¡UN VENTISQUERO!

—¿Estás seguro de haber visto a esos dos hombres que te parecieron sospechosos? —preguntó el oficial Cal a Pete.

—Sí, sí —repuso el chico que, a continuación, habló a Cal de todo lo ocurrido.

—Buscaré a esos hombres —prometió el oficial—. ¿Puedes describirlos?

—Sí —repuso Pete—. Uno es alto y robusto. El otro, bajo y delgado. Los dos son toscos y desagradables.

El policía se alejó para intentar encontrar a los dos hombres, y Pete entró en la casa. Cuando Pam y él se hubieron despedido de la señorita Nelson, marcharon a toda prisa a casa, hablando de los hombres misteriosos y de por qué podían querer adquirir a «Fluff».

—Puede que sea una perra más valiosa de lo que los demás piensan —opinó Pam—. Espero que el señor Nelson no venda la perra a esos hombres, si le llegan a encontrar.

—¡Brr! —hizo Pete, subiéndose el cuello del abrigo—. Ahora hace más frío.

—El día de Acción de Gracias llegará antes de lo que pensamos —fue la respuesta de Pam.

—Para mí no llegará demasiado pronto —contestó Pete—. Quiero ir al Campamento de Nieve lo antes posible.

Los días fueron pasando rápidamente y de pronto los Hollister se dieron cuenta de que sólo faltaba una semana para la fiesta de Acción de Gracias. Aquella tarde oscureció antes de lo habitual y el aire se tornó muy frío y cortante.

—¿Por qué no encendemos la chimenea, papá? —propuso Pete, después que la familia hubo cenado.

—De acuerdo —contestó el señor Hollister—. Ocupaos de encenderla Ricky y tú.

—Vamos, Ricky —llamó Pete, saliendo a buscar leña.

Su hermano le siguió y cada uno regresó a la casa con una gran brazada de leña. Pete colocó unas cuantas ramitas en la chimenea y Ricky encendió una pequeña hoguera. Mientras empezaba a chisporrotear, Pete añadió más leña y pronto tuvieron una resplandeciente y cálida hoguera.

Los hermanos Hollister se sentaron con las piernas cruzadas, lo más cerca posible de la chimenea. La madre se instaló a un lado, en una silla, para coser ropa, mientras el señor Hollister, reclinado en su butaca leía el periódico.

—Apaguemos todas las luces —repuso Holly—. Papá, mamá, ¿podemos apagarlas?

El señor y la señora Hollister sonrieron.

—Desde luego —contestó el padre—. Supongo que queréis hacer el juego de las sombras…

Pete se levantó y fue a apagar todas las luces, hasta que en la habitación no quedó más iluminación que el fuego de la chimenea. Y, en las paredes y suelos, aparecieron cómicas sombras de personas y muebles. Algunas sombras se inclinaban y bailaban.

—Mirad mi sombra bailando un zapateado —gritó la pequeñita Sue.

Y, poniéndose en pie, empezó a dar zapatetas. Todos rieron viendo su sombra engordar o estrecharse, según se extendía a lo largo del suelo o verticalmente en la pared.

Por turno, cada uno de los hermanos fue haciendo exhibiciones de sombras en la pared. Pam sabía hacer con las manos cabezas de burros y de conejos. Luego, Ricky se subió a la espalda de Pete y entre los dos proyectaron la sombra de un caballo y su jinete.

Finalmente, Holly se puso en pie, con las piernas muy separadas, sujetándose las trenzas muy tirantes a ambos lado de la cabeza. ¡Su sombra era igual que si hubiera pertenecido a un espantapájaros!

Después que ella y el señor Hollister hubieron aplaudido el improvisado espectáculo, la madre dijo:

—¿Qué os parece si hacéis caramelos de malvavisco en las brasas?

Holly se apresuró a llevar una gran caja que contenía blanco malvavisco, mientras Pete iba a buscar al cuarto de las herramientas cinco largas palas en forma de tenedor.

Apenas habían tenido tiempo de pronunciar las palabras «paraguas de malvavisco», cuando cinco gruesos caramelos estaban ocupando el extremo de los correspondientes tenedores que los niños sostenían sobre las ascuas. A los pocos minutos, todos los caramelos burbujeaban e iban adquiriendo un apetitoso color marrón. ¡Qué bien olía la sala, invadida por los fragantes aromas de la golosina de malvavisco!

Cuando hubieron comido todos los dulces, Pete recogió los tenedores y salía de la sala cuando volvió la cabeza, anunciando:

—¡Está nevando!

Los demás se acercaron a la ventana. Grandes y blancos copos caían lentamente del cielo.

—¡Qué bien! ¡Ahora podremos pasear en nuestros trineos! —exclamó Holly, con entusiasmo.

