Todo el mundo, en el Club de los Animales, permaneció en silencio mientras Donna abría la última papeleta. Iba a ponerse en claro si Joey Brill o Pam Hollister había de ser el presidente del club.
Al desdoblar el pedacito de papel, Donna separó los labios en una alegre sonrisa y puso el papel con los votos de Pam. Se oyeron gritos de regocijo de unos y protestas de otros.
—¡Felicidades, Pam! —dijo Pete, muy contento.
Joey Brill se puso en pie y avanzó por la estancia, indignado.
—¡Si el presidente va a ser una chica, yo no me apunto en el club! —anunció.
Holly no pudo contener una risilla y murmuró:
—¡Qué suerte tendremos!
—Además, ¿qué sabe Pam Hollister sobre animales? —insistió el chicazo.
—¡Sabe mucho! —afirmó Ricky, saliendo en defensa de su hermana—. Nosotros tenemos un perro, una gata y cinco mininos, y todos quieren mucho a Pam.
La señorita Nelson cogió la regla y golpeó la mesa, pidiendo silencio.
—Pam Hollister ha sido elegida presidente del Club de Animales —dijo—. Joey, nos gustaría que te quedases. ¿Qué te parece si te nombramos secretario?
—No —replicó él, enfurecido—. Ése es trabajo de chicas.
—No es cierto, Joey —dijo la señorita Nelson—. Hay muchos grandes hombres trabajando como secretarios en el Gobierno de los Estados Unidos.
Joey volvió a su asiento y ya no dijo nada más.
—Yo propongo a Dave Meade para secretario —dijo el chico de ocho años Jeff Hunter.
—¡De acuerdo! —añadió Holly, inmediatamente.
Joey Brill y sus amigos estaban tan enfadados por no haber ganado la elección del presidente, que no citaron a nadie como secretario y Dave ganó con facilidad. La señorita Nelson dio a Dave un cuaderno para que escribiese un informe sobre la reunión. Luego, la profesora explicó lo que cada miembro del club debería hacer.
—Cada uno seleccionará un animal, para estudiarlo.
—¡Yo quiero estudiar los caballos! —hizo saber Donna Martin.
—Y yo a los hámsteres —dijo Dave.
Holly y Ricky estuvieron unos momentos cuchicheando hasta que el pelirrojo levantó una mano.
—¿Mi hermana y yo podríamos estudiar los mapaches, señorita Nelson? —preguntó.
—Claro que podéis —repuso la profesora, que miró, luego, al fondo de la estancia, para preguntar—: A ti ¿qué animal te gustaría estudiar, Joey?
—Yo estudiaré los mapaches —replicó el chico, ceñudo.
—Si te interesaban los mapaches, debiste decirlo antes. Ahora debes elegir otro animal, Joey. ¿Cuál prefieres?
—Un asno —dijo el travieso Ricky.
Varios niños rieron y Joey se puso rojo como un pimiento morrón.
—¡Me vengaré de ti por lo que has dicho, Ricky Hollister! —vociferó el chicazo.
—No hay nada malo en estudiar a los asnos —declaró la señorita Nelson, intentando poner paz, aunque su paciencia estaba llegando al límite.
—¡Ese crío no puede llamarme asno y quedarse tan tranquilo! —masculló el camorrista.
—Ricky no te ha llamado tal cosa —replicó la profesora—. ¡Y si no sabes comportarte, puedes irte, Joey!
Mientras los demás contenían risillas divertidas, Joey comprendió que no debía seguir contestando a la maestra. De modo que se marchó a su sitio, sin dejar de dirigir a los Hollister miradas malignas.
Ahora fue Pete quien propuso el estudio de otro animal.
—A Pam y a mí nos gustaría estudiar los perros esquimales, señorita Nelson —dijo—. Hemos visto el Carnaval de los Tramperos, en la televisión.
Al oír aquello, el rostro de la señorita Nelson se puso muy triste. La maestra volvió la cara hacia la ventana, con la mirada perdida en la lejanía. Pete y Pam se miraron, muy extrañados. ¿Habría dicho Pete algo inoportuno?
—¿Po… podemos estudiar los perros esquimales? —repitió.
—Pues… Sí, sí. Me parece muy bien —contestó la maestra, apresurándose a cambiar de expresión.
