Por fin, aunque demasiado tarde, Sue se calmó y miró con los ojos muy abiertos a su madre. Sabía que debía haberse quedado en el parvulario y no acudir al aula donde la señora Hollister sustituía a una maestra.
—Me portaré bien, mamita —prometió—. ¡Palabra de indio bueno!
Todos escucharon atentamente, mientras los pasos se aproximaban a la puerta. ¡Alguien debía haberse quejado de las risas que acababa de despertar la grotesca apariencia de Sue!
Cuando, al fin, la puerta se abrió, todos dejaron escapar un suspiro de alivio. Acaba de entrar la señorita Rankin, la maestra del parvulario. Era una mujer joven, de cabello negro y cara redonda y sonriente.
—¿De modo que estás aquí? —dijo, mirando a Sue—. Ya me imaginé que vendrías a buscar a tu madre.
—Lo siento mucho —se disculpó la pequeña, muy seria.
La señorita Rankin sacó unas servilletas de papel para limpiar la cara de Sue.
—Lamento que mi hija haya causado todo este desorden, señorita Rankin —dijo la señora Hollister.
—No ha sido nada —repuso la maestra del parvulario, amablemente—. Sue nos ha estado hablando de los indios que conoció mientras buscaban ustedes el tesoro de las turquesas. Sue quiere parecerse a ellos.
La señorita Rankin se acercó a la pequeña, pero aún no había tenido tiempo de limpiarle la cara, cuando Sue se escabulló por uno de los pasillos y fue a colocarse junto a Pam, ocultándose bajo un pupitre, para que la maestra no pudiera verla.
—No puedes esconderte aquí, Sue —le dijo su hermana, rodeándole los hombros con un brazo.
—Sal de ahí, hijita —pidió la señora Hollister.
Sue salió de debajo del pupitre para encaminarse al fondo de la clase. Ya se la llevaba la señorita Rankin, cuando la pequeña se volvió para saludar con la mano a todos los alumnos, al tiempo que decía:
—Tenemos un burro del Oeste que se llama «Domingo». ¡Cualquier día lo traeré a la escuela!
Cuando todos los niños cesaron de reír, la señora Hollister siguió dando clase. Durante diez minutos los alumnos prestaron absoluta atención al ejercicio de deletrear. Pero estaba Will Wilson deletreando la palabra «proyecto», para que todos aprendiesen bien su ortografía, cuando la puerta, que no estaba bien cerrada, se abrió de golpe. Todos volvieron a reír de buena gana, viendo a un perrazo lanudo entrar en el aula.
—¡«Zip»! —exclamó Pam.
Era el hermoso perro pastor de los Hollister que avanzó veloz por el pasillo hasta su joven ama para lamerle una mano.
—¿Cómo has entrado en la escuela, «Zip»? —preguntó Pam, dando palmadas cariñosas al animal—. ¿Acaso estaba abierta la puerta del conserje?
El perro levantó la testuz y dio un ladrido.
—«Zip» es como el corderito de María —dijo Ann Hunter, recordando un cuento.
La señora Hollister miró el reloj.
—Bien. Pronto será la hora del recreo —dijo. Y añadió que «Zip» podía quedarse en la clase hasta que sonase el timbre del asueto. Entonces se marcharía a casa.
—¡«Zip», ven y túmbate aquí! —ordenó.
El obediente animal se acercó y fue a tumbarse junto a la tarima de la maestra. Cerró un ojo, pero conservó el otro abierto, y no cesaba de observar a la maestra sustituta. Era indudable que no podía comprender por qué la señora Hollister estaba allí. La manera de comportarse del animal hizo sonreír a la nueva maestra, que dijo divertida:
—No falta más que el señor Hollister, y ya estaría toda la familia en la escuela.
—Aún faltarían «Morro Blanco» y sus gatitos —rió Pam.
En ese momento, entró Joey como una exhalación, empuñando un grueso palo en su mano derecha.
