—¡Ooh! —gritó Pam, viendo que Pete resbalaba hacia el gran orificio en el hielo.
Pero, en el momento en que llegaba al borde del agujero, Pete hizo un giro brusco y se apartó. Los demás niños corrieron a su lado, seguidos por el abuelo y el señor Sello.
—¡Vaya! —exclamó el abuelo, rodeando con un brazo los hombros de Pete—. ¡Por poco te has escapado del remojón!
Y el cartero añadió:
—Creo que has aprendido una buena lección, Pete. Hiciste el giro demasiado rápido.
—En adelante tendré más cuidado —prometió Pete.
Al trote, «Fluff» volvió junto al muchachito. De nuevo Pete subió al «komatik» y condujo a los perros por la helada superficie del lago. Esta vez supo controlar a los perros mucho mejor y hasta se atrevió a hacer una breve carrera. Al cabo de una hora de estar practicando, el abuelo llamó a su nieto para decirle, lleno de orgullo:
—¡Buen trabajo, Pete! Eres un conductor de trineos innato.
—El mérito es de «Fluff» —aseguró Pete—. ¡Es una perra estupenda!
—Lo que pasa es que a ti te aprecia —opinó Pam—. «Fluff» sabe que tú has ayudado a su amo. —Y la niña, mirando a su abuelo, preguntó—: ¿Verdad que eso hará que todo vaya mejor durante la carrera?
—Indudablemente —asintió el abuelo—. «Fluff» es un perro muy inteligente y se encargará de conducir bien al resto de sus compañeros. Creo, Pete, que tendríamos que ir a la pista para que conduzcas allí unas cuantas veces.
El señor Sello se ofreció para llevar a los demás a casa en su útil vehículo. Al llegar, Ricky corrió hasta sus padres, que les esperaban en la puerta, y gritó:
—¡Canastos! Pete sabe conducir un trineo con perros tan bien como un esquimal.
El señor y la señora Hollister sonrieron y ella preguntó:
—Entonces, ¿cree que Pete tiene una pequeña oportunidad de ganar?
—¡Una pequeña oportunidad! —exclamó el señor Sello—. Yo diría que tiene una buena oportunidad, si todo es honrado y justo, y no como el año pasado.
Cuando el cartero se hubo marchado, el señor Hollister miró a su esposa y le hizo un guiño.
—¿Se lo decimos ahora? —preguntó.
—Yo creo que sí, John.
—Acabamos de recibir un telegrama de la señorita Nelson —anunció el padre—. Llegará a Froston mañana por la mañana, en el tren de las diez.
—¡Viva! —gritó Holly—. Así podrá comer pavo con nosotros.
—Hay más noticias buenas —dijo el señor Hollister—. El doctor Jacques ha visitado a Traver Nelson y ha dicho que podrá comer con nosotros en la fiesta de Acción de Gracias.
Pam palmoteó, feliz.
—¡Oh, qué fiesta tan maravillosa será!
Aquella noche, Traver Nelson dio a Pete algunas instrucciones sobre la carrera.
—Si crees poder pasar al trineo que vaya delante, asegúrate de no pasarle muy cerca. De lo contrario, los arneses de unos y otros perros podrían enredarse. Y en aquel barranco tan estrecho no adelantes a nadie.
Se decidió que Pete haría nuevas prácticas en la mañana del día de Acción de Gracias. Él y sus hermanos se levantaron temprano y Sue recorrió la casa, diciendo a todo el mundo con vocecilla emocionada:
—¡Feliz día de Acción de Gracias a todos!
Siguiendo una costumbre que siempre conservaron los abuelitos, toda la familia se reunió en la salita, en torno al chisporroteante fuego, y cantaron los himnos propios del día de Acción de Gracias. Cada uno contó a los demás de qué cosas del año pasado estaba particularmente agradecido. Al final la abuela dijo:
—Y una de nuestras mayores bendiciones es que todavía seguimos siendo los Felices Hollister.
Después del desayuno, el abuelo y Pete se marcharon con los perros. El señor Hollister enganchó al trineo a «Galante» y marchó, con el resto de sus hijos, a buscar a la señorita Nelson. Varios minutos antes de llegar a la estación pudieron ver que el tren se ponía en marcha, lentamente. Había dejado a los pasajeros de Froston y reanudaba el viaje.