Luego, añadió que los perros esquimales eran animales magníficos y que los Hollister se entretendrían mucho estudiando sus características. Uno a uno los demás niños fueron eligiendo otros animales. Joey Brill, el último en levantar la mano, pidió ocuparse de los osos polares.
Por fin concluyó la reunión. Cuando los miembros del Club de Animales salían de la clase, Joey intentó hacer la zancadilla a Ricky, pero el pecoso saltó ágilmente sobre el pie del malintencionado chicazo y nada ocurrió.
A la mañana siguiente, cuando los alumnos de la señorita Nelson se reunieron en la clase, quedaron muy sorprendidos al no encontrar allí a la profesora.
—¿Será que está enferma? —dijo Pam, hablando con Ann Hunter.
Apenas había terminado de decir aquello cuando se abrió la puerta y el director entró en la clase.
—Acababan de informarme de que la señorita Nelson está enferma —dijo el señor Rusell—. He estado telefoneando para conseguir una maestra sustituía, pero no hay ninguna libre. De modo que tendré que llevarles a ustedes a otra clase.
Pam se levantó del asiento y se acercó al director para decirle:
—Señor Rusell, mi madre trabajaba como maestra de escuela. A lo mejor ella puede ayudarnos.
El señor Rusell se mostró complacido con la noticia.
—Magnífico, magnífico —repuso—. La telefonearé inmediatamente.
—Lo que ocurre es que tenemos una hermana pequeña. Sue sólo tiene cuatro años y mi madre no puede dejarla con nadie.
El señor Rusell sonrió al decir:
—Llevaremos a Sue al parvulario.
Luego, el director pidió a Pam que vigilase la clase hasta que él volviera, y salió del aula. Diez minutos más tarde reaparecía el director.
—Tu madre está dispuesta a venir para ayudarnos —dijo, sonriendo—. Entre tanto, quiero que todos estudiéis algo. Coged los libros de aritmética.
Los alumnos obedecieron, pero dos minutos después de que el señor Russell hubiera salido, un chico llamado Will Wilson, que había votado por Joey Brill, se puso en pie. En el silencio de la clase se oyó al chico decir, burlón:
—¡La vigilante es un cachorro de maestra! ¡Jo, jo! ¡Es la presidente del Club de Animales!
Otros dos amigos de Joey se echaron a reír. Pam Hollister estaba indignada y Ann Hunter también. Ann se levantó para acercarse al pupitre de Will. Pam se asustó. No quería que su amiga tuviese complicaciones por culpa suya.
—Ann, ten la bondad de sentarte —pidió la joven vigilante de la clase—. Y tú, Will, será mejor que estés callado o el señor Russell nos hará quedar castigados, después de la hora de salida.
—A mí ¿qué me importa? —rezongó Will.
Sin embargo, quedó silencioso. Tenía que ocuparse de entregar unos periódicos y no deseaba que se le hiciera tarde. Ann se sentó.
Poco después, la señora Hollister aparecía en la puerta.
—Hola, mamá —saludó Pam, poniéndose en pie—. ¿Has dejado a Sue en el parvulario?
La señora Hollister contestó que sí. Pam presentó a su madre a los demás alumnos y todos se pusieron de pie y le dieron los buenos días.
Cuando todos volvieron a ocupar sus asientos, los niños quedaron extraordinariamente silenciosos. A todos les agradó la señora Hollister, y hasta los más nerviosos se esforzaron por estar atentos.
Después del período de aritmética, la nueva maestra preguntó cuántos de los niños habían visto el Carnaval de los Tramperos en la televisión. Mientras varios niños levantaban la mano, Pam recordó a la señorita Nelson y la triste expresión de su rostro cuando Pete mencionó los perros esquimales.
La clase se dedicó entonces a hablar de los magníficos animales que tantas vidas habían salvado en los países nórdicos, llevando alimentos y medicinas a las gentes perdidas en los ventisqueros.
—Los perros esquimales pueden soportar fríos muy intensos —explicó la señora Hollister—. Y son capaces de pasar largos períodos de tiempo con muy poca cantidad de alimento; sólo un poco de pescado en salazón, acompañado de un poco de nieve como bebida. Un grupo de estos perros podría arrastrar un trineo con cientos de kilos a lo largo de cuarenta y más millas por día.
—¡Vaya! —exclamaron algunos chicos.
