UNA SORPRESA POR TELEVISIÓN

—¡Mamá, ven en seguida!

Ricky Hollister atravesó corriendo la sala, hasta el pie de las escaleras.

—¿Qué ocurre? —preguntó una dulce voz, desde el piso de arriba.

—¡Los abuelitos salen por televisión! —gritó Ricky.

—¿Estás seguro? —volvió a preguntar la señora Hollister, que ya bajaba a toda prisa las escaleras.

Era una señora delgada y joven, con el cabello castaño y los ojos azules, que ahora tenía muy abiertos por el asombro.

—¡Seguro que estoy seguro! —recalcó el pecoso Ricky, tomándole una mano—. Pero ¡date prisa, no sea que se acabe!

El muchachito tiraba de su madre hacia una esquina de la habitación, donde los otros cuatro hermanos estaban reunidos ante el televisor, presenciando un programa del sábado. Se trataba de una película sobre los deportes de invierno en el Canadá y, en aquel momento, un esquiador aparecía surcando el aire, en un gran salto.

—Sacude los brazos igual que si fueran las alas de un pájaro —dijo, entre risillas, la chiquitína Sue, de cuatro años.

—Has llegado demasiado tarde, mamá —se lamentó Holly, una niña de seis años, de expresión traviesa y trenzas rubias, que estaba descansando en el suelo, apoyada en los codos.

A su lado, Sue, sentada con las piernas cruzadas, tenía sobre su regazo una muñeca de cabello rizado.

—Mi bebé también ha visto a los abuelitos —declaró la pequeñita, guiñando un ojo a su muñeca.

—Seguramente volveremos a verles —dijo Pam Hollister, una bonita morena, de diez años.

Pam estaba sentada en una mullida banqueta, junto a su hermano Pete, el fornido muchachito de doce años, que llevaba el cabello cortado a cepillo. Pete se dirigió a su madre, diciendo cortésmente:

—Voy a traerte una silla.

Y llevó un asiento a su madre, colocándolo cerca de la pantalla.

La señora Hollister se sentó a admirar la distraída película.

—¿Qué era lo que estaban haciendo los abuelitos? —preguntó.

—Estaban presenciando una carrera de esquí —explicó Pete—. Es una película que se tomó en Froston, el año pasado, durante el Carnaval de los Tramperos.

—¡Mirad! —gritó Ricky—. ¡Ahí están!

Los rostros de los espectadores volvieron a aparecer en la pantalla. Entre ellos estaban la abuelita y el abuelito Hollister. Sus rostros aparecían tan claros, que la inocente Sue se puso en pie, de un salto, deseando besarles.

—¡Hola, abuelito! ¡Hola, abuelita! —gritó, tocando la pantalla con su dedo gordezuelo.

—¡Por favor, Sue, siéntate, que no me dejas verles! —pidió Ricky.

Mientras la pequeñita volvía a sentarse en la alfombra, la madre exclamó:

—¿Verdad que es maravilloso?

Y en ese momento todos tuvieron la impresión de que los abuelos les habían oído, pues volvieron la cara y sonrieron a la familia reunida ante el televisor. Los hermanos Hollister palmotearon con entusiasmo. Los ancianos Hollister eran unos abuelos de aspecto muy juvenil, pero lo más agradable de su apariencia era que daban la impresión de ser tan felices como sus parientes de Shoreham.

La abuela, con abrigo de piel y un pañuelo a la cabeza, tenía la cara redonda y los ojillos chispeantes. El abuelo, con grueso abrigo y gorro de pieles, era delgado y vigoroso. Tenía la nariz recta y las comisuras de sus labios parecían siempre a punto de distenderse en una amplia sonrisa.

—¡Pero si sacan humo por la boca! —se asombró Holly.

—Es sólo la respiración —dijo Ricky, con aires de sabihondo—. Hace muchísimo frío en Froston.

—Me gustaría que papá pudiera ver esto —dijo la señora Hollister, en el momento en que la escena cambiaba para presentar unas carreras de trineos arrastrados por perros.

La voz del locutor informó a los telespectadores de que aquélla había sido una carrera muy desusual.

—Observen atentamente esta escena —añadió la voz.

—¡Qué hermosos perros esquimales! —exclamó Pam, admirativa, mientras los resistentes animales tiraban de los trineos para colocarse en la debida posición.

—No son tan bonitos como nuestro «Zip» —opinó Ricky, muy convencido—. ¡«Zip», «Zip»! ¿Dónde estás?

Pero el fiel perro pastor de la familia estaba fuera, retozando bajo el vientecillo helado del mes de noviembre. Ricky pensó que tal vez «Zip» estaba en el bosque, cazando conejos.

—Es verdad que «Zip» es el mejor perro de Shoreham —admitió Pete—. ¡Pero, zambomba, hay que confesar que estos perros esquimales son estupendos!

