UN CARTERO LLAMADO SELLO

Se abrió la portezuela del fondo del coche-cama y entró, a toda prisa, un revisor.

—¿Quién ha tocado la alarma? —preguntó.

—He sido yo —contestó Pete—. He visto unos ciervos corriendo por las vías. He temido que pudiéramos herirles.

Al principio, el empleado del ferrocarril se mostró molesto, y dijo que aquellas paradas en seco podían causar heridas a los viajeros del tren. Pero luego añadió:

—Sin embargo, en este caso… —Y salió a toda prisa.

Los cinco hermanos y sus padres se pusieron los abrigos, salieron tras el revisor y le siguieron a lo largo de las vías.

Pete no se había equivocado. Entre los rieles había un cervatillo, que al parecer se había herido la pata delantera derecha, mientras intentaba cruzar las vías, y ahora no podía moverla. Un ciervo hembra se encontraba a cierta distancia, observando con inquietud.

—Bien, muchacho —dijo el revisor, volviéndose a Pete—. Ahora me alegro de que hayas detenido el tren. Puedo asegurar que no me habría gustado atropellar a este animalillo. Por cierto, parece que tiene rota una pata.

Mientras los demás sujetaban el asustado cervatillo, para impedir que intentase huir, el señor Hollister se inclinó a examinar la pata del animal.

—Me parece que está rota —dijo.

—Iré a ver a ese simpático veterinario con el que estuve hablando —se ofreció Pam, echando a correr hacia el tren.

A los pocos momentos llegó el veterinario con la niña y entablilló y vendó la pata herida del cervatillo. Entre Pete y Ricky pusieron sobre las cuatro patas al animal, que levantó la vista y miró a todos, antes de alejarse, cojeando, hacia su madre.

—Cuando llegue el momento oportuno, ella ayudará a su hijo a quitarse el vendaje —dijo el veterinario.

—Bueno. Hemos retrasado la llegada del tren, pero ha merecido la pena —dijo el revisor.

—Claro —terció Sue—. Y así se ha puesto muy contenta la mamá ciervo. A nosotros nos gusta que todo el mundo y todos los animales sean «filices». Por eso nos llaman los «filices» Hollister.

Tanto el revisor como el veterinario sonrieron, mientras volvían todos hacia el tren. La señora Hollister felicitó a su hijo mayor y los otros pasajeros se acercaron a hablar con Pete. Luego, todos se sentaron y el tren fue aproximándose más y más a Froston. Todo el paisaje aparecía cubierto de nieve. De vez en cuando, en la blanca extensión nevada surgía un pueblecito. De repente Holly anunció:

—¡Mirad! ¡Mirad! ¡He visto un grupo de perros, tirando de un trineo!

Todo el mundo, incluyendo el mozo del tren, miró por las ventanillas. En la distancia, sobre una elevación del terreno se veía un grupo de perros de hermosa estampa. Pero el espectáculo no duró más que unos instantes. En seguida, los perros y el trineo, envueltos en una nube de nieve, desaparecieron en los bosques.

—Me gustaría saber quién es el conductor —dijo Ricky.

El mozo del tren comentó que le sorprendía ver a alguien con perros de tiro en aquellos bosques.

—Es una zona muy abrupta. Está llena de rocas, cubiertas ahora por los aludes de nieve. Poca gente de Froston viene aquí con los perros esquimales.

Los Hollister pensaron, en seguida, en el desaparecido Traver Nelson. ¿Sería aquel conductor el hermano de la maestra?

En un cuchicheo, Ricky preguntó a su padre:

—¿No podrían parar un ratito el tren, para que pudiéramos seguir a ese hombre?

—No. El tren no se detendrá más —dijo el señor Hollister—. Ya llevamos retraso y el maquinista tiene que apresurarse.

Ricky quedó un poco desencantado, pero él y sus hermanos se alegraron mucho cuando su padre añadió:

—Después que lleguemos a Froston, podremos volver aquí y echar un vistazo.

Al cabo de unas horas, el sonriente revisor apareció en el vagón, anunciando:

—Próxima estación: Froston.

Los Hollister se levantaron a toda prisa de sus asientos para ponerse abrigos y gorras. También se acercó al mozo a sacarles el equipaje.

—¡Ahí está Froston! —gritó Ricky, mirando por la ventanilla.

Primero apareció en la distancia una pequeña y blanca iglesia, luego la población.

—¡Parece el pueblecito de un cuento! —exclamó Pam.

