EL SECRETO DE HOLLY

Al oír la proposición de Pete, decidido a conducir un trineo en la carrera, el cartero y el señor Hollister se miraron.

—¡Por todos los demonios! —exclamó el señor Sello—. Oreo que vales bastante como para lograr conducirlos bien, Pete.

—¡Ya lo creo! —declaró el abuelo con los ojos brillantes—. Señor Sello, entre usted y yo podríamos enseñar a este mocito los detalles más importantes.

—Mañana es el último día de inscripción —recordó Pete.

—Yo arreglaré eso —prometió el cartero—. Y conseguiré los dos perros de que he hablado. Pete, creo que debes telefonear a Pierre para que te reserve los dos animales.

El señor Hollister opinó que antes que nada debía pedirse permiso al señor Nelson, quien, desde luego, lo concedió en seguida. Luego Pete fue a toda prisa a la casa de su abuelo y telefoneó a Pierre. A su nuevo amigo le pareció una gran idea y prometió llevarle sus perros a la mañana siguiente, antes de ir a la escuela.

—Todo arreglado —dijo Pete, al regresar junto a los otros—. Menos una cosa. Debemos traer el «komatik» del señor Nelson. Está en la casita donde le hemos encontrado a él.

El señor Hollister prometió acompañar a Pete allí, después del desayuno. Entre los dos arrastrarían el trineo.

Con todo aquel asunto, el abuelo estaba casi tan nervioso y emocionado como su nieto.

—Conozco un lugar ideal, junto al lago, donde podemos practicar —dijo.

Al poco rato, el doctor Jacques salió de la habitación del señor Nelson, diciendo que el paciente ya estaba mejor. El médico y el cartero se habían despedido y estaban ya en la puerta, cuando el señor Sello se volvió para decir:

—Iré a verte al lugar que tu abuelo ha sugerido para hacer prácticas, mañana, después de que entregue la correspondencia. Hacia las dos de la tarde.

En cuanto se cerró la puerta, la señora Hollister entró en la cocina para preparar la cena. Luego, toda la familia, incluidos los abuelos, se sentaron a la mesa.

—¡Qué «ventura» tan emocionante! —tartamudeó Sue, frotándose los ojitos cargados de sueño.

—Tendremos un millón de cosas que contarle a la señorita Nelson cuando volvamos a casa —calculó Ricky.

Cuando todos acabaron la cena, Pete fue a mirar por la ventana. La casita de los Greeble continuaba sin luz.

—Dos Policías Montados están haciendo guardia allí —explicó el abuelo—. Y otros les buscan. Esperemos que les detengan pronto.

Después que los abuelos dieron las buenas noches y se marcharon a su casa, la señora Hollister dijo a sus hijos que debían retirarse a dormir. El día siguiente iba a ser muy ajetreado. Antes de acostarse, averiguaron cómo seguía el señor Nelson; la madre abrió la puerta del dormitorio y entró de puntillas a ver al paciente.

—Se ha dormido y tiene mucho mejor aspecto —dijo, sonriendo, al salir de la habitación.

Se decidió que el señor y la señora Hollister ocuparan la habitación de los chicos y éstos durmieran en unos catres individuales, en la sala.

A la mañana siguiente, Pete y su padre se levantaron temprano y fueron a buscar el «komatik» del señor Nelson, especial para carreras. Cuando ellos regresaban, llegaba Pierre, andando sobre raquetas y llevando a sus dos perros esquimales.

—¡Buena suerte! —deseó el chico a Pete, mientras sus perros se acercaban a olfatear al que iba a ser su dueño por corto tiempo.

Pete esperó con impaciencia a que llegase la hora de ir a probar su habilidad como conductor. Pam le recordó que, entre tanto, podían ir a Froston y presenciar los saltos de esquí infantil.

—A Ruthie le molestaría que no fuésemos —dijo Holly, riendo y mirando a su madre.

La sonrisa y la mirada que la señora Hollister dedicó a la pequeña hicieron sospechar a Pam que entre Holly y su madre había algún secreto. Pero no se habló nada más. Cuando llegó el abuelo con el trineo tirado por «Galante», toda la familia, menos Holly, pareció sorprendida de que todos los Hollister acudiesen a las pruebas.

