IX. EL CHÂTEAU-GAILLARD

CUANDO despertó el joven pañero se sintió completamente desamparado de su valor de la víspera. No le costó mucho reconocer que había hecho el ridículo proponiendo un duelo al soldado, él que no sabía manejar más armas que la vara, con la que frecuentemente, en sus tiempos de aprendiz, había jugado a desafíos con sus compañeros en el campo cerrado de los Cartujos. Entonces no tardó en tomar la firme resolución de quedarse en casa y dejar que su adversario se pasease por el Pré-aux-Clercs luciendo su garbo y balanceándose como un ganso.

Cuando transcurrió la hora de la cita se levantó, abrió la tienda y no le dijo a su mujer ni una sola palabra de lo que ocurriera la víspera; ella, por su parte, evitó también la menor alusión. Desayunaron silenciosamente, y después Javotte fue, como de costumbre, a establecerse bajo el toldo rojo, dejando a su marido ocupado, con ayuda de la sirvienta, en examinar una pieza de tela para buscarle los defectos. Hay que advertir que frecuentemente dirigía su mirada hacia la puerta, temiendo cada vez que su formidable pariente se presentara a reprocharle su pusilanimidad y su falta de palabra. En efecto: a eso de las ocho y media vio surgir a lo lejos un uniforme de arcabucero bajo los pórticos, aún bañados en una semioscuridad que hacía parecer al arcabucero un soldadote de Rembrandt que brillara por el triple resplandor de su morrión, de su coraza y de su nariz, funesta aparición que rápidamente se agrandaba y se esclarecía y cuyo paso metálico parecía marcar los minutos de la última hora del pañero.

Pero el mismo uniforme no vestía idéntico cuerpo, o para decirlo de un modo más sencillo: era un militar compañero del otro, que se paró delante de la tienda de Eustaquio, que a duras penas volvía de su espanto, y le dirigió la palabra con mucha calma y gran cortesía.

Ante todo le hizo saber que su adversario, después de haberle esperado durante dos horas en el lugar de la cita, y no viéndole, había pensado si algún imprevisto accidente le habría impedido acudir, y por ello estaba dispuesto a volver al día siguiente a la misma hora y al mismo sitio y a permanecer el mismo tiempo allí; y que si esta segunda vez lo hacía con igual éxito que la primera se encaminaría en seguida a la tienda, le cortaría las dos orejas y se las metería en el bolsillo, como en 1605 había hecho el célebre Brusquet con un escudero del duque de Chevreuse por el mismo motivo, obteniendo de ese modo el aplauso de toda la corte y siendo juzgado por todos como persona de buen gusto.

A esto contestó Eustaquio que su adversario ofendía su valor con semejante amenaza y con ello le daba doble motivo de combate; añadió a esta razón que el obstáculo no consistía en otra cosa que en la falta de alguien que no había podido encontrar para que le sirviera de padrino.

El arcabucero pareció quedarse convencido con esta explicación y se permitió aconsejar al pañero que encontraría excelentes padrinos en el Puente Nuevo, delante de la Samaritana, por donde acostumbraban pasearse gentes que no tenían otra profesión y que por un escudo se encargaban de apadrinar el desafío de cualquiera, y hasta de proporcionar espadas. Tras estas observaciones hizo una profunda reverencia y se retiró.

Cuando Eustaquio se quedó solo se puso a pensar, y durante mucho tiempo permaneció sumido en un estado de perplejidad; su espíritu se perdía solicitado por estas tres distintas soluciones: ya pensaba denunciar al juez las molestias y amenazas del militar y pedirle autorización para llevar armas con qué defenderse; pero esta solución siempre le exponía a un combate. Ya se decidía por ir al terreno avisando a los policías de modo que los detuviesen cuando el duelo fuese a comenzar; pero bien pudieran llegar cuando hubiese terminado. O bien pensaba consultar al bohemio del Puente Nuevo. Esta última solución le decidió por fin.

Al mediodía la sirvienta relevó a Javotte en el puesto del toldo rojo, y ésta se fue a comer con su marido. Nada dijo el pañero a su mujer de la visita que recibiera por la mañana; pero cuando acabaron de comer le rogó a ella que atendiera la tienda mientras él iba a hacer propaganda de los géneros a casa de un gentilhombre que acababa de llegar y que quería hacerse vestir por él. En efecto, tomó su muestrario y se dirigió hacia el Puente Nuevo.

