la justicia, y le prometió que si los testigos no le acusaban, podía dentro de poco vivir tranquilo y libre del dogal.

Ya el magistrado le acompañaba personalmente a la puerta y le reiteraba sus promesas, cuando, en el instante de despedirse humildemente de él, Eustaquio le soltó un bofetón que le volvió la cara del revés, un bofetón que le puso al magistrado el rostro mitad rojo y mitad azul, como el escudo de París, y le sumió en el mayor de los asombros, con un palmo de boca abierta y más callado que un pez.

El pobre Eustaquio se espantó tanto de su acción, que se postró a los pies del magistrado y le pidió perdón para su irreverencia con el tono más suplicante y con las más lastimeras razones, imaginando que había sido presa de un movimiento convulsivo imprevisto, en el que su voluntad no entraba para nada, y para el cual pedía la misericordia suya y el perdón de Dios. El anciano le levantó, más asombrado que colérico; pero apenas Eustaquio estuvo de pie, cuando con el revés de la mano, y para que hiciese pendant con el anterior, dio otro bofetón en la mejilla libre del magistrado, tan fuerte, que los cinco dedos se le quedaron grabados como un buen molde, con el que hubieran podido reproducirse.

Esta repetición era ya insoportable, y monsieur Chevassut corrió hacia la campanilla para llamar a sus gentes; pero el pañero le persiguió continuando la danza de su mano, lo cual constituía una escena rarísima, porque a cada señor bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en excusas llorosas y ahogadas súplicas, que contrastaban del modo más grotesco con sus obras; pero en vano intentaba él detener los impulsos a que le arrastraba su mano; parecía un niño que sujeta con un cordel a un pajarillo atado por la pata. El pajarillo tira del niño, asustado, hacia todos los rincones, y éste no se atreve a dejarle volar, al mismo tiempo que carece de valor para detenerlo. Del mismo modo el malhadado Eustaquio iba impulsado por su mano a la cara del magistrado, que se defendía tras las sillas y las mesas, y tocaba el timbre, y llamaba, furioso por el dolor y loco de rabia. Por fin los criados entraron, cogieron a Eustaquio Bouteroue y lo tiraron al suelo, sofocado y desfallecido. Monsieur Chevassut, que no creía, desde luego, en la magia blanca, pensaría seguramente que había sido burlado y maltratado por el pañero sabe Dios por qué; por lo cual hizo buscar a los agentes, a los cuales abandonó a su hombre, acusándole doblemente de homicidio en duelo y de ultrajes de obra y en el propio domicilio a un magistrado. Eustaquio no tornó en sí hasta que oyó los cerrojos del calabozo que le habían destinado.

—¡Soy inocente! —gritaba dirigiéndose al carcelero que le llevaba.

—¡Ay ganapán! —repuso gravemente el carcelero—. ¿Con quién cree usted tratar? Todos los que tenemos aquí son inocentes de la misma clase.