—¿Dónde está el perro? —gritó—. ¡Ah, estás ahí! Ven en seguida. ¡Sal de nuestra escuela!
Mientras Joey corría hacia él, «Zip» se deslizó detrás de Pam. Joey levantó el garrote, dispuesto a golpear a «Zip», pero Pam intervino y forcejeó con el camorrista.
—¡No te atrevas a pegarle! —gritó la niña—. Es cruel pegar a los animales.
—Tu perro no tiene derecho a estar en nuestra escuela y voy a echarle —declaró el chico—. El señor Russell me lo ha mandado.
—No le echarás con un palo —declaró la señora Hollister, indignada, siguiendo a Joey y asiéndole por un brazo—. Si el señor Russell quiere que «Zip» salga, nosotras nos encargaremos de sacarle del edificio. Pam, haz el favor de llevarte a «Zip» fuera y decirle que se vaya a casa.
—Sí, mamá —dijo la niña, y levantándose de su asiento, se encaminó a la puerta—. ¡Vámonos, «Zip»!
La niña condujo al perro por el pasillo hasta la puerta de la fachada del colegio. Joey les siguió, amenazador, pero ya no intentó pegar a «Zip».
—Ahora vete a casa, «Zip», y quédate allí hasta que volvamos.
El perro miró a su ama. Luego cruzó el patio de la escuela y Pam volvió a la clase. Cuando pasaba junto al asiento de Ann Hunter, ésta le dijo en voz bajita:
—Nunca lo había pasado tan bien con una maestra sustituta. Espero que tu madre esté mucho tiempo con nosotros.
Pam sonrió. A ella le parecía que su madre era muy buena maestra, pero también sabía que no iría muchos días a aquella escuela. ¿Cuándo regresaría la señorita Nelson?
Y aquellos hombres tan bruscos ¿tendrían algo que ver con que la maestra se hubiera puesto tan triste cuando se mencionó los perros esquimales?
La señora Hollister continuó con la lección hasta que sonó el timbre del recreo. Pam, después de ponerse la chaqueta, se acercó a oprimir afectuosamente la mano de su madre y salió al patio.
Los chicos y chicas mayores habían cogido una pelota blanda y un bastón del gimnasio y se disponían a dividirse en dos bandos, para iniciar una partida.
—Yo seré el capitán de uno de los equipos —hizo saber Joey Brill, que se había rodeado de algunos amigos.
—Tú, Pete, serás el otro capitán —propuso Dave Meade.
—¡Sí, sí! —corearon varios compañeros.
—De acuerdo —dijo Pete—. Te reto, Joey.
Los dos capitanes seleccionaron a los chicos y chicas, hasta que tuvieron nueve para cada equipo.
—Mi equipo empieza el juego —dijo, inmediatamente, Joey.
—Echémoslo a suertes —propuso Pete.
Cuando Joey, a regañadientes, aceptó, Pete cogió un bastón y se lo arrojó a Joey. Éste lo cogió con una mano por la base. Pete puso su mano sobre el bastón junto a la de Joey, luego Joey puso su otra mano más arriba. Así continuaron hasta que no quedó sitio más que para que Pete pusiera la punta de los dedos.
—Tres veces alrededor de la cabeza, sin dejarlo caer y nosotros empezaremos el juego —dijo Pam.
Pete hizo girar con cuidado el bastón sobre su cabeza, una, dos veces. ¡Estuvo a punto de caérsele de los dedos! Pero lo hizo girar tres veces.
Sus compañeros gritaron, aprobadoramente, y ya nada pudo hacer el antipático Joey Brill. Todos los niños que formaban el equipo de Pete empezaron el partido.
En medio de muchos gritos y silbidos, primero un bando, luego el otro, fueron golpeando la pelota por el campo de juego. Antes de que concluyesen los quince minutos de recreo, el equipo de Pete ganaba por siete juegos a seis.
