V. LA BUENAVENTURA

AL verse rodeado por una gran cantidad de público, el prestidigitador hizo unos cuantos juegos de manos que produjeron una bulliciosa admiración.

Verdad es que el buen compadre había elegido su sitio en la media luna con alguna intención y no solamente, y como parecía, para no interrumpir la circulación: de ese modo los espectadores sólo podían agruparse delante de él y no detrás.

Y es que el arte no era entonces ni con mucho lo que ha llegado a ser hoy día, en que el escamoteador trabaja completamente rodeado de público. Cuando terminaron los juegos de manos dio el mono una vuelta por el corro de la gente y recogió muchos cuartos, que con muy galantes reverencias agradeció, acompañando sus saludos de un grito parecido al chirrido del grillo. Pero tales juegos de manos únicamente servían de prólogo para otra faena muy distinta. Así es que el nuevo maese Gonin, con un exordio muy bien traído anunció que poseía por añadidura el don de adivinar lo venidero valiéndose de la cartomancia, de la quiromancia y de los números pitagóricos, cosa que en verdad no había con qué pagarla, pero que él, deseoso de favorecer al público, haría sólo por un sueldo. Y diciendo esto barajaba los naipes, que el mono, llamado Pacolet, iba alargando pronta y mañosamente a los que tendían la mano.

Cuando el mono hubo atendido a todas las demandas, maese Gonin hizo que se acercasen hasta él los curiosos, y llamándolos por el nombre de sus naipes les predijo a cada uno su buena o mala ventura; en tanto Pacolet, al que dio una cebolla en pago de su trabajo, desdichado y feliz a la vez, con la risa en los hocicos y el llanto en los ojos, dando a cada dentellada un gruñido de satisfacción y haciendo una mueca lamentable, regocijaba a la concurrencia con las contorsiones que aquel agradable manjar le provocaba.

Eustaquio Bouterue, que también había comprado un naipe, fue llamado el último. Maese Gonin miró atentamente su cara ingenua y alargada y hablóle así con enfático tono:

—He aquí su pasado: usted no tiene padre ni madre y desde hace seis años es aprendiz de calcetero en un comercio de la plaza de los Mercados. Y he aquí su presente: su patrón le ha prometido por esposa a su hija única y piensa retirarse dejándole a usted el negocio. Enséñeme ahora su mano y le adivinaré el porvenir.

Eustaquio, asombradísimo, alargó la mano. El prestidigitador le examinó cuidadosamente las rayas, frunció las cejas con gesto de duda y llamó a su mono como para consultarle.

El simio cogió la mano, la observó, y subiéndose al hombro de su amo pareció hablarle al oído; en realidad sólo movía los labios rápidamente, como estos animales acostumbran hacer cuando están descontentos.

—¡Qué cosa más extraña! —exclamó por fin maese Gonin—. ¡Cómo una existencia al principio tan sencilla y burguesa tiende a transformarse tan estrambóticamente en tan alta finalidad! ¡Ah palomino mío! Usted abandonará el cascarón; usted llegará alto, muy alto… ¡Usted morirá hecho un gran hombre!

«¡Bah! —se dijo Eustaquio para sus adentros—. Es lo que estas gentes prometen siempre… Pero ¿cómo es posible que sepa las cosas que primeramente me ha dicho? ¡Esto es maravilloso!… A no ser que me conozca de alguna parte».

No obstante, sacó del bolsillo el escudo falso del magistrado, rogándole que le diese la vuelta. Acaso dijo esto en voz muy baja; acaso el escamoteador no le oyó; lo cierto es que, apoderándose del escudo y haciéndole girar entre sus dedos, dijo a Eustaquio:

—Bien veo que sabe usted vivir, y por esto añadiré algunos detalles a la predicción, muy fidedigna aunque un poco ambigua, que acabo de hacerle. Sí, querido compañero, ha hecho usted muy bien no pagándome un sueldo como todos por mi trabajo: porque aunque su escudo pierde una cuarta parte de su valor, no importa; esta blanca moneda será para usted como reluciente espejo donde se mire la verdad desnuda.

—¿Pero no es cierto lo que acerca de mi encumbramiento me ha pronosticado? —preguntó Eustaquio.

—Usted me ha pedido la buenaventura y yo se la he dicho; pero faltaba la glosa. Eso del encumbramiento de su existencia que yo le he predicho, ¿en qué sentido lo interpreta usted?

—Pienso que puedo llegar a síndico de los pañeros, de los calceteros, a mayordomo de una parroquia, a corregidor…

—¡Eso sí que es dar en el clavo! ¿Y por qué no también a gran sultán de Turquía? ¡Ea! ¡De ninguna manera, querido señor y amigo mío! Hay que explicar eso en otro sentido, y puesto que usted desea una explicación de este oráculo sibilino, le diré que en nuestro argot «llegar alto» se dice de quienes son enviados a guardar carneros en la luna, y «llegar lejos», de los que son enviados a escribir su historia en el océano con plumas de quince pies.

—¡Ah! ¡Vamos!… Pero si usted me explica ahora la explicación es cuando quedaré enterado.

—Son dos delicadísimos modos de sustituir dos palabras: horca y galeras. Usted «llegará alto» y yo «llegaré lejos», cosa que fácilmente se me conoce a mí por esta raya central cortada en ángulos rectos por otras rayas menos pronunciadas, y a usted por una línea que corta a la del medio sin prolongarse hacia el otro lado y por otra que atraviesa oblicuamente a las dos.

—¡La horca! —exclamó Eustaquio.

—¿Es que tiene usted un invencible apego a la muerte horizontal? —preguntó maese Gonin—. Sería una puerilidad; tanto más cuanto que de ese modo se ve libre de caer en cualquier otra asechanza a que están expuestos todos los mortales. Por lo demás, es posible que cuando la señora horca le levante cogiéndole del cuello y le cuelguen los brazos ya sea usted un pobre viejo aburrido del mundo y de todo… Pero están dando las doce y desde esta hora el mandato del preboste de París nos saca del Puente Nuevo hasta la tarde. Ahora bien: si alguna vez necesita usted un consejo o un sortilegio, un hechizo o un filtro para usarlos en caso de peligro, de amor o de venganza, yo vivo allá abajo, al final del puente, en el Château-Gaillard. ¿Ve usted desde aquí su torrecilla puntiaguda?

—Haga el favor de oírme un momento —dijo Eustaquio temblando—. ¿Seré feliz en mi matrimonio?

—Tráigame a su mujer y se lo diré… Pacolet, haz una reverencia al señor y bésale la mano.

El escamoteador plegó su mesa, se la puso bajo el brazo, se cargó el simio a la espalda y se encaminó hacia el Château-Gaillard tarareando una cancioncilla vieja.