UN OSO Y UN SUSTO

¡Dos hombres que buscaban a Traver Nelson! Tal vez fueran Stockman y Gates, pensó Pam.

La abuela se dio cuenta de la gran sorpresa que sentía Pam.

—¡Vaya! Te has quedado igual que si hubieras visto un fantasma de la nieve. ¿Qué hay de extraño en que dos hombres intenten encontrar al señor Nelson? —preguntó la viejecita.

Pam habló de lo que sospechaba sobre aquellos hombres.

Mientras se ajustaba el pañuelo de lana a la cabeza, la abuela repuso:

—Deja ya de preocuparte, hijita. Esos hombres son hermanos. Su apellido es Greeble.

Pam dio un suspiro de alivio, pero Pete miró a su hermana como queriendo decirle que los hombres podían haber dado un nombre falso.

—Iremos a verles en cuanto lleguemos al campo Copo de Nieve —decidió el chico.

—¿Estamos llegando? —preguntó impaciente, Sue.

—Es en la próxima curva —contestó el abuelo.

Pete sacudió suavemente las riendas sobre el lomo de «Galante» y el animal emprendió el trote.

—¡Ya hemos llegado! —anunció el abuelo.

A pocos palmos, a la izquierda de la carretera, un gran letrero señalaba un caminillo y decía con grandes letras: CAMPAMENTO DE NIEVE.

Pete condujo a caballo y trineo por el sendero bordeado de árboles. Pronto llegaron ante un conjunto de edificios diseminados entre los grandes árboles. En el centro resaltaba una linda casita campestre, de color gris con las persianas encarnadas. Las demás eran pequeñas construcciones hechas con troncos de árbol. Todas eran pequeñas, excepto una localizada a bastante distancia de la linda casita gris.

—¡Bien venidos al Campo Copo de Nieve! —exclamó, risueño, el abuelo—. Para delante de la casita gris. Pete. Ahí es donde vivimos la abuela y yo.

—¿Aquella casota grande es la nuestra? —quiso saber Sue.

—Sí, hijita —repuso la abuela—. Pero ahora entraremos todos en nuestra casa para comer.

Dejando los equipajes en el trineo, los niños Hollister siguieron a sus padres y abuelos a la linda casita de tres habitaciones. ¡Qué coquetona era la salita, con la gran chimenea, las cortinas floreadas y los muebles tapizados de vivos colores! Al fondo había una cocina y a la izquierda un dormitorio con una gran cama antigua.

—¡Ooh! ¡Qué bonito! —exclamó Pam.

En cuanto acabaron de comer, el abuelo dijo:

—Ahora os llevaré a vuestra casa.

De nuevo subieron al trineo y los Hollister fueron conducidos a su vivienda. Pam preguntó en dónde vivían los hermanos Greeble y el abuelo señaló una casita de dos habitaciones en un extremo del bosque.

—Me dijeron que hoy estarían ausentes todo el día —añadió el abuelo.

Los niños ayudaron a meter el equipaje en la casa grande y Ricky encontró todo lo que había esperado ver. Las paredes de la sala estaban decoradas con pieles de zorro y sobre la repisa de la chimenea una cabeza de alce con astas de muchas ramas. En el centro había una gran alfombra de piel de oso y cómodos cojines y butacas, colocados de una manera atractiva.

—Venid, Ricky —dijo el abuelo—, que voy a enseñaros a Pete y a ti dónde dormiréis.

Al abrir la puerta de un pequeño pasillo, Ricky dio un salto. ¡Había un terrible oso, de pie, con las zarpas extendidas y la boca abierta y agresiva! El pequeño se volvió a su abuelo, dando un grito de terror.

El abuelo y Pete se echaron a reír. Y entonces Ricky comprendió que el terrible animal no estaba vivo. Él abuelo explicó que el oso estaba allí temporalmente, dejado por el trampero que lo cazó. Pero aquella misma tarde iba a ser trasladado a la ciudad.

Al travieso Ricky se le iluminaron los ojos.

—¿Podría dar un susto a las niñas, antes de que se lo lleven? —preguntó.

Cuando su abuelo contestó que sí, Ricky cerró la puerta y fue a buscar a sus hermanas. Dos minutos más tarde la casa se llenaba de gritos de pavor de las niñas.

Cuando todos ya se hubieron tranquilizado, los Hollister deshicieron las maletas. Después, los niños arrastraron al oso hasta la sala y estuvieron jugando a cacerías y trampas. Sue y Holly estaban ayudando a Ricky a «cazar», cuando llamaron a la puerta.

