HAY ciertas gentes que sienten mayor simpatía por ésta o aquella cualidad excelsa o por una u otra rara virtud. Unas tienen en más alta estima la grandeza y el arrojo guerreros y sólo las complacen los relatos de las grandes hazañas bélicas; otras colocan por encima de todo el genio y las invenciones de las artes, de las letras o de la ciencia; otras se sienten más bien emocionadas por la generosidad y las virtuosas acciones encaminadas a socorrer a nuestros semejantes, desasosegándose por su salud, y ello por inclinación natural y temperamento de cada uno. Ahora bien: el íntimo sentir de Godinot Chevassut era el mismo del sabio Carlos IX, es decir, que no pueden establecerse cualidades más altas que el ingenio y la destreza, y que las gentes que poseen estas dos son las únicas dignas de que en este mundo se las honre y admire; y en nadie encontraba tan brillantes y bien desarrolladas estas cualidades como en la estupenda sociedad de los rateros, estafadores, descuideros y vagabundos, cuya vida generosa y sus singulares trucos se desenvolvían todos los días ante él con una inagotable variedad.
Su héroe favorito era maese François Villon, parisiense tan célebre en el arte de la poética como en el de la estafa y la rapiña. ¡Seguramente hubiese dado la Ilíada y la Eneida y la novela, no menos admirable, de Huon de Bordeaux por el poema de las Comilonas caseras, y aun por la mismísima Vida de maese Faifeu, que son las epopeyas rimadas de la truhanería! Las Ilustraciones de du Bellay, el Aristóteles peripoliticón y el Cymbalum mundi le parecían obras muy flojas al lado de la Jerga seguida de los Estados generales del reino del Argot y de los Diálogos del Avispado y del Papanatas, escrita por un pícaro e impresa en Tours con autorización del Rey de Thunes, Simón el Embaucador, Tours, 1603. Y como, naturalmente, los que sienten estima por cierta virtud desprecian grandemente el defecto contrario, nada le parecía a él tan odioso como las gentes simples, de inteligencia espesa y de espíritu poco complejo. Llegó hasta tal punto este desprecio, que pretendió cambiar por completo la distribución de la justicia mandando que cuando se descubriera algún grave latrocinio se colgase no al ladrón, sino al robado. Era toda una idea la suya. Creía ver en ella el único medio de apresurar la emancipación intelectual del pueblo y de hacer llegar a los hombres del siglo hasta un supremo progreso de ingenio, de habilidad y de inventiva que, según él decía, era la verdadera corona de la humanidad y la perfección más estimada por Dios.
Esto en cuanto a la moral se refiere. Respecto a política, estaba convencido de que el robo organizado en gran escala favorecía como nada la división de las grandes fortunas y la circulación de las pequeñas; únicas causas que pueden producir el bienestar y la liberación de las clases inferiores.
Como veis, sólo le llenaban de gozo la diestra y equívoca argucia, las sutilezas y las trapacerías de los verdaderos curiales de Saint-Nicolas y los viejos trucos de maese Gonin, que habían conservado su sal y su ingenio desde hacía dos siglos; también le alegraba que Villon el villonense fuese su camarada; de ningún modo uno de esos marrulleros a la manera de los Guilleris o del capitán Encrucijada. Desde hoy el malvado que apostado en una carretera despoja brutalmente a un viajero inerme le parecía tan repugnante como a todo espíritu sano; así le sucedía también con los que sin esfuerzo alguno de imaginación penetran con fractura en alguna casa aislada, la saquean y a veces degüellan a sus dueños. Pero si Godinot Chevassut hubiese sabido que algún distinguido ladrón había tenido el cuidado de no estropear el dibujo de un trébol gótico con una brecha practicada en una tapia para entrar a robar en la casa, de tal modo que quedasen patentes su buen gusto y el arte de su ejecución, seguramente nuestro magistrado habría considerado al ladrón mucho más que a Bertrand du Guesclin o a César, el emperador, y todavía me quedo corto.