IV. EL PUENTE NUEVO

EL Puente Nuevo, acabado de edificar en tiempos de Enrique IV, es el monumento principal de su reinado. Nada comparable al entusiasmo que produjo su vista cuando, después de grandes trabajos y una vez terminado, atravesó totalmente el Sena con sus doce arcos y unió más estrechamente las tres antiguas ciudades a la capital.

Pronto también se convirtió en lugar de reunión de todos —infinitos en número— los parisienses desocupados y, por consiguiente, de todos los prestidigitadores, vendedores de ungüentos y carteristas, cuyas habilidades ponen en acción a la muchedumbre como al molino el salto del agua.

Cuando Eustaquio salió del triángulo de la plaza de la Delfina el sol dejaba caer sus rayos como dardos fulminantes sobre el puente, muy concurrido entonces; y es que los paseos más frecuentados de París son por lo común los de aceras empedradas adornados con escaparates y ensombrecidos por las casas y murallones.

A duras penas iba Eustaquio penetrando por aquel río humano que cruzaba el otro río y discurría con lentitud de un extremo a otro del puente, deteniéndose ante el menor obstáculo, como los helados témpanos que el agua arrastra, dando vueltas y más vueltas para arremolinarse en torno de algunos escamoteadores, cantantes o vendedores que pregonaban sus géneros. Muchos deteníanse a lo largo de los pretiles para contemplar las almadías navegadoras bajo los ojos del puente, o el deslizarse de las lanchas, o el magnífico panorama que río abajo ofrecía el Sena, costeando la larga hilera de edificios del Louvre a la derecha y a la izquierda el Pré-aux-Clercs, surcado por hermosas avenidas de tilos y rodeado por sauces grises desmelenados o sauces llorones verdeantes sobre el agua; más allá, una en cada orilla, erguíanse la Torre de Nesle y la del Bosque, que parecían estar de centinelas en las puertas de París como los gigantes de las novelas antiguas.

De pronto, un gran ruido de petardos hizo girar los ojos de los transeúntes y de los mirones hacia un mismo sitio y anunció un espectáculo digno de llamar la atención. Era en uno de esos terraplenes en forma de media luna que hasta hace poco estuvieron cubiertos de tiendas, y que por aquel entonces formaban espacios vacíos encima de cada pilar del puente y en torno de la calzada. Un prestidigitador se había establecido en este sitio; había instalado una mesa, sobre la cual se paseaba un hermosísimo mono vestido de rojo y negro como un perfecto diablo, con el rabo natural; sin la menor timidez lanzaba gran cantidad de petardos y cohetes, con gran espanto de todas las barbas y gorgueras de los que no ensanchaban el círculo bastante aprisa.

El dueño era uno de esos tipos bohemios tan frecuentes hace ya cien años, pero raros entonces, y hoy día completamente ahogados y perdidos entre la fealdad vulgar de nuestras cabezas burguesas. El perfil, agudo, en filo de hacha; la frente, noble, pero estrecha; la nariz, grande y gibosa, pero no con ese dibujo peculiar de la nariz romana, sino al contrario, bastante respingona y apenas adelantándose a la boca, de labios muy finos y salientes; la barbilla, prieta. Bajo las cejas, dibujadas en V, oblicuamente hundidos, veíanse sus ojillos de almendra, que completaban su fisonomía, enmarcada por una melena larga y negra.

Un no sé qué exquisito y desembarazado que agraciaba sus gestos y actitudes denotaba a un pícaro de ágiles miembros y ducho desde chico en toda clase de oficios habidos y por haber. Iba vestido con un traje viejo de bufón, que llevaba con mucha prestancia; tocábase con un enorme sombrero de fieltro, amplio de alas y ya tronado y pobretón. Todos le llamaban maese Gonin —Zorrastrón—, tal vez aludiendo a su habilidad para las mañosas artes de la prestidigitación, o bien recordando a aquel famoso escamoteador que en tiempos de Carlos VII fundó el Teatro de los Niños Abandonados y fue el primero en llevar el título de Príncipe de los Tontos, título que en la época en que esta historia acaeció había sido heredado por el señor de Chotacabras, que sostuvo sus regias prerrogativas hasta en las cortes.