YA dicho todo esto, creo que es el oportuno momento de descorrer la cortina, según era costumbre en nuestras antiguas comedias, y de dar un puntapié trasero al señor don Prólogo, tan enojosamente prolijo que ha sido necesario en el transcurso de su exordio despabilar tres veces las velas. Que se dé prisa, pues, a terminar, rogando a los espectadores, como Bruscambille, que «limpien las imperfecciones de su dicción con el cepillo de su sabiduría y reciban el enema de sus excusas en los intestinos de su impaciencia», y ya está dicho, y la acción va a comenzar.
La escena, en un salón bastante grande, sombrío y amueblado. El viejo magistrado está sentado en un amplio sillón esculpido, de retorcidas patas y de respaldo vestido con un tapetillo de damasco franjeado; está probándose unos gregüescos flamantes que acaba de llevarle Eustaquio Bouteroue, aprendiz del maestro calcetero Goubard. El señor Chevassut, anudándose las agujetas de los gregüescos, se levanta y se sienta continuamente, y de cuando en cuando le dirige la palabra al aprendiz, que, rígido como un santo de piedra, se ha sentado, accediendo a la invitación, en el filo de un taburete y mira al magistrado con azoramiento y timidez.
«¡Hum! ¡Éstos ya cumplieron su misión!» —dijo el magistrado empujando con el pie los deteriorados gregüescos que se acababa de quitar: mostraban ya su tronado tejido como una ordenanza prohibitiva del prebostazgo; y todos los pedazos se decían adiós…, un adiós desgarrador.
El chistoso magistrado recogió sin embargo el viejo vestido ineludible para coger su bolsillo, del cual sacó algunas monedas y las extendió en la mano.
«Es indudable —añadió— que nosotros los hombres de leyes hacemos un uso muy prolongado de nuestros trajes gracias a la toga, bajo la cual los llevamos mientras los tejidos lo resisten y las costuras se mantienen discretamente bien; por esta razón, y porque es necesario que todo el mundo viva, aun los ladrones, y por tanto los maestros calceteros, no regatearé nada los seis escudos que el maestro Goubard me pide; y aun añado generosamente un escudo falso para su dependiente, bajo la condición de que no lo cambie perdiendo, sino que lo haga pasar como bueno a cualquier chiflado burgués, empleando para ello todos los recursos de su ingenio; sin tal condición me quedo yo con el escudo para que mañana domingo me sirva en la colecta de Notre-Dame».
Eustaquio Bouteroue cogió los seis escudos y el escudo falso e hizo una profunda reverencia.
«¿Y qué tal, muchacho? ¿Empiezas a tomarle gusto a la pañería? ¿Sabes ya sisar cuando mides y cortas y colarle al parroquiano género viejo por nuevo, haciéndole ver lo blanco negro? En fin, ¿no dejas mal la antigua fama de los vendedores de los puestos de los mercados?».
Eustaquio levantó los ojos y con cierto terror miró al magistrado; después, pensando que estaba guaseando, se echó a reír; pero el magistrado no bromeaba.
«No me gusta nada el modo de robar de los comerciantes —dijo—, pues el ladrón roba sin engañar; pero el comerciante engaña y roba. Un buen camarada mío sin pelillos en la lengua, que sabía hasta latín, se compra un par de gregüescos, regatea mucho y acaba pagándolos a seis escudos. Llega luego un buen cristiano de esos que la gente suele llamar primos y los comerciantes buenos parroquianos, y si da la casualidad de que compra unos gregüescos como los del magistrado y, confiando en el calcetero, que pone a la Virgen y a todos los santos por testigos de su honorabilidad, los paga a ocho escudos, no le tendré ninguna lástima, porque es un idiota. Pero si mientras el comerciante cuenta las dos cantidades que acaba de cobrar y hace tintinear en su mano satisfecha los dos escudos de diferencia de la segunda a la primera suma, pasa por delante de su tienda un pobre infeliz condenado a galeras por haber sustraído de un bolsillo algún pañuelo sucio y roto, entonces el comerciante exclama: "¡Mirad qué gran criminal!"; y siempre con los dos escudos en la mano, prosigue: "¡Si la justicia fuese justa, ese pillastre sería descuartizado vivo y yo no dejaría de ir a verlo!…". Pues bien, Eustaquio, ¿sabes lo que ocurriría si, según el voto del comerciante, la justicia fuese justa?».
Eustaquio Bouteroue ya no se atrevía a reír. La paradoja era demasiado inaudita para que él se atreviera a contestarla; además, los labios que la pronunciaban la hacían más inquietante. El señor Chevassut, viendo que el muchacho estaba aturdido como un lobo cogido en la trampa, se echó a reír con su risa especial, le dio una palmadita en la mejilla y le despidió. Eustaquio, muy pensativo, descendió por la escalera con barandilla de piedra; oyó a lo lejos, en el patio del palacio, la trompeta de Galinette la Galine, bufón del célebre curandero Jerónimo, que llamaba a los papanatas para que oyesen sus cuchufletas y comprasen los potingues de su dueño; esta vez se hizo el sordo y se dispuso formalmente a cruzar el Puente Nuevo para llegar al barrio de los Mercados.