—Iré yo —se ofreció Pete.

Al abrir Pete se encontró ante un muchachito algo mayor que él, que sostenía la correa de una gran plataforma con ruedas. El recién llegado, de ojos muy negros, sonrió al explicar que le enviaban a buscar el oso. Pete le invitó a entrar y se dispuso a ayudar al chico.

—Me llamo Pierre —se presentó el recién llegado—. Hago recados para vuestro abuelo. Acabáis de llegar, ¿verdad?

—Sí —contestó Pete—. ¿Trabajas fijo aquí?

—No. Sólo al salir del colegio. Oye, a lo mejor os gustaría venir a visitar mi colegio. Seguramente es muy distinto al vuestro.

Todos los hermanos dijeron que les gustaría verlo y Pierre opinó que el lunes sería un buen día para visitarlo. Luego los Hollister se pusieron sus chaquetones y ayudaron a Pierre a colocar al oso sobre el trineo, sujetándolo, para que no se cayera, mientras el chico tiraba de la plataforma a lo largo del caminillo. En la carretera, había un gran trineo esperando para llevarse al oso.

Mientras volvían, Pete y Ricky preguntaron a Pierre si él tenía algún animal. El muchachito canadiense sonrió al responder:

—Sí. Tengo un mapache y un castor. Pero lo mejor son mis dos perros esquimales.

—¡Canastos! ¿Podría verlos? —preguntó Ricky.

—Claro. Os llevaré a mi casa, cualquier día.

Pierre dijo, luego, que debía coger leña para el fuego y los Hollister se dispusieron a ayudarle. Cuando acabaron el trabajo, el niño canadiense les dio las gracias y se marchó.

Estaba oscureciendo y se veían luces en muchas de las casitas. De repente, Pete exclamó:

—¡Mirad! ¡Los hermanos Greeble están en casa!

—Vamos en seguida a ver si son los hombres que vimos en Shoreham —dijo Pam.

Pete marchó delante, seguido de Holly y Ricky. Pam iba detrás. El hermano mayor llamó a la puerta y todos esperaron, pero nadie respondió.

—¡Vuelve a llamar! —apremió Pam.

¡Pom, pom! Pete llamó más fuerte cada vez. Primero todo siguió igual: nadie contestaba. Pero luego una voz gruesa y rezongona gritó:

—¡Largo de aquí!

Aquella orden dejó atónitos a los Hollister.

—¿No será mejor que nos vayamos? —preguntó Holly, con voz de susto.

Por toda respuesta, su hermano volvió a llamar.

—Queremos hablar con ustedes —dijo en voz alta.

Un momento después se veía un rayo de claridad, cuando la puerta se entreabrió unos centímetros. Luego, al abrirse un poco más, los Hollister vieron a dos hombres barbudos en el umbral. ¡Aquéllos no podían ser Stockman y Gates! ¡Los hombres de Shoreham iban afeitados!

—Yo… Perdonen… Creímos conocerlos —se disculpó Pete.

Ninguno de los hombres dijo nada; sólo miraron a los niños con el ceño fruncido. Entonces a Ricky se le ocurrió preguntar:

—¿Por qué buscan ustedes al señor Traver Nelson?

Los dos hombres quedaron un poco aturdidos con la pregunta. Luego, el más bajo de los dos contestó, malhumorado:

—Porque su hermana quiere que le busquemos.

Ahora fue Pam quien quedó atónita. La señorita Nelson no les había dicho que tuviera a nadie buscando a su hermano.

Siguió un pesado silencio, sin que ninguno de los niños supiera qué decir. Al fin, Pete logró murmurar:

—Bueno… Muchas gracias.

Los Hollister volvieron a su casa, pensando en el extraño comportamiento de aquellos hombres. A Pete y a Pam les parecía que los dos habían obrado de manera muy descortés. ¿Por qué?

—Si hubieran sido el señor Stockman y el señor Gates, seguramente nos habrían reconocido —dijo Pam.

—Mañana podríamos seguirles —propuso Pete.

Al día siguiente, que era domingo, los Hollister fueron a la iglesia con los abuelos. Al regresar, Pete se enteró por un vecino de que los Greeble habían salido de su casa muy temprano.

—No importa —dijo Pam—. Si encuentran al señor Nelson, en seguida nos enteraremos.

Pero Pete deseaba buscar por su cuenta y pidió a su padre que le acompañara.

—¿No podríamos ir al lugar que vimos desde el tren, donde aquellos perros tiraban de un trineo?