—Vamos. Ahora les venceremos —dijo Joey, mientras su equipo se preparaba para el último juego.
Uno de los compañeros de Joey hizo un tanto. Ahora le tocó el turno a Joey. Pero se disponía a golpear la pelota, cuando sonó el timbre. Ya todos corrían hacia las aulas, mientras Joey decía, desgañitándose:
—¡Esperad a que tire yo una vez!
Pero los jugadores no le hicieron caso. Joey estaba tan indignado que arrojó el bastón al suelo y se alejó, rezongando:
—¡Yo os ajustaré las cuentas a todos los Hollister! —gritó, citando Pete se dirigía al gimnasio para devolver el equipo de béisbol.
Pete no le hizo caso. Estaba acostumbrado a las amenazas de Joey. Sin embargo, unos momentos después, cuando iba hacia su clase, oyó que alguien decía:
—¡Ricky Hollister va a saber lo que es bueno por esto!
Y al acercarse al grupo reunido en el pasillo, vio que salía un fuerte chorro de agua de una de las fuentes en que los alumnos solían beber. El suelo estaba lleno de agua.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pete, intentando cerrar el grifo, sin conseguirlo.
—La fuente se ha atascado —dijo alguien.
Pete se inclinó a examinar el grifo y exclamó:
—Alguien ha metido una cerilla de madera en la boca del grifo. Hay que llamar al bedel en seguida, para que traiga un cubo.
Dave Meade, que estaba cerca, corrió a avisar, mientras Pete sacaba una navajilla del bolsillo. Con ella estuvo hurgando en la cerilla y mojándose, sin poder evitarlo. Cuando consiguió extraer el último trocito de madera, Pete pudo cerrar el grifo.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó el mayor de los Hollister.
—Yo sé quién lo ha hecho —dijo una niña que estaba cerca—. Ha sido Ricky Hollister.
Pete se volvió a mirar. La niña era Alma Brown.
—¿Mi hermano ha hecho esto? —preguntó Pete, sin poder creerlo.
—Sí —contestó Alma.
Ya llegaba por el pasillo el señor Logan, el bedel, con un cubo y una bayeta. El señor Russell iba tras él.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el director, mientras el bedel empezaba a recoger el agua.
—Ricky Hollister metió una cerilla en el grifo de la fuente —se apresuró a decir Alma Brown.
—¿Sabes algo de esto? —preguntó el señor Russell, mirando severamente a Pete.
—No, señor.
Entre tanto Ricky, después del partido de béisbol, había vuelto a la clase y estaba en su asiento cuando sonó el teléfono en la mesa de la maestra. Ella descolgó y muy pronto estaba respondiendo:
—Sí, sí. Está aquí. ¿Le necesita ahora mismo? Muy bien, señor Russell. —Volviéndose a Ricky, la maestra dijo—: Preséntate en la oficina del director inmediatamente.
Ricky no sabía para qué podía llamarle. Tal vez el señor Russell quería mandarle a un recado. Salió a toda prisa de la clase y, en cuanto llegó al despacho del director, éste le dijo:
—Ricky, siéntate ahí.
El pecoso obedeció, mirando al director, que estaba muy serio.
—Estoy sorprendido y desilusionado contigo, Ricky —dijo el señor Russell—. Nunca creí que cometieras travesuras que pudieran perjudicar al colegio.
Mientras miraba al director, Ricky empezó a sentirse preocupado. ¿De qué estaba hablando el señor Russell?
—No sé lo que quiere usted decir —murmuró el pelirrojo, mientras los ojos se le iban llenando de lágrimas.
—Creo que vas a entender muy pronto. Alma Brown te ha visto poner la cerilla en el grifo. El agua ha inundado el pasillo. Si no llegamos a verlo a tiempo, habríamos podido tener un serio disgusto. ¡Habrá que castigarte por esto!