Al llegar a la zona en donde se celebraban los festivales, los visitantes vieron que todo resultaba aún más festivo y más adornado que antes. Ondeaban banderas de diferentes países y por todas partes iban y venían hombres uniformados. Muchos visitantes, con trajes de alegres colores, hablaban nerviosamente, mientras esperaban para ver los campeonatos de esquí.

—La clase de Ruthie es la primera —explicó Holly, viendo que un chiquillo se colocaba en la pista infantil. El niño aterrizó perfectamente y descendió por la rampa con toda suavidad. Luego le correspondió saltar a Ruthie, que resultó tan bonita como un pájaro en pleno vuelo.

—Es asombrosa —comentó el señor Hollister.

—Y muy buena maestra —afirmó Holly—. ¡Deseo que gane!

Después que hubieron saltado todos los esquiadores juveniles, hubo una pausa de varios minutos. Luego, por los altavoces se oyó una voz de hombre, anunciando:

—Primer puesto para la pequeña Ruthie Jansen, de Noruega.

—¡Hurra! —gritaron todos los niños Hollister.

Todos… excepto Holly, que había desaparecido.

—¿Dónde está Holly? —preguntó Pam, a su madre.

—Escuchad y tened los ojos bien abiertos —fue la respuesta, dada con voz alegre, de la señora Hollister.

Después de citar a los niños que habían ganado el segundo y tercer puesto en el concurso, el hombre del altavoz dijo:

—A continuación presenciaremos una carrera de esquí entre niños principiantes en este deporte. Se han inscrito nueve niños canadienses y una niña de los Estados Unidos. Esta niña es Holly Hollister, nieta de los propietarios del Campamento de Nieve.

—¡Mamá, tú estabas enterada! —exclamó Pam.

—Sí. Y también papá y los abuelitos.

Los hermanos de Holly estaban tan emocionados que empezaron a dar saltos y a sacudir los brazos. En cuanto se hubieron leídos los nombres de todos los participantes, los diez esquiadores se alinearon.

¡Bump! El disparo de salida. ¡Los concursantes ya estaban corriendo!

—¡Oooh!

Sue dio un gritito, viendo a Holly a punto de caer.

Durante unos treinta metros la carrera fue muy bien. Luego, tres niñas canadienses se cayeron. ¡Un momento después dos niños tropezaban y rodaban por la nieve! Los otros cuatro continuaron deslizándose sobre los esquíes.

—¡Canastos! —gritó Ricky, viendo que otros dos canadienses sufrían un encontronazo y se retiraban—. ¡Holly continúa! ¡Corre, Holly!

Su hermana llevaba la cabeza descubierta y sus trencitas se levantaban muy tiesas, a su espalda, empujadas por el viento. Ella y dos niños avanzaban ahora veloces, hacia la meta. De repente Holly se inclinó un poco más sobre sus esquíes y dio un pequeño salto. Los Hollister contuvieron el aliento. ¿Era que la pobre Holly había dado un traspiés? ¡No! Se trataba de un bonito salto que le proporcionaría unos cuantos puntos en la calificación.

—¡Holly gana! ¡Holly gana! —vociferó, entusiástico, Ricky, viendo a su hermana cruzar la línea de meta.

Y todos los Hollister se abrazaron, llenos de alegría. En seguida acudieron a felicitarla, ante la tarima de los jueces, y presenciaron cómo le hacían entrega del premio, que consistía en una pequeña copa de plata que llevaba grabada la fecha y el título del concurso.

—¡Ha sido espléndido! —dijo el señor Hollister, aplaudiendo.

Toda la familia le imitó.

Después de presenciar la actuación de otros pequeños esquiadores, los Hollister se marcharon a casa. Durante la comida, en la que estuvieron presentes los abuelos, se habló de lo rápidamente y lo bien que Holly había aprendido a esquiar.

—Ha sido gracias a Ruthie —dijo Holly—. Oye, abuelita, ¿podría invitarla a comer con nosotros en la fiesta de Acción de Gracias? Ella nunca ha celebrado esa fiesta.

—Claro que puedes, Holly —repuso la abuela—. Después de comer ve y la invitas. Y ahora yo propongo que hagamos lo mismo con Pierre.