El señor Hollister habló con su padre, a quien gustó la idea, pero dijo que la única manera de llegar allí era utilizar un coche especial para la nieve.

—Telefonearé al señor Sello —dijo.

Por suerte, encontró al cartero en casa. El señor Sello dijo que les prestaba con mucho gusto su vehículo y que recogería a Pete y su padre una hora más tarde.

Entre tanto, los niños hicieron planes para ver si Ruthie Jansen les enseñaba a esquiar un poco. Llevando los esquíes que el abuelo les había prestado, los cuatro Hollister siguieron a Ruthie a una colina de rampa suave. Cuando todos estuvieron preparados, la niña noruega les dio algunas instrucciones sobre cómo debían inclinar el cuerpo y hundir los bastones. En seguida los niños empezaron a deslizarse por la pendiente.

¡Plof!

Pam y Ricky cayeron casi al mismo tiempo. Sue, que llevaba unos esquíes pequeñitos, perdió el equilibrio un poco después. Los tres quedaron sentados en la nieve, riendo y luchando por ponerse en pie.

En cambio, Holly llegó al pie de la colina sin un resbalón. Ruthie aplaudió, diciendo:

—¡Has estado estupenda, Holly!

Mientras seguían practicando, todos tuvieron que admitir que Holly era la mejor alumna de esquí. Los otros Hollister, por mucho que probaban, pocas veces llegaban al final de la pendiente sin caer.

—¡Vaya! Empiezo a estar dolorido —dijo Ricky riendo.

También Pam y Sue confesaron estar algo resentidas de los golpes, pero Holly declaró que podría continuar esquiando toda la tarde. Ruthie, sonriendo, prometió darle pronto otra lección.

—Ahora tengo que irme a practicar para la carrera —dijo.

Antes de que la niña se marchase, Pam le preguntó si había tomado parte en el Carnaval de los Tramperos del año anterior.

—No. Entonces estaba en mi casa de Noruega —contestó Ruthie.

Pam habló a la niña esquiadora del desaparecido señor Nelson y de su hermoso perro «Fluff».

—¿Has dicho «Fluff»? —preguntó Ruthie, con sorpresa.

Cuando Pam asintió con la cabeza, Ruthie dijo que dos días antes, mientras practicaba el salto de esquí, había ido de un lado a otro de la colina a través de los bosques.

—Y oí hablar a dos hombres —continuó en un cuchicheo—. Uno de ellos le decía al otro: «Nada me impedirá apoderarme de “Fluff”».

—¡Oooh! ¿Y cómo eran esos hombres? —preguntó Pam.

Ruthie contestó que no les había visto. Lo sentía mucho… También Pam lo sentía. Pero al menos una cosa era segura: los dos hombres intentaban robar el hermoso perro esquimal.

Aquella noche, cuando Pete y su padre regresaron, Pam les habló de lo que habían averiguado. Su hermano dio un prolongado silbido. ¡Aquélla era una buena pista!

—Papá y yo no hemos averiguado nada —dijo el muchachito, disgustado—. Puede que el señor Nelson esté más cerca de Froston de lo que pensamos y será fácil que caiga en una trampa, si viene por aquí.

Pete había decidido seguir haciendo indagaciones. Uno de los trabajos más importantes iba a ser vigilar a los sospechosos que vivían en el Campo Copo de Nieve. Inmediatamente después de cenar buscó una linterna y, oculto en la oscuridad, se encaminó a la casa de los barbudos.

«No debo dejarme ver», pensó para sí.

Escondido detrás de un árbol, Pete estuvo observando a los barbudos moverse en el interior de su casa. Cuando tuvo una oportunidad, se aproximó más, corriendo hasta un árbol más cercano. En ese momento, la puerta de la casita se abrió de par en par.

—Creo haber oído a alguien por aquí, Stocky —gritó el hombre más alto, en tono brusco—. ¡Tráeme una linterna!

¡Stocky! ¿Sería el mismo que se hacía llamar Stockman?

Pete decidió buscar otro sitio mejor donde esconderse. Viendo una pila de leña, a pocos palmos de distancia, corrió hacia allí. Había un hueco entre los troncos y Pete se instaló allí y se echó un poco de nieve sobre su propia cabeza.

—¿Dónde dices que le has visto? —gruñó Stocky.

—Allí. Detrás de aquel árbol.

Por un resquicio entre los troncos, Pete pudo ver el haz de una linterna que iba y venía, iluminando los árboles. El chico contuvo la respiración mientras la linterna se aproximaba más y más a la pila de leña.