El Château-Gaillard, situado a la orilla del río, en el extremo meridional del puente, era un pequeño edificio coronado por una torre redonda que sirvió de prisión en otros tiempos, pero que ahora empezaba a arruinarse, a desmoronarse y no era ya habitable; servía sólo de refugio para los que no tenían otro asilo. Eustaquio, después de andar algún tiempo vacilantemente por el suelo pedregoso, encontró una puertecita en el centro de la cual había un murciélago clavado. Llamó tímidamente y el mono de maese Gonin le abrió en seguida descorriendo el cerrojo, faena que ya sabía hacer porque estaba amaestrado como suelen estarlo los gatos domésticos algunas veces.

El prestidigitador estaba leyendo ante una mesa. Se volvió gravemente y le hizo una indicación al joven pañero para que se sentase en un banquillo. Cuando Eustaquio le contó su aventura le aseguró que era la cosa más fácil del mundo, pero que, no obstante, había obrado muy bien dirigiéndose a él.

—Lo que usted desea es un hechizo —añadió—, un hechizo mágico para vencer a su adversario irremisiblemente. ¿No es todo lo que necesita usted?

—Desde luego, si lo hay.

—Aunque todo el mundo se dedique a fabricar hechizos no encontrará usted ninguno tan eficaz como el mío; mi hechizo no es como otros, fruto de un arte diabólico, sino producto de una ciencia profunda de magia blanca, y no puede en modo alguno comprometer la salvación del alma.

—¡Eso está muy bien! —dijo Eustaquio—. Si no fuese así me guardaría yo mucho de usarlo. ¿Pero cuánto cuesta su mágico producto? Porque no sé yo todavía si lo podré pagar…

—Piense que va a comprar su vida y la gloria además. Siendo así, ¿cree que puede pedirse menos de cien escudos por esas dos cosas?

—¡Cien diablos que te lleven! —refunfuñó Eustaquio, cuyo rostro se ensombreció—. ¡Es más de lo que yo tengo! ¿Y qué vale mi vida sin pan y la gloria sin vestidos? ¿Y quién me dice a mí que ese hechizo no es una promesa de charlatán para embaucar a las gentes crédulas?

—No me pague usted hasta después de usarlo.

—Eso ya es otra cosa… En fin, ¿qué desea usted como señal?

—La mano tan sólo.

—Vamos, hombre… Soy un grandísimo tonto escuchando sus paparruchas. ¿No me predijo usted que acabaría en la horca?

—Sin duda, y no me desdigo.

—Entonces, si eso es cierto, ¿qué más me da el duelo?

—Nada… unas cuantas estocadas y mandobles, para abrirle al alma más grandes las puertas… Después de esto le cogerán y le ahorcarán sin remedio en la media cruz, más alto o más bajo, muerto o vivo, pues así lo manda la ordenanza. Y de ese modo su destino se cumplirá. ¿No lo comprende?

Hasta tal punto lo comprendió el pañero, que se apresuró a ofrecer su mano al prestidigitador como prueba de asentimiento, y le pidió diez días de plazo para recoger el dinero con qué pagarle, a lo cual el otro accedió tras de anotar en la pared el día fijo del término. Inmediatamente cogió el libro de Alberto el Grande comentado por Cornelio Agripa y el abate Trithème, le abrió por el capítulo de los combates singulares, y para convencer aún más a Eustaquio de que su operación no tenía nada de diabólica le dijo que podía seguir rezando sus oraciones sin peligro de que eso constituyera obstáculo. Levantó entonces la tapa de un cofre, sacó un cacharro de barro sin barnizar y mezcló en él varios ingredientes que, según parecía, estaban recetados en el libro, mientras recitaba quedamente no sé qué sortilegio. Cuando terminó cogió la mano derecha de Eustaquio, que con la izquierda hacía el signo de la cruz, y se la untó hasta la muñeca con la mixtura que acababa de componer.

Luego sacó de otro cofrecillo un frasco muy viejo y muy pegajoso, e inclinándolo lentamente derramó algunas gotas sobre el dorso de la mano, pronunciando unas palabras en latín muy parecidas a las fórmulas que los sacerdotes emplean para el bautismo.

Entonces fue cuando Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le espantó muchísimo; le parecía que la mano se le hinchaba, y a pesar de esto, caso rarísimo, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir sus articulaciones como un animal cuando despierta; después no sintió ya nada; la circulación pareció restablecerse y maese Gonin dijo que todo había concluido y que ya podía desafiar hasta los espadachines más empingorotados de la corte y del ejército y hacerles ojales por todos los botones inútiles con que la moda recargaba sus uniformes.