—Ahora se están alineando para empezar la carrera —dijo la señora Hollister, que ya estaba tan emocionada como sus hijos con aquel espectáculo.

—¡Ya salen! ¡Mirad cómo corren! —gritó Pam.

Con los arneses muy tirantes, los perros corrían veloces, sacudiendo al viento sus gruesos rabos. Competían cinco grupos. Cada trineo iba tirado por cuatro perros, que corrían en fila india. Iban un conductor y un pasajero sentados detrás. La gente aplaudía primero a un grupo, luego a otro.

—¿Qué tenemos que «oservar», mamita? —preguntó Sue, a mitad de la carrera.

—No lo sé, hijita. Pero mira atentamente. Acaso tengamos una sorpresa.

Mientras los perros se aproximaban a la meta, los hermanos Hollister saltaban, entusiasmados. Uno de los trineos, al frente del cual tiraba un enorme y bonito perro esquimal, iba dejando atrás a los otros.

Sonó entonces la voz del locutor.

—La perra que va al frente de este trineo se llama «Fluff». Parece ser que su trineo será el vencedor.

Los niños se aproximaron más a la pantalla, como temiendo perder algún detalle. De repente, Pam gritó:

—¡Oh, qué pena! Ha ocurrido algo.

Y sus hermanos dejaron escapar exclamaciones de protesta.

¡«Fluff» había dado un traspié, y había caído patas arriba en la nieve!

Los otros perros del grupo, no pudiendo detenerse a tiempo, cayeron sobre «Fluff» y el trineo se ladeó.

—¡La pobre «Fluff» está herida! —se compadeció Holly.

—¡Y ahora está ganando el segundo trineo! —exclamó Pete.

—¡Vamos, «Fluff», levántate, a ver si aún ganas! —gritó Pam.

Pero la hermosa perra esquimal continuaba tendida en el suelo, cuando el segundo trineo cruzó la meta, quedando proclamado vencedor.

—Ha sido una pena —comentó la señora Hollister, mientras concluía el programa y Pete, tan desilusionado como sus hermanos, desconectaba el televisor.

—¡Canastos! ¿Por qué se habrá caldo «Fluff»? —murmuró Ricky, poniéndose en pie.

Y Pam, entristecida, añadió:

—Me gustaría que el locutor lo hubiera dicho. ¡Pobre perra!

—Como la película fue tomada hace un año —dijo la señora Hollister, procurando alegrar a todos—, seguramente a estas horas «Fluff» ya está bien y participando en otra carrera.

—Eso espero —repuso Pam, con un suspiro.

A Pam le encantaban los animales y quería sobre todo a «Zip». Por eso sus ojos castaños se iluminaron de alegría al oír que el hermoso perro pastor arañaba la puerta de la cocina. Pete acudió a abrirle y «Zip» entró alegremente en la sala, oliendo a hojas de otoño y al aire fresco del exterior. Pam le abrazó, diciéndole:

—Hemos visto en la televisión a los abuelitos. ¿Te acuerdas de ellos?

«Zip» dio dos breves ladridos, como diciendo que sí, y se acurrucó a los pies de su amita.

—¿Verdad que les alegraría a los abuelitos saber que les hemos visto en el Carnaval de los Tramperos? —comentó Pam—. No sabéis cómo me gustaría a mí verles más a menudo.

Aquellos abuelos, padres del señor Hollister, se habían trasladado al Canadá, después de que el abuelo se retiró de los negocios que tenía en los Estados Unidos. Ahora se dedicaban a alquilar un grupo de casitas a las que llamaban Campamento de Nieve. El lugar era muy popular entre los excursionistas invernales y a los abuelitos les entusiasmaba el trabajo de dirigir aquel lugar.

—Y a mí me gustaría ver un Carnaval de los Tramperos —dijo Pete, con un suspiro.

—¡Quién sabe si podremos verlo! —murmuró la señora Hollister que ya se levantaba de la silla para ir a la cocina—. ¿Queréis poner la mesa, mientras yo preparo la comida? Papá vendrá de la tienda de un momento a otro.

—Yo la pondré —se ofrecieron a un tiempo Pam y Holly.

La hermana mayor extendió un mantel de cuadros sobre la mesa del comedor, mientras Holly iba a buscar los platos. Al padre le gustaba estar en casa a las horas de comer, siempre que el trabajo en el Centro Comercial se lo permitía. La primavera pasada, cuando la familia se fue a vivir a Shoreham, el señor Hollister había adquirido una tienda de ferretería, a la que añadió juguetes y artículos de deporte, por lo que el establecimiento se hizo muy popular entre el público de todas las edades.

—¡Ahí viene papá! —anunció Ricky.