—¡Oh, llegamos tarde! —se lamentó Pam—. ¡Dios quiera que la señorita Nelson no se inquiete!
Cuando «Galante» se detuvo ante la plataforma de madera, los niños vieron a varios hombres a los que unos amigos estaban saludando. Pero la señorita Nelson no estaba por ninguna parte.
—Puede que esté dentro o se encuentre paseando por la estación, buscándonos —dijo Pam, algo nerviosa.
Pero su maestra no estaba dentro de la estación, ni en los alrededores.
—¿Será que se le escapó el tren de Shoreham? —dijo Holly.
—No, no —contestó Pam, sin cesar de mirar a uno y otro lado—. Nos lo habría comunicado de algún modo.
La verdad era que Pam estaba pensando en la posibilidad de que los hermanos Greeble hubieran estropeado el viaje de su maestra.
—Preguntaré al jefe de estación si la ha visto.
El jefe de estación estaba ocupado, revisando equipajes.
—¿Ha visto usted a una señorita morena, bajar del tren?
—¿Cómo? Sí, sí. Pero se marchó inmediatamente.
—¿Dónde?
—Salió por la puerta de la sala de equipajes.
Pam le dio las gracias y corrió a hablar con los demás.
—Voy a mirar allí.
Entró inmediatamente en la sala de equipajes, atestada de maletines, sacos de correo y grandes cajas de cartón.
—¡Señorita Nelson! ¡Señorita Nelson! —llamó Pam.
Reinó el silencio unos momentos. Luego la niña oyó un susurro:
—¿Eres tú, Pam?
La maestra salió de detrás de una pila de cajas y miró, muy preocupada, hacia la puerta.
—¿Estaba usted escondida? —preguntó la niña, corriendo a abrazar a su maestra.
La señorita Nelson explicó que, en el momento de bajar del tren, había visto al señor Stockman y al señor Gates. Huyendo de ellos se metió en la sala de espera, pero, cuando también ellos entraron allí, ella corrió a la sala de equipajes.
A Pam le extrañó enterarse de que aquellos hombres estaban tan cerca. Y habló a la señorita Nelson de los dos hombres barbudos que sospechaba eran, en realidad, Stockman y Gates.
—Quitarse la barba sería para ellos como disfrazarse —dijo Pam, muy nerviosa—. La policía no les busca sin barba.
Pam salió en seguida y habló con un oficial de lo que sospechaba. Juntos buscaron a Stockman y a Gates por toda la estación; pero no pudieron encontrarles. Por fin, cesaron en la búsqueda, aunque el policía prometió informar de lo que se sospechaba.
Mientras tanto, los otros niños y su padre habían acudido a saludar a la señorita Nelson. Pam se reunió con ellos y todos se pusieron en camino hacia el Campo Copo de Nieve.
—¡Pensar que habéis encontrado a mi hermano! —repetía la maestra una y otra vez—. ¡Éste es el día de Acción de Gracias más maravilloso de toda mi vida!
En cuanto llegaron a la casa, corrió a ver a Traver Nelson. ¡Qué encuentro tan feliz!
Los Hollister salieron de la habitación, para dejar a los dos hermanos solos unos minutos. A la una llegaron Ruthie y Pierre. Después de que les hubieron presentado a la señorita Nelson, todo el grupo se encaminó a la casita de los abuelos Hollister.
Los Hollister ancianos dieron la bienvenida a la señorita Nelson y a los demás invitados. Y la abuelita añadió:
—La comida está lista. Vengan. Cada uno a su puesto.
Pam había preparado unas tarjetas con el nombre de cada comensal. Cuando todo el mundo estuvo sentado, el abuelo llevó el pavo y lo colocó sobre la mesa.
—¡Qué pavote! —exclamó Ricky, con deleite.
Y la abuela dijo que pesaba doce kilos. El abuelo, que presidía la mesa, afiló un cuchillo de trinchar. Luego dijo:
—Creo que sería muy bonito que hoy mis nietos dijesen la Acción de Gracias.