La nueva maestra se ocupó, entonces, de la lectura para aquel día. Estaban los alumnos buscando los libros, cuando llamaron bruscamente a la puerta.
—¡Adelante! —dijo la señora Hollister.
Pero no entró nadie. Entonces se levantó y fue a la puerta. Al abrirla se encontró con dos hombres que esperaban allí. Uno era alto y ancho; el otro bajo y delgado. Los dos tenían un aspecto tosco y desagradable.
—¿Desean algo de mí? —preguntó la señora Hollister.
—Sí, señorita Nelson. Tenemos que hacerle algunas preguntas —dijo el hombre bajo, con voz gruñona—. ¡Salga aquí!
—Pero si yo no soy la señorita Nelson… —les dijo la señora Hollister—. Ella está enferma y yo he venido a sustituirla.
Los dos hombres se miraron el uno al otro.
—Muy bien —dijo el más alto y fuerte, con voz profunda y antipática—. ¡Volveremos!
Los dos dieron media vuelta y se alejaron por el pasillo, sin decir ni una palabra más. Pam quedó preocupada. Aquellos hombres, que por lo visto no conocían a la señorita Nelson, ¿qué podían querer de ella?
¡La señorita Nelson estaba resultando más misteriosa cada vez!
Después de leer una de las lecciones, la señora Hollister propuso:
—¿Os parece que hablemos sobre deportes de invierno?
—¡Sí, sí! —exclamaron los alumnos, y una niña llamada Carol dijo que tenía un tío que era un estupendo esquiador. Podía dar saltos muy grandes y nunca fallaba.
—¡Bah! ¡Eso no es nada! —masculló Will Wilson—. ¡Mi primo Randy ganó una carrera de trineos en el Valle del Sol!
—¡Qué emocionante, Will! —dijo la señora Hollister—. ¿Quieres hablarnos de ello?
—Es que… no hay mucho que contar —tartamudeó Will—. Mi primo ganó. Eso es todo. Él era el conductor. ¡Y tuvo que correr mucho! ¡Lo menos cincuenta millas! Uno de los trineos cayó a la cuneta. El trineo de mi primo, que era el número 56 B, pasó silbando delante de todos y ganó. ¡Fue estupendo!
—¿Tienes alguna fotografía que puedas enseñarnos? —preguntó la señora Hollister.
—Pues… No… No. Lo leí en el periódico —repuso Will, torpemente.
—¡Claro que lo leyó! —exclamó un muchachito que se llamaba Don Wells—. Venía en las «Historietas emocionantes» del mes pasado. En las Aventuras de Randy Wilson.
—¿A qué te refieres, Don? —preguntó la señora Hollister.
—¡Apuesto algo a que ha leído esa historia en la revista!
Los niños contuvieron exclamaciones de asombro y se volvieron a mirar a Will. La señora Hollister preguntó:
—¿Es eso cierto, Will?
Pero en ese momento todos oyeron risitas y rumor de pisadas en el pasillo. Al cabo de un instante la puerta se abría de par en par y en la clase entró Sue Hollister. Llevaba la cara llena de tizones rojos y negros, como la pintura de un indio.
—¡Mamita! —gritó la pequeña, corriendo junto a la señora Hollister—. ¡Soy un indio y me he escapado del campamento!
Los demás se echaron a reír.
—Sue, ¿de dónde has sacado esas pinturas? —preguntó la madre.
—Estábamos pintando con los dedos —respondió Sue—. ¿Te «aquerdas» de cuando vimos los indios del Oeste? Ellos se pintaban la cara con los dedos, ¿verdad?
Esto hizo que los alumnos rieran aún con más ganas y un niño travieso preguntó a Sue:
—¿Sabrías bailar como un indio?
Antes de que la señora Hollister tuviera ocasión de impedírselo, Sue se llevó una mano a la boca, exhaló un grito guerrero y empezó a bailar en círculo.
—¡Sue, basta! —pidió la señora Hollister—. Me temo que todo el colegio va a oírte y pasaremos un mal rato.
Sonaron, entonces, pisadas en el pasillo, y los niños dejaron de reír y quedaron preocupados. Si era el señor Russell, podía ocurrir que dijera a la señora Hollister que se marchase inmediatamente. Y ellos no deseaban que sucediese tal cosa.