Por el camino del jardín avanzaba una furgoneta que fue a detenerse frente al garaje. Del vehículo salió un hombre alto y atractivo, Ricky le abrió inmediatamente la puerta y le tomó el abrigo, que llevó a colgar al armario.

Después que el señor Hollister hubo dado un beso a su esposa, los niños se arremolinaron en torno a él. Todos hablaban a un tiempo, con lo que se creó una gran confusión.

—¡Papá, hemos visto a los abuelitos en la «tele»!

—¿Me podría comprar yo unos esquíes como las gentes de Froston?

—Y a mí me hacen falta unos «nieves de zapatos» —hizo saber Sue que, con frecuencia, confundía las palabras.

—¡La pobre «Fluff» perdió la carrera!

—¿Cuándo podremos ir a Froston?

El sonriente señor Hollister tuvo que gritar para hacerse oír.

—¡Un momento! —dijo—. ¿Qué es todo esto? ¿Los abuelitos en televisión? ¿Es eso cierto, Elaine?

—Cierto, John —contestó la esposa—. Me hubiera gustado que les vieses.

Los niños volvieron a hablar de la película.

—Los abuelos son artistas de la «tele» —dijo Holly, orgullosa—. Lo mismo que «Fluff».

—¿«Fluff»? ¿Qué es «Fluff»? A mí me suena como el nombre de una borla para polvos —dijo el padre, con ojos risueños.

Holly se echó a reír, pero en seguida explicó:

—«Fluff» es una perra esquimal que ha perdido la carrera porque se cayó.

En ese momento la señora Hollister tocó una campanilla. El tintinear de la campanilla era para los hermanos Hollister igual que si una voz les estuviera diciendo:

«¡Es la hora de comer!».

Cuando todos estuvieron sentados y la comida servida, se volvió a hablar de Froston y del Carnaval de los Tramperos.

—¡Qué bonito sería poder ver a los abuelitos para el Carnaval de este año! —murmuró Pam.

—¿Se celebra dentro de poco, papá? —quiso saber Pete.

El señor Hollister les explicó que aquel Carnaval se celebraba todos los años durante el fin de semana siguiente al día de Acción de Gracias. De este modo, el acontecimiento atraía a muchos visitantes de los Estados Unidos.

—Señala la época en que los tramperos salen a los bosques —añadió—. Van en busca de los animales salvajes cuyas pieles utiliza la gente para calentarse.

—¿Cómo el abrigo de piel de mamá? —preguntó Sue.

—Eso es —respondió el padre—. Y en la tierra de donde proceden los perros esquimales, la gente lleva pieles, una buena parte del año.

De repente, Ricky dijo:

—Papá, tú has estado donde viven los abuelos, ¿cómo es?

—Un lugar muy atractivo, hijo. En invierno la nieve es muy espesa. A veces los aludes son tan altos como las casitas y hay que quitar la nieve a paletadas, para poder salir. Es muy difícil para el cartero hacer el reparto de la correspondencia.

—¿Va en un reno, como Santa Claus? —preguntó Sue.

—No. Va en un automóvil especial para las nieves, que lleva esquíes en la parte delantera.

—¡Oooh! Yo quiero verlo —declaró Holly.

—Y viajar en uno de esos coches —añadió Pete.

—¿Hay montones de animales salvajes allí, papá? —quiso saber el pecoso.

—Sí, sí. Hay ciervos, osos y lobos. Claro que el oso duerme todo el invierno, pero los otros animales, no.

Pete preguntó si había perros esquimales y su padre le repuso que no había ningún animal salvaje en las cercanías de Campamento de Nieve.

—Pero he oído decir que algunas personas tienen estos perros como animales domésticos —explicó el señor Hollister.

De pronto Holly interrumpió aquella conversación, diciendo:

—Papá, no falta mucho para el día de Acción de Gracias y tendremos vacaciones en la escuela. ¿No podríamos ir al Carnaval de los Tramperos?

El señor Hollister sonrió, al responder:

—No tendréis bastante tiempo. El Campamento de Nieve está lejos de aquí.

Pero, al ver la expresión de desencanto en las caras de sus hijos, el señor Hollister procuró suavizar las cosas.

—Claro que se puede pensar en ello —añadió. Y en seguida movió de un lado a otro la cabeza—. Bien pensado, hay un gran inconveniente.

—¿Qué es? —preguntaron los niños, a coro.

—He tenido, recientemente, carta de la abuela. Todas las casitas están alquiladas para la semana de Acción de Gracias, debido al Carnaval de los Tramperos.

—Estoy segura de que a los abuelitos no les importará que les visitemos —dijo Pam—. Papá, ¿me dejas que les escriba, preguntándoselo?

—No nos perjudicará preguntárselo —sonrió el señor Hollister—. Siempre puede haber la cancelación de alguna reserva.