A uno y otro lado de las vías se veían lindas casitas de colores diferentes. Las verdes y las encarnadas eran las que más resaltaban sobre la blancura de la nieve. Todas las calles estaban decoradas con luces y colgaduras.

—¡Es igual que en Navidad! —dijo Holly.

El mozo bajó los equipajes y los Hollister descendieron al andén de madera donde mucha gente esperaba a los viajeros. De repente, una voz profunda y cariñosa exclamó, desde un extremo de la plataforma:

—Eh, estamos aquí. ¡Bien venidos a Froston!

—¡Abuelito! —gritó Holly, emocionada, abrazándose al hombre alto, de rostro arrugado y chispeantes ojos azules.

—¡Abuelita! —exclamó Sue, llenando de besos y abrazos a la viejecita de rostro redondo y sonrosado.

Se intercambiaron infinidad de abrazos, besos y palmadas cariñosas entre todos los Hollister.

—¿Todos preparados para ir al Campamento de Nieve? —preguntó el abuelo. Y cuando su hijo contestó que sí, el viejecito añadió—: Vamos, entonces. «Galante» está esperando.

Mientras transportaban el equipaje y las raquetas para nieve de los chicos a través de la estación, Pete preguntó:

—¿Quién es «Galante», abuelito?

—Nuestro caballo —repuso el abuelo, riendo—. No os hablamos de él porque queríamos mantenerlo en secreto.

A la salida de la estación había un trineo rojo y blanco, del que tiraba un hermoso caballo moteado de gris.

—«Galante», te presentamos a nuestra familia de Shoreham —dijo el abuelo, mientras Pam se acercaba al animal para acariciarle.

—¡Canastos, un paseo en trineo! —exclamó Ricky, mientras ayudaba a su padre a colocar el equipaje en el vehículo.

Luego todos se instalaron dentro. Los chicos se sentaron delante con los dos hombres, y la abuela y la señora Hollister fueron detrás con las tres niñas. La señora Hollister iba en un extremo, con Sue en brazos.

—¿Puedo conducir yo, abuelito? —pidió el pelirrojo.

—Claro que puedes, en cuanto salgamos de la ciudad.

El abuelito condujo a través de la alegre y engalanada población, y por fin tomaron el camino del Campamento de Nieve. En las afueras de la ciudad, el abuelo les mostró los lugares en que se celebraban los deportes de invierno del Carnaval de los Tramperos.

—La carrera de trineos de perros empieza aquí. Y allí, el salto de esquí.

—¡Vaya! ¡Qué alto! —exclamó Pete—. ¡Oh, mirad! Ese hombre va a saltar ahora.

Los Hollister contuvieron el aliento, mientras el esquiador saltaba por los aires, yendo a aterrizar, suavemente, en la nieve de abajo. Entonces el abuelo les mostró un lugar especial en el que saltaban los niños.

—Ahí llega una niña —anunció la abuela—. Es Ruthie Jansen, la famosa niña esquiadora. Está hospedada en nuestro campo.

Mientras todos miraban, admirados, la niña dio un salto perfecto. Y cuando ella avanzaba hacia el camino, el abuelo la llamó.

—Los has hecho muy bien, Ruthie. Ven, que quiero presentarte a mi familia de Estados Unidos —dijo el abuelo, que luego fue presentando, uno a uno, a todos los Hollister.

Ruthie contestó, con un gracioso acento noruego, diciendo que estaba muy contenta de conocer a todos y que le gustaría jugar con los niños cuando no tuviera que practicar.

—¿Vas a tomar parte en una carrera? —le preguntó Ricky.

La niña sonrió, diciendo:

—No es exactamente una carrera. Pero sí es una competición. Debéis venir a ver el concurso de saltos infantiles el miércoles.

—Vendremos. Y además te veremos en el campo —prometió Pam.

Ruthie se marchó y los Hollister prosiguieron su viaje. La abuela explicó que Ruthie llevaba el nombre de su madre, que era inglesa.

—¡Zambomba! ¡Cómo me gustaría participar en el Carnaval de los Tramperos! —dijo Pete.

—Sería estupendo —concordó Ricky—. ¿Ya puedo conducir yo, abuelito?

Cuando su abuelo le entregó las riendas, el pequeño gritó:

—¡En marcha, «Galante»! ¡Corre!

El caballo avanzó, veloz, y Sue palmoteo con deleite.