—Sí, sí —contestaron todos los niños.

Y le correspondió a Ricky ir a visitarle.

En secreto, Pete no hacía más que suspirar por que él pudiera salir de la carrera tan airoso como habían salido Holly y Ruthie de sus respectivas pruebas. Pero era esperar demasiado, puesto que él tendría que competir con hombres muy expertos.

Además, existía la posibilidad de que se presentasen los Greeble a provocar conflictos. Hasta el momento, ninguno de los dos hombres había vuelto, ni la policía les había localizado.

Poco antes de las dos, llegó el abuelo en el trineo y a él subieron los niños y los tres perros esquimales. ¡Cuánta carga! El señor Hollister ató el «komatik» a la parte trasera del trineo y «Galante» se puso en camino.

—¡Qué «mocionante»! —exclamó Sue, imitando a sus hermanos.

Mientras se dirigían a la cita con el señor Sello, el abuelo dijo:

—Un tronco de perros puede recorrer de veinte a treinta millas por día. El comandante Mac Millan, el famoso explorador, hizo recorrer a sus perros cien millas en dieciocho horas.

—¡Canastos! —se asombró el pelirrojo.

—¿Los perros esquimales galopan como los caballos? —quiso saber Sue.

—Sí. Galopando pueden recorrer veinte millas en una hora. Pero lo más corriente es que marchen a un trote rápido y uniforme.

Pronto llegó «Galante» a la orilla del lago y cruzó sobre el agua helada, ahora cubierta por una capa de nieve. Cuando llegaron al otro extremo del lago, Ricky gritó:

—¡Veo un coche! ¡Es el señor Sello con dos perros esquimales!

El pequeño señalaba un grupo de abetos y el abuelo condujo a «Galante» en aquella dirección. Cuando pasaron junto a un gran agujero en el hielo, Ricky preguntó para qué servía.

—Es que alguien ha estado pescando a través del hielo —repuso el abuelito.

—¡Hola, hola! —saludó el señor Sello, deteniendo su vehículo.

«Fluff» saltó del trineo y corrió junto a los otros perros esquimales cuya correa sostenía el cartero. Los otros dos perros del trineo también saltaron a tierra y todos formaron un grupo amigable que parecía estar charlando.

—¡Son amigos! —exclamó Sue, con deleite.

Pete respiró con alivio. Eso haría que resultase más fácil manejar a los animales.

—Primero tienes que aprender a poner los arneses a los cinco perros —dijo el abuelo, ayudando a Pete a enganchar, uno tras otro, a los animales—. Como ves, se enganchan por parejas. «Fluff» va delante.

Cuando estuvieron preparados, el señor Sello buscó en su coche y sacó una larga fusta. Holly la miró, con terror.

—¿No irán a pegar a los perrines con eso? —preguntó.

El señor Sello se echó a reír.

—Claro que no —dijo—. Nosotros no azotamos a los animales. Sólo lo hacemos restallar para hostigar a los perros y conseguir que vayan más de prisa.

Con movimientos de la muñeca hizo que el látigo se estremeciera ruidosamente, varias veces. Luego le llegó el turno de hacerlo a Pete.

—Ahora, conduce lentamente —dijo el abuelo.

Pete saltó a la parte trasera del trineo, sosteniendo el látigo en la mano derecha.

—¡Vaaa! —gritó. Y los perros se pusieron en marcha.

Un momento después, corrían a mayor velocidad de lo que Pete había calculado. Pero diciendo «eeh» para llevarles hacia la derecha y «ooh» para ir a la izquierda, tal como el señor Sello le iba indicando, Pete condujo a los animales esquivando los obstáculos. Luego condujo a «Fluff» y sus congéneres por la superficie del lago, suave y deslizante, muy atractiva para un principiante como él.

Entonces Pete pensó que debería emplear el látigo.

—¡Vaaa! ¡Más de prisa, «Fluff»!

El hermoso animal hizo un giro y emprendió el galope por la superficie del lago. De repente el «komatik» patinó.

¡Pete se vio lanzado fuera de su asiento, cayó en el hielo y resbaló, veloz, hacia el agujero abierto por algún pescador!