Todos inclinaron la cabeza respetuosamente, y los niños de Shoreham dijeron una oración de Acción de Gracias. Luego, se reanudó la conversación y Pam miró a cada uno de los presentes y les guiñó un ojo. Buscando bajo su plato, sacó siete tiras de papel, que sujetó con una mano, escondiendo uno de los extremos de cada uno. Explicó que cada niño que desease un muslo de pavo debía sacar una de aquellas tiras.
—Las dos más cortas ganarán los muslos —dijo, acercando las tiras de papel a Ruthie.
¡Cuánto se rieron los niños cada vez que uno sacaba una tirita!
—Ricky y Pierre han ganado los muslos —informó Pam.
—Entonces, ¿a mí me podéis dejar el «hueso de los deseos»? —preguntó Holly—. Tengo que pedir una cosa muy importante.
El abuelo limpió de carne el coracoides, o «hueso de los deseos», que al parecer necesitaba Holly, y la niña se lo llevó a la cocina para secarlo.
Fue una comida muy apetitosa, con crema de arándanos, cebolletas, puré de patata, patatas en pastel, apio y aceitunas y grandes vasos de leche. Mientras todos estaban muy ocupados, comiendo, la abuela iba mirándoles y riendo.
—¡Qué extraño silencio noto! Acordaos de dejar espacio en el estómago para el postre —advirtió.
Cuando todos terminaron la parte más importante de la comida, la abuelita se levantó e hizo señas a Pete para que le acompañase a la cocina. Después que, entre Pam y Holly, hubieron recogido los platos de la mesa, el muchachito y su abuela aparecieron con dos grandes pasteles. La abuela llevaba un pastel de manzana y Pete uno de calabaza, con crema batida por encima.
Al ver los dulces, a Traver Nelson se le iluminaron los ojos.
—Esto, para mí, es mejor que una medicina —declaró—. Ustedes, los Hollister, me harán quedar sano en un santiamén.
Al concluir la comida, todos se sentaron ante la chimenea, mordisqueando nueces y caramelos de menta.
—¡Uuff! —masculló Pete—. Espero no seguir tan atiborrado mañana, o no podré participar en la carrera.
—Más bien creo que mañana estarás más fuerte que nunca —dijo, jovial, la señorita Nelson.
En ese momento, Holly preguntó:
—Abuelita, ¿ya estará bastante seco mi «hueso del deseo»?
—Creo que sí —contestó la abuela, encaminándose a la cocina para traer a su nieta el preciado huesecillo.
—Quiero que mamá pida el deseo conmigo —dijo la niña.
De modo que Holly sostuvo el hueso por un extremo y su madre por el otro. A continuación la niña miró al techo y se acarició la nariz con la punta de una trenza, mientras pensaba intensamente en lo que tanto deseaba.
—¿Preparada? —preguntó la madre.
—Sí.
Ambas tiraron del hueso y Holly deseó que Pete ganase la carrera al día siguiente. ¡Chas! ¡La parte de la señora Hollister se rompió, de manera que la ganadora resultó Holly!
Durante la tarde el grupo se divirtió cantando y haciendo juegos.
—Esta Acción de Gracias ha sido la más «perciosa» de todas —dijo Sue a su abuela, antes de marchar a su casa.
—Me parece una costumbre estupenda —afirmó Ruthie—. Me gustaría que en mi país la imitasen.
Mientras los Hollister regresaban a casa, empezó a nevar.
—Es lo que nos hacía falta para lograr una buena carrera —dijo Pete, muy contento—. Espero que mañana la pista esté seca, para que «Fluff» no tenga que llevar botas.
A la mañana siguiente, a las diez, cientos de personas se alineaban ante la pista, para presenciar la carrera de trineos. Ya había tres concursantes preparados cuando, de repente, se presentó otro.
—¡Pero si es un chiquillo! —exclamó uno de los espectadores, perplejo.
—Y conduce a «Fluff» —añadió otro—. ¡Esto sí que es una sorpresa!
El veterinario hizo una breve revisión a «Fluff» y sus compañeros. Dejó pasar a todos sin poner objeciones y Pete se encaminó a la línea de salida. El señor Rice, el presidente, anunció que Pete acudía en sustitución del señor Traver Nelson, que había estado enfermo. Entre la multitud se levantó un gran griterío.
—¡Preparados!
¡Sonó el disparo y principió la carrera!