Estaban acercándose a un extremo del camino, con una casita en una esquina, cuando los Hollister oyeron un motor. Mirando a la derecha vieron un vehículo que parecía una mezcla de tractor y trineo. Delante llevaba dos esquíes y la parte trasera iba provista de ruedas con banda de goma, como los tractores.

El abuelo sacudió una mano, saludando al hombre que iba sentado al volante de tan extraño coche.

—¡Hola, señor Sello! —saludó, y cuando el conductor se detuvo junto a ellos, el abuelo añadió—: Señor Sello, me gustará que conozca usted a mi hijo y su familia.

Luego el viejecito se volvió a los niños y dijo:

—Éste es nuestro cartero. ¿No os parece que le sienta bien el nombre?

Los niños sonrieron y Ricky preguntó al hombre qué vehículo era el que conducía.

—Es mi coche especial para la nieve —contestó el señor Sello.

—¡Qué buen coche! —exclamó Pete, bajando del trineo para examinar el otro vehículo—. ¿Lleva usted el correo en este coche?

—Claro que sí. En estos lugares donde tenemos tanta nieve, los médicos y los carteros usamos estos vehículos para ir de un lado a otro. ¿Os gustaría dar un paseo en mi coche?

—¡Sí, sí! —gritaron todos los niños a un tiempo.

Cuando sus padres dieron permiso, todos los niños bajaron del trineo y subieron con Pete al coche del cartero.

—Nos encontraremos con ustedes en el próximo cruce —dijo el cartero a los mayores.

Las ruedas del tractor empezaron a girar y girar, y los esquíes se deslizaron suavemente sobre la nieve.

—¡Zambomba! ¡Es muy rápido! —se asombró Pete, viendo que dejaban muy atrás al trineo y el caballo—. Viajando así sería más fácil buscar a una persona desaparecida.

—¿Piensas en alguien en particular? —preguntó el señor Sello, mirando con sorpresa al muchacho.

—Sí. En Traver Nelson —repuso Pete—. ¿Le conoce usted?

—Sí. Y oí decir que había desaparecido. ¡Qué lástima! ¡Era un gran muchacho y tenía un perro rey incomparable!

—¿Se refiere usted a «Fluff»? —preguntó Pam.

—Eso es. El mejor perro esquimal que he visto nunca. Todos aquí esperaban que Traver volviese para el Carnaval y registrase a sus perros para la carrera. Pero no lo ha hecho.

—¿Y ya es demasiado tarde para inscribirse? —preguntó, en seguida, Pam.

—No. Pero el plazo de inscripción se cerrará la noche del miércoles.

Los niños se miraron unos a otros, pensando en lo maravilloso que sería que Traver Nelson y sus perros pudieran tomar parte en la carrera.

—¿Sabéis? —dijo el señor Sello—. Yo creo que a Traver le dolió mucho haber perdido la carrera el año pasado. Pero no debió reaccionar así. No es una desgracia no ganar, cuando se ha hecho todo lo posible.

—Si encontramos al señor Nelson, le diremos que se inscriba —afirmó Pam.

—Buena suerte —dijo el cartero—. Ya hemos llegado al cruce donde tengo que dejaros. Sois unos niños muy simpáticos. Ya volveremos a vernos.

Los niños Je dieron las gracias por el paseo y, cuando vieron acercarse el trineo, saltaron a tierra. Todos despidieron al cartero, sacudiendo alegremente las manos y el señor Sello reanudó la marcha cuando el abuelo Hollister llegó junto a sus nietos. El abuelito dijo a Pete que podía conducir a «Galante». ¡Clip-clop, clip-clop! Mientras el hermano mayor conducía el caballo hacia el Campamento de Nieve, Pam contó a su abuelo cómo habían llegado a tener noticia del señor Nelson.

—El señor Sello cree que Traver no vuelve porque está muy avergonzado por haber perdido la carrera. Pero yo quisiera que volviese. Mi maestra, la señorita Nelson, está muy triste porque no puede encontrar a su hermano gemelo.

—Es el misterio más grande que se ha conocido en Froston —comentó el abuelo.

—Nosotros pensamos encontrarle —anunció Pam, resueltamente.

—Pues tendréis que daros prisa si queréis encontrarle antes de que le encuentren esos hombres que tenemos con nosotros.

—¿Qué quieres decir, abuelito? —preguntó Pam, intrigada.

Todos los niños escucharon con gran atención mientras la abuela decía:

—Dos hombres que han alquilado una de nuestras casitas están, en estos momentos, buscando a Traver Nelson.