—¡Y nos tiraremos bolas de nieve! —añadió Ricky—. ¿A que no sabéis a quién pienso tirárselas yo?

—¿No será a Joey Brill? —bromeó Pam.

—Lo has adivinado —dijo el travieso pecoso.

—Más vale que no busques peleas —advirtió el señor Hollister a su hijo.

—¡Pero si todo será en broma! —se defendió el pelirrojo—. ¡Quiero hacer un hombre de nieve, le llamaré Joey y le arrancaré la cabeza tirándole bolas!

Los demás Hollister rieron. Seguían los niños mirando por la ventana cuando los copos empezaron a ser cada vez más pequeños y a caer con mucha más rapidez.

—Esto parece el principio de un serio ventisquero —observó el señor Hollister—. Si es así, mañana por la mañana necesitaré ayudantes para apartar la nieve.

Todos se ofrecieron para colaborar y luego, uno a uno, los niños se fueron a la cama.

A la mañana siguiente reinaba un extraño silencio en el exterior. Pete fue el primero en despertarse, saltó en seguida de la cama y miró a través de los cristales. ¡Seguía nevando y la nieve que cubría el suelo tenía más de un metro de espesor!

—¡Despertad todos! —gritó el chico, corriendo al vestíbulo.

Todo el mundo estuvo en pie en seguida. Los niños, muy contentos, se vistieron a toda prisa y buscaron sus botas.

—Vamos. Hay que quitar la nieve a paletadas para que papá pueda sacar la furgoneta por el camino del jardín —recordó Pete a los demás.

El muchachito fue el primero en salir por la puerta trasera. La nieve tenía tanta altura como los escalones del porche. Pete se deslizó por la barandilla y cayó de frente en la blanca y esponjosa masa.

—¡Hurra! ¡Hurra! Esto es estupendo —exclamó, levantándose para ir al garaje.

—Me gustaría tener raquetas para andar por la nieve —dijo Ricky, yendo tras su hermano.

Cada uno buscó una pala y todos se pusieron al trabajo activamente. Media hora más tarde les llamaba la señora Hollister.

—Venid a desayunar. Y daos prisa porque están dando una información radiofónica sobre las condiciones atmosféricas.

Los niños volvieron al porche trasero, donde sacudieron la nieve de sus pies y se quitaron las botas. En cuanto entraron en la acogedora y caliente cocina oyeron al locutor que decía:

—«La tormenta es tan fuerte que los tendidos telefónicos se han desprendido en muchos lugares de la comarca, por lo que resulta peligroso viajar. Todas las escuelas de Shoreham permanecerán cerradas hasta pasada la fiesta de Acción de Gracias».

—¡Zambomba! ¡No tendremos escuela durante diez días! —exclamó Pete.

Mientras Ricky y Holly empezaban a dar alegres saltitos y gritos de contento, Pam quedó pensativa. De repente, con ojos brillantes, dijo a su madre:

—Mamá, no teniendo escuela, podríamos ir al Campamento de Nieve antes de lo que habíamos pensado.

El padre sonrió, diciendo:

—Muy buena idea. —Y volviéndose a su esposa, explicó—: Mira, Elaine, estando el tráfico y los transportes interrumpidos, no habrá mucho trabajo. Puedo dejar la tienda al cuidado de Tinker. Si te parece, saldremos esta noche, suponiendo que podamos conseguir billetes para el tren.

¡Cuántos gritos de entusiasmo sonaron en aquel momento! Después del desayuno el señor Hollister intentó telefonear, pero no había línea. Por lo tanto decidió ir personalmente a la estación, para ver si había billetes. Complacido al ver que sus hijos ya habían despejado el camino, el padre de los Hollister sacó la furgoneta.

—¿Qué os parece, muchachos, si venís a ayudarme a limpiar la nieve que habrá en la entrada de la tienda? —r preguntó.

Los dos chicos se mostraron encantados. No se cansaban de admirar el atractivo Centro Comercial. Cuando llegaron, ya Tinker, el hombre alto y de edad que conducía la camioneta de la tienda, estaba quitando la nieve acumulada delante de las puertas.

—¡Hola, Tinker! —saludó Pete, bajando provisto de una pala.

—Buenos días —respondió el hombre—. Conque vienen a ayudarme dos mocetones fornidos, ¿eh? Magnífico. Ésta ha sido la mayor nevada que he visto en muchos años.

Pete y Ricky se colocaron cada uno en un extremo de la acera y empezaron a trabajar con sus palas. Pete notó que de vez en cuando su hermano hacía una pausa de unos momentos. Cuando la acera estuvo limpia, Pete preguntó a su hermano:

—Oye, Ricky, ¿por qué has dejado el trabajo tantas veces?

El pecosillo hizo un guiño y tiró de su hermano, diciendo:

—Ven por aquí.

Detrás de un poste de telégrafos había una gran pila de bolas de nieve.

—Las he estado haciendo… por si acaso —dijo, con una sonrisa pícamela.

Pete sonrió y él y su hermano entraron en el Centro Comercial. Su padre acababa de regresar de la estación.

—Todo arreglado —contestó el padre, con los ojos chispeantes—. He comprado reservas para las siete de esta tarde.

Ricky exhaló un gran grito de guerra y exclamó luego:

—¡Señores pasajeros para Froston! —En seguida añadió—: Voy a decírselo a los otros.

—Un momento, hijos —dijo el señor Hollister—. Tengo algo para vosotros… Se trata de una pequeña recompensa por la limpieza que habéis hecho.

Y entregó a cada uno de sus hijos un par de raquetas para andar por la nieve.

—¡Canastos! ¡Muchas gracias, papá! —exclamó Ricky, abrazando al señor Hollister, mientras Pete, más serio, le daba unas palmadas en la espalda.

—Aprenderemos en seguida a usarlas —declaró Pete saliendo a toda prisa con su hermano.

En un momento se ajustaron las raquetas y Ricky echó a andar, diciendo:

—Esto es divertidísimo.

—Pero hay que saber usarlas —contestó Pete—. No se te ocurra correr, y levanta bien cada pie.

Habían recorrido los chicos una manzana de casas cuando se encontraron con la señorita Nelson. Los Hollister aprovecharon la ocasión para explicarle que marchaban aquella misma noche al Campamento de Nieve.

—¡Qué emocionante! —dijo ella.

—Así tendremos tiempo para averiguar algo sobre su hermano —dijo Ricky, lleno de buenas intenciones.

—Pues os deseo muchísima suerte —repuso la maestra, antes de que los dos hermanos se despidieran.

Cinco minuto más tarde los niños se encontraban con el oficial Cal, quien les saludó, aconsejándoles que anduviesen con precaución llevando aquellas raquetas para la nieve.

—Eso es lo que a mí me está haciendo falta —afirmó, riendo—. Creo que tendré que hacer una visita a vuestro padre. —Luego, poniéndose serio, explicó—: Los hombres a quienes queríais encontrar se han marchado a la ciudad. Por lo menos eso me han dicho en el lugar donde se alojaban.

—¿Adónde han ido? —preguntó, con gran interés, Pete.

—No han dejado dirección —repuso el policía.

Los dos hermanos se sintieron preocupados. ¡Tal vez aquellos hombres habían averiguado dónde estaba Traver Nelson!

Mientras Pete y Ricky se encaminaban a casa, sus hermanas, abrigadas con coquetonas chaquetas, se divertían deslizándose por una cuesta, a poca distancia de la casa. Pam iba en su propio trineo, mientras Holly y Sue compartían, uno más pequeño. «Zip» saltaba alegremente junto a ellos.

Después de dar una docena de paseos, Sue confesó que estaba demasiado cansada para trepar de nuevo por la cuesta.

—«Zip» podía tirar de ti, al subir —se le ocurrió decir a Pam.

—Sí, sí. ¡Hay que «porbarlo»! —repuso la pequeñita.

Pam llamó a «Zip», que se acercó en seguida a las niñas. En el morro llevaba un montoncito de blanca nieve.

—¿Has estado buscando conejos? —le preguntó Pam, acariciándole—. Pues ahora ya basta. Tienes que hacer un trabajo.

«Zip» ladró, complaciente, y permaneció muy quieto, mientras Pam ataba a su collar la cuerda del trineo. Luego, Sue se instaló en la tabla deslizante y Pam gritó:

—¡Adelante, «Zip»!

El perro se puso en marcha, guiado por Pam. Cuando llegaron a lo alto de la cuesta, la niña desató y acarició al obediente animal.

—¡Buen perro! —dijo.

Se habían reunido alrededor de las Hollister una docena de niños que admiraban y acariciaban al hermoso perro pastor.

—Bajemos una vez más —pidió Holly, sentándose en el trineo, delante de Sue, y empujando con los pies sobre la nieve, para ponerlo en marcha. En seguida se deslizaron veloces por la cuesta.

—¡Paso libre! —pidió Holly, entusiasmada, mientras adelantaban a un trineo, luego a otro y a otro…

Las dos niñas estaban llegando al final de la cuesta, yendo más aprisa que nunca, cuando un chico salió corriendo de detrás de un árbol. Acababa de pasar «Zip» por delante de él, cuando el chico alargó un pie y golpeó la barra del timón. El trineo giró en redondo.

¡Sue y Holly salieron disparadas, de cabeza, y